Johan Norberg - Progreso: 10 razones para mirar al futuro con optimismo

«Vivimos en el mejor momento de nuestra historia y, sin embargo, se ha extendido la creencia generalizada de que el mundo va exageradamente a peor.» Ésta es la tesis fundamental del libro que tiene en sus manos: Progreso , la última obra divulgativa del economista sueco Johan Norberg. Nuestro planeta no se ha estancado, nuestro planeta no está retrocediendo: nuestro planeta progresa a pasos agigantados en todos los indicadores básicos en que queramos medir ese progreso social (pobreza, esperanza de vida, salubridad, desnutrición, alfabetización, libertad, igualdad, violencia, etc). La recopilación de datos que efectúa Norberg resulta lo suficientemente incontestable como para que cualquier pesimista antropológico cambie radicalmente de perspectiva y reconozca que, a pesar de la muy extendida propaganda, el mundo va a mejor.

Pero una vez constatado que el mundo mejora, la siguiente cuestión brota de forma casi automática: ¿por qué mejora el mundo ? ¿Cuál es la razón que se halla detrás del proceso de enriquecimiento más acelerado de la historia de la humanidad? Las causas son muy diversas —desde el avance científico hasta la creciente pacificación de las sociedades— pero hay una que conviene resaltar por su enorme relevancia y su colosal incomprensión: la globalización.

El primer gran salto de progreso que dio la humanidad fue a finales del siglo XVIII con la Revolución Industrial: la extensión del Estado de Derecho y la difusión de un conjunto de valores que dignificaban la actividad comercial permitió el florecimiento de una sociedad basada en el emprendimiento, la división cooperativa del trabajo, la inversión productiva del ahorro y el uso intensivo de la ciencia en mejorar la vida del ser humano. En otras palabras, el sistema económico que dio soporte político, ideológico y tecnológico a la Revolución Industrial, y que permitió el aumento exponencial de los estándares de vida occidentales, fue el capitalismo: el respeto a la propiedad privada, los contratos voluntarios y la competencia descentralizada entre unidades productivas cooperativas.

Pero el capitalismo decimonónico quedó confinado a un selecto grupo de países occidentales que, con el paso del tiempo, pasaron a denominarse «países desarrollados». El resto del mundo seguía doblegado por instituciones extractivas, ora mercantilistas ora socialistas, que frenaban cualquier tipo de desarrollo acelerado y sostenido. Desde finales de la segunda guerra mundial, y muy especialmente a lo largo de la década de los 80, muchos de estos países rezagados y subdesarrollados no sólo comenzaron a implementar tímidas reformas liberalizadoras en el interior de sus sociedades, sino que fueron capaces de acceder expansivamente a los flujos de comercio internacional. Es ahí donde arranca en toda su intensidad el proceso de la globalización.

Al proceso globalizador se lo suele equiparar con la institución de una «aldea global»: una Tierra aplanada donde sólo existe una sola sociedad civil amplia merced a los bajos costes de movilidad y a los multidireccionales flujos de información. Pero la globalización no es sólo una «aldea global», también es, o nos aproxima a ser, un «bazar global», esto es, un mercado integrado al margen de las muy arbitrarias fronteras nacionales. Y es ese «bazar global» el que ha impulsado el más acelerado ritmo de progreso social de toda nuestra historia.

Los habrá, sin embargo, que dudarán de que la creación de un «bazar global» explique la mejoría acelerada de los estándares de vida del conjunto del planeta. Que exista correlación no significa que exista causalidad: a la postre, la globalización y el progreso material podrían haberse incrementado simultáneamente por pura casualidad, de modo que no correspondería atribuirle al primero ninguno de los éxitos del segundo. Incluso cabría postular que las fuerzas globalizadoras son contraproducentes para el progreso social, de modo que el mundo no habría mejorado durante las últimas décadas gracias a la globalización, sino a pesar de la globalización. Pero, por mucho que pueda llegar a pesarles a los escépticos aliberales, la globalización sí ha sido uno de los motores fundamentales detrás del progreso social actual.

Primero, la globalización incrementa el crecimiento económico de los países: como han demostrado los economistas Romain Wacziarg y Karen Horn Welch en su artículo Trade Liberalization and Growth: New Evidence (2008), los países que liberalizaron sus regímenes comerciales en el período 1950 y 1998, experimentaron subsiguientemente un crecimiento anual medio 1,5 puntos superior al de los países que no lo hicieron.

Segundo, el crecimiento económico de una sociedad está ligado a medio plazo con un incremento de los ingresos de los estratos más pobres de esa sociedad: como han demostrado los economistas David Dollar y Aart Kraay en Growth is Good for the Poor (2002), la renta del 20 por ciento más pobre de una sociedad ha crecido durante las últimas cuatro décadas a la misma tasa que la renta media de esa sociedad. Es decir, el crecimiento económico de un país termina repercutiendo y beneficiando a los más pobres dentro de ese país.

Y tercero, el incremento de los ingresos personales proporciona a cada individuo los medios que necesita para acceder a una mejor alimentación, a una mejor educación y a una mejor sanidad. No en vano, aun cuando sostuviéramos que el Estado debe ser el encargado de proporcionar estos servicios públicos, es evidente que sin ingresos fiscales suficientes sería incapaz de lograrlo: y esos ingresos fiscales derivan, en última instancia, del nivel de renta del conjunto de la sociedad. Por eso, internacionalmente existe una fuerte relación entre renta per cápita y bienestar: como han probado los economistas Betsey Stevenson y Justin Wolfers en Economic Growth and Subjective Well-Being: Reassessing the Easterlin Paradox (2008), a mayor crecimiento económico, mayor felicidad dentro de nuestras sociedades.

Por consiguiente, la globalización sí es uno de los principales factores que explican el progreso social que está experimentando la mayor parte del planeta durante las últimas décadas. La existencia de un «bazar global» ha permitido extender hasta todos los confines del planeta la división del trabajo y la división del capital: a saber, es lo que ha permitido que los trabajadores de los países pobres produzcan, auxiliados por bienes de capital que han sido creados merced a la inversión de los países ricos, mercancías que son exportadas a mercados occidentales de alto poder adquisitivo. En ausencia de globalización —de libre movimiento de mercancías y capitales—, los ciudadanos de los países pobres deberían haberse limitado a producir, con su muy escasa e improductiva acumulación de capital, mercancías para otros ciudadanos igualmente pobres: es decir, su salida de la miseria habría sido muchísimo más lenta y dura que pudiendo prosperar al socaire del bazar global. Y a mayor pobreza, menores medios materiales para desarrollarse y prosperar.