LEONARDO DA VINCI
o la tragedia de la perfección
CARLOS BLANCO
LEONARDO DA VINCI
o la tragedia de la perfección
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© 2015, Carlos Blanco
© 2015, Ediciones De Buena Tinta
Diseño de cubierta: Safekat
Primera edición en De Buena Tinta: julio de 2015
ISBN E-Book: 978-84-94416-93-4
Composición: Iván Bermejo
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A Eudald Casals y Eva Paramio.
ÍNDICE
Los textos que comienzan con letra capital y acaban con un símbolo () corresponden a las palabras que el autor pone en boca de Leonardo da Vinci. Dentro de ellos, las frases entrecomilladas coinciden con las tradicionalmente atribuidas al genio italiano (muchas de ellas pueden encontrarse en sus célebres Cuadernos).
PREFACIO
Deseo comunicarte algo que siento en profundidad, un entusiasmo que seguramente también tú hayas palpado, y con no menor pujanza: fascinación por la figura de Leonardo da Vinci (1452-1519), afán de responder a una pregunta que no cesa de subyugarme: ¿cómo puede coronar el hombre una belleza tan sublime?
Leonardo poseyó una de las mentes más luminosas de la historia. Avasallado por un vigoroso anhelo de sabiduría, su sed insaciable de conocimiento y su reveladora hambre de hermosura lo impulsaron a pintar algunos de los cuadros más sobresalientes del arte occidental, a diseñar máquinas visionarias que se adelantaron varios siglos al estado de la técnica, a explorar los intrincados misterios de la anatomía, a investigar la naturaleza de la luz y las propiedades del agua, así como a propugnar una hipótesis que se anticipaba, notablemente, a la moderna teoría sobre la tectónica de las placas terrestres.
Como seres humanos, creo que hemos de enorgullecernos de pertenecer al mismo género que Leonardo. Formar parte de un linaje que alberga entre sus miembros a un genio descomunal, a un titán del espíritu que manifestó un esmero casi divino por entender y mejorar el mundo que lo envolvía, constituye un motivo de esperanza en nuestras posibilidades para encarar los desafíos que la historia nos depara. Admirar a Leonardo exalta a la humanidad, y en sondear el porqué de las cosas cristaliza el mejor acto de pleitesía que nos es permitido rendirle.
Leonardo consagró su vida a legar a sus semejantes un tesoro colmado de creatividad, excelencia y hermosura. Soy incapaz de identificar una aspiración más límpida e imperecedera para enardecer la llama de la existencia. El esfuerzo insólito de Leonardo por comprender y descubrir ennoblece la aventura que protagoniza nuestra estirpe por los esquivos senderos de la historia.
Soy consciente de que resulta imposible penetrar en el pensamiento de Leonardo. Difícilmente lograría alguien emular su curiosidad intelectual y desentrañar su desorbitada búsqueda de perfección. Sólo he pretendido imaginarme cómo sería el Leonardo más íntimo, el Leonardo de carne y hueso que se apasionó por el arte y la naturaleza; el Leonardo que combatió tenazmente contra las limitaciones impuestas por el tiempo, el espacio, la flaqueza humana y el impredecible destino de alzarse como un pionero, abocado a acometer los retos más arduos. Frente a toda adversidad, Leonardo encontró fuerzas allí donde ningún otro hombre habría podido, y con un ímpetu irrestricto de superación, que inspiró su alma a trabajar incansablemente para obtener lo perdurable, forjó obras que nunca desistirán de cautivarnos.
Leonardo fue humano, demasiado humano en realidad, porque de manantiales auténticamente humanos se nutre ese empeño infinito por conocer cuyas dulces redes todavía hoy nos atrapan con su docta delicadeza. Leonardo personificó el ansia inagotable que nos consume: la devoradora ambición de despejar esa pléyade de incógnitas que las huestes de nuestro asombro no dejan de vislumbrar en el horizonte. En la vastedad del espíritu de Leonardo vemos reflejado lo humano en su estado más puro, floreciente y genuino, y en el espejo de sus cuadernos nos contemplamos a nosotros mismos, ávidos de degustar cálices que rebosen de sinceridad, hondura y belleza.
