Paul Valéry - Introducción al método de Leonardo da Vinci
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[Da Vinci] busca la caída ligera de un pie que se posa, el esqueleto silencioso en la carne, las coincidencias al caminar, todo el juego superficial del calor, y la frescura rozando la desnudez… fundidos sobre un mecanismo. Y la cara, esa cosa luminosa e iluminada, la más particular de las cosas visibles, la más magnética, la más difícil de mirar sin querer leerla, lo posee. En la memoria de cada uno, existen vagamente centenares de rostros y sus variaciones. En la de [Leonardo] estaban ordenados y las fisonomías se siguen unas a otras; de una ironía a la otra, de una sabiduría a otra menor, de una bondad a una divinidad, por simetría. [Da Vinci] hace decirlo todo, la máscara en la que se confunde una compleja arquitectura con distintos motores, debajo de una piel uniforme.
Paul Valéry
ePub r1.0
Titivillus 06.12.16
Título original: Introduction a la Méthode de Léonard da Vinci
Paul Valéry, 1895
Traducción: Moira Bailey J.
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Lo que queda de un hombre es aquello que su nombre nos lleva a pensar y las obras que hacen de ese nombre un signo de admiración, de odio o de indiferencia. Pensamos lo que él pensó y podemos encontrar en sus obras ese pensamiento que rehacemos a imagen del nuestro. Nos representamos, fácilmente, la imagen de un hombre corriente: de los recuerdos simples van resucitando los móviles y reacciones elementales. Entre los diferentes actos que constituyen el exterior de su existencia, encontramos la misma continuidad que entre los nuestros, somos la unión, el vínculo, al igual que él lo es, y el círculo de actividad que su ser sugiere no desborda a aquel que nos pertenece. Si hacemos que este individuo destaque en algo, nos será más difícil figurarnos los trabajos y los caminos de su espíritu. Y para no limitarnos a admirarlo de modo confuso, nos veremos obligados a hacer crecer nuestra imaginación sobre la cualidad que él domina, y de la cual nosotros, sin duda alguna, no poseemos más que el germen. Pero si todas las facultades del espíritu escogido son profundamente desarrolladas a la vez, o si los restos de su acción parecen considerables en todos los géneros, la figura se convierte en algo cada vez más difícil de aprehender en su unidad, y tiende a escapar a nuestro esfuerzo. De un extremo de este entendido mental al otro, las distancias son tan grandes que nunca las hemos recorrido. A nuestro conocimiento le falta la mitad de este conjunto, del mismo modo que se le quitan esas pequeñas partículas uniformes de espacio que separan los objetos conocidos y andan arrastrándose al ritmo de los intervalos, como se pierden a cada instante las miríadas en los hechos, fuera del pequeño número de aquellos que el lenguaje despierta. Es necesario, sin embargo, entretenerse con ellos, acostumbrarse a ellos, sobreponerse a la pena que implica para nuestra imaginación esta unión de elementos heterogéneos. Aquí toda inteligencia se confunde con la invención de un orden único, de un solo motor y desea animar de forma semejante el sistema que ella misma se impone. Se ocupa de formar una imagen decisiva, con una violencia que depende de su amplitud y de su lucidez y acaba reconquistando su propia unidad. Como si estuviera operando un mecanismo, se declara una hipótesis, y se muestra al individuo que ha hecho todo, la visión central donde todo debió ocurrir, el cerebro monstruoso donde el extraño animal que ha tejido miles de lazos puros entre tantas formas, y de cuyas construcciones enigmáticas y diversas surgieron sus trabajos, construye su guarida por instinto. La elaboración de esa hipótesis es un fenómeno que conlleva sus variaciones, pero no casualidades. Vale lo que valga el análisis lógico del que sea objeto. Es, en verdad, el fondo del método del que nos vamos a ocupar y que nos deberá ser útil.
Me propongo imaginar un hombre del que hubieran surgido acciones tan distintas que si yo les supongo un pensamiento, no podría haber ninguno más amplio. Y quiero que tenga un sentido infinitamente vívido de la diferencia de las cosas, y cuyas aventuras bien podrían ser tomadas como un análisis. Veo que todo lo orienta: es el universo y el rigor con los que él que siempre sueña. Está hecho para no olvidar nada de aquello que entra en la confusión de lo que es: ningún arbusto. Desciende hacia la profundidad de aquello que pertenece a todo el mundo, se aleja de ello y se contempla. Alcanza las costumbres y las estructuras naturales, las elabora desde todos los ángulos, y comprueba que es el único que construye, enumera, conmueve. Y deja en pie iglesias, fortalezas; diseña ornamentos plenos de suavidad y grandeza, mil ingenios y las rigurosas figuraciones de tantas búsquedas