Llegada la noche, vuelvo a casa y entro en mi escritorio; en el umbral me despojo de la ropa cotidiana, llena de barro y mugre, y me visto con paños nobles y curiales; así, dignamente ataviado, entro en las viejas cortes de los hombres antiguos donde, acogido con gentileza, me sirvo de aquellos manjares que son solo míos y para los cuales he nacido. Estando allí, no me avergüenzo de hablar con tales hombres, interrogarles sobre las razones de sus hechos, y esos hombres por su humanidad me responden. Durante cuatro horas no siento fastidio alguno; me olvido de todos los contratiempos; no temo a la pobreza ni me asusta la muerte…
La escuela de Atenas de Rafael
P RÓLOGO
Bienvenidos a la escuela de Atenas
El papa Julio II era un gran entusiasta de las reformas domésticas. No contento con encargarle a Bramante el diseño de la cúpula de la basílica de San Pedro, y a Miguel Ángel los frescos de la bóveda de la capilla Sixtina, Su Santidad contrató a un tal Rafael, un artista de veintisiete años natural de Urbino y no muy conocido a la sazón, para que pintase una serie de frescos gigantescos en las paredes de su biblioteca privada del palacio del Vaticano. Debían representar los principales temas de la biblioteca de Julio: la teología, la jurisprudencia, la poesía y la filosofía. Hoy en día, el más admirado de estos frescos es el último, que el tiempo ha bautizado como La escuela de Atenas. En esta obra, Rafael nos muestra reunidos, y en vivaz conversación, a un grupo de filósofos antiguos, sobre todo griegos, pero también romanos, persas y de Oriente Próximo. Los expertos ignoran la composición exacta de este grupo de filósofos, pero de lo que están seguros es que las dos figuras que debaten en el centro de la obra son Platón y Aristóteles, puesto que suyos son los libros que llevan en la mano. También están casi seguros de que el filósofo del primer plano a la izquierda, el que escribe ecuaciones, es Pitágoras, y de que la figura sedente a la que vemos melancólicamente apartada del resto es Heráclito. El personaje de aspecto algo dudoso que se despatarra en el mármol de los escalones podría muy bien ser Diógenes el Cínico. Sócrates se encuentra en el grupo del fondo, interrogando a un bello mozo, y el filósofo que sonríe en el extremo izquierdo, el de la corona de hiedra, podría ser Epicuro. De lo que no cabe duda es que se trata de un grupo muy heterogéneo, compuesto por filósofos que postularon ideas personales y atrevidas, muy alejadas en su mayoría del dogma del catolicismo. Epicuro era materialista, Platón y Pitágoras creían en la reencarnación, y Heráclito lo hacía en una inteligencia cósmica hecha de fuego. Aquí, sin embargo, aparecen todos juntos, saliendo de los muros del palacio del Vaticano.
La escuela de Atenas es una de mis pinturas favoritas. Me encanta su equilibrio entre orden y anarquía, y entre la personalidad individual de los filósofos y la unidad subyacente en sus ideas. Me encanta cómo en el centro de la obra, con largas y vistosas túnicas, Platón y Aristóteles aparecen enzarzados en una discusión en la que el uno señala en dirección al cielo, y el otro hacia la calle. Me encanta también el marco urbano, en el que no nos queda claro si es un templo, un mercado o un pórtico de una ciudad ideal en la que todo el mundo tiene derecho a participar en la conversación, y donde lo cotidiano enlaza con lo divino. Al mirar la pintura, me hago una pregunta: ¿cómo sería sumarse a esa conversación? ¿Cómo sería estudiar en la escuela de Atenas, escuchar a profesores de semejante talla y «atreverse a hablar con ellos»? ¿Qué tienen que decir sobre nuestra época?
Este libro es mi escuela soñada, mi plan de estudios ideal, mi intento de plasmar lo que sería recibir un abono diario para la escuela de Atenas. He reunido a doce de los mejores profesores de la Antigüedad para que nos enseñen cosas que a menudo quedan al margen de la educación moderna: a gobernar las emociones, a participar en nuestra sociedad y, en general, a vivir. Estos maestros nos instruyen en el arte de la autoayuda (puesto que, según Cicerón, la filosofía nos enseña a «curarnos a nosotros mismos»), pero no una autoayuda cualquiera, sino la mejor de todas, la que no se centra específicamente en lo individual sino que ensancha nuestro pensamiento y tiende puentes entre nuestro yo y la sociedad, la ciencia, la cultura y el cosmos. No hay contenidos normativos; existen disensiones en el cuerpo docente (por no decir, en algún caso, abierta hostilidad), y el libro no propone una sola filosofía, sino varias. Aun así, como en el fresco de Rafael, en la diversidad subyace una unidad: el optimismo de todos los docentes respecto a la razón humana y a la capacidad de la filosofía para mejorar nuestra vida.
Por la mañana, al pasar lista, Sócrates, el director del centro, nos explicará por qué puede ayudarnos la filosofía, y cómo aplicarla a nuestra época. A partir de ese momento, las clases se distribuirán en cuatro sesiones. En la de la mañana, los estoicos nos enseñarán a ser «guerreros de la virtud» (apelación debida a que muchos de los estoicos actuales a quienes conoceremos son militares). En la sesión de mediodía, Epicuro nos instruirá en el arte de gozar del momento. En la primera sesión de tarde, la de los místicos y los escépticos, analizaremos el vínculo entre nuestras filosofías personales y nuestras ideas sobre el universo y la existencia (o no) de Dios. En la sesión final, por último, la de Política, nos plantearemos nuestra relación con la sociedad, y la influencia de la filosofía antigua en la política actual, antes de que Sócrates selle la ceremonia de graduación con un discurso sobre el arte de la despedida. Quien se quede con ganas de profundizar encontrará en mi página web, www.philosophyforlife.org, muchas actividades extracurriculares, así como entrevistas en vídeo y texto con algunos de los personajes presentados en el libro, y un «mapa filosófico mundial» con los grupos filosóficos más próximos a cada cual. (Si alguien monta uno propio, que me lo haga saber y lo incorporaré a mi mapa.) No olvido, por supuesto, las magníficas obras de los propios filósofos, disponibles en su mayoría de forma gratuita en internet.
Mi deseo es recrear el carácter abierto y bullicioso que vemos en el fresco de Rafael, la sensación de un vivo debate callejero en el que puede participar cualquiera. Son muchos hoy en día los que redescubren a los pensadores de la Antigüedad y emplean sus ideas para mejorar, enriquecer y dar más sentido a su vida. Nos estamos sumando de nuevo a esa conversación acalorada y vibrante que con tal belleza plasmó Rafael. «Nos atrevemos a» hablar con los antiguos; y ellos, humanos como son, responden.
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Pasando lista
Sócrates y el arte de la filosofía callejera
—Esto… hum… ¿y qué, cómo te… encuentras? ¿Estás… bien?
La tensión era insostenible.
Fue en 1996, mi primer año en la universidad. Mis estudios de licenciatura iban bien, y mis profesores parecían contentos con mis exámenes, pero mis emociones se habían desbaratado de la noche a la mañana, y empezaba a sufrir ataques de pánico, cambios de humor, depresión y ansiedad. Estaba hecho un lío, sin saber por qué.
—Muy bien, gracias.
—Me alegro.
Le habían pedido al director de mi departamento que me diera un toque. La causa era que mi incontinencia emocional me había hecho superar mi límite de crédito, y el banco se había puesto en contacto con la universidad, la cual, a su vez, había avisado al jefe de departamento, prestigioso experto en poesía anglosajona, pero poco versado en charlas íntimas.