LA NOCHE EN FLORENCIA
En las noches más oscuras se enciende una luz edénica en una casa de Florencia, y ¡con qué pasión se agita esa llama! Sentado junto al fervor de una ventana sobria, desde la que se divisa la silueta majestuosa de la basílica de Santa María del Fiore, enaltecida con una cúpula anaranjada que consagra vigor, simetría y belleza, diseño de Philippo Brunelleschi y prodigio arquitectónico del pasado y del futuro, con afinado esmero escribe en su diario Leonardo da Vinci, célebre entre los célebres, ángel entre los hombres. Su ilustre memoria la conservarán las generaciones venideras, como símbolo jubiloso de todo aquello a lo que puede y debe aspirar la mente humana si quiere vivir en los prados de una paz límpida consigo misma.
Hasta altas horas de la madrugada fulgura la intensa y arrobadora luz que ilumina el escritorio de Leonardo, mientras olvidadas alegrías acuden a su corazón. Resplandece con un brillo mayor, si cabe, que todos los restantes focos de Florencia, pues sólo el más radiante de los destellos sería idóneo para alumbrar a este portento del espíritu, cuyos ojos prometeicos ven lo que otros no ven, y cuyos heroicos oídos escuchan incluso el tenue susurro musitado por las melodías que cantan flores inmarcesibles hospedadas en gozosos vergeles ajardinados. En su imaginación habita la fuente precursora de los sueños, porque Leonardo no es humano, o quizás lo sea en demasía, y por eso lo bendicen los más prístinos dones que exhala la naturaleza; y si de día los rayos del Sol le permiten contemplar el indescriptible secreto de la vida, e identificar las proporciones que la armonía y la mesura de los cuerpos, en las soledades de la noche, el rubor incandescente de unas velas benéficas no se consume hasta que este hombre ha logrado imprimir la fuerza alegórica de su intelecto en la patente fragilidad de unos cuadernos cuyas hojas, sin embargo, resistirán el paso de los siglos, y causarán una sorpresa nunca menguante entre quienes a ellas se aproximen, y descubran lo que llega a sondear el alma cuando la blancura nívea e inmaculada que preside la Luna cubre el ardor del cielo.
No rugen bullicios y convulsiones a esas tardías horas en Florencia, y bien vale suponer que toda la energía de esta ciudad se concentra en ese escritorio, junto a esa ventana, en esa casa bajo cuyo auspicio Leonardo reside.
Leonardo conversa consigo y con el firmamento, mira a lo profundo y a lo elevado, y en todo momento se halla guiado por ese entusiasmo inefable, envolvente y flamígero que en él crea un ansia infinita y sobrecogedora de entendimiento. Todo en Leonardo son preguntas, interrogantes brumosos y siempre crecientes, esclavizado por el yugo de una curiosidad desenfrenada, pero inevitable. En él se verifica la antigua intuición epistemológica de que todo se conecta inextricablemente con todo, y todo conduce a todo, en esa pía afinidad, en esa correspondencia de tintes ecuménicos cuya concatenación permea, en su totalidad, los porosos tejidos que ribetean el regio bordado del cosmos. El saber se convierte así en sinónimo de la más fatua y rumorosa nesciencia, porque cuanto más conoce Leonardo, con mayor clarividencia repara en el vasto y proceloso cúmulo de todo lo que ignora, y esta sensación de impotencia ante la inmensidad del océano de las artes y de las ciencias, que lo incitaría, en una situación hipotética, a embelesarse por igual con todo, ya fuera el reverenciado aleteo de un colibrí, el plumaje soberbio de las aves del paraíso o el esquivo arte de la cetrería, lo aflige enormemente, y no hay palabra en lengua alguna, epíteto ni tierno ni severo, que exprese este votivo calvario, esta sacrosanta cruz que estoicamente acarrean sus hombros de gigante. Sí, es cierto que esta vida no está hecha para almas tan sensibles, quienes perciben no sólo cómo las cosas son, sino también cómo deberían ser, y no se resignan a un rotundo «no podemos» por respuesta cuando pretenden desentrañar los áulicos misterios que hilvanan la holgura del cielo y de la Tierra, y distinguen, en los detalles más efímeros de una realidad deslizante y pasajera, la huella característica de lo que permanece, atormentados por haber descorrido el velo que oculta, para el común de los mortales, una verdad demasiado dura, entenebrecida y cegadora.
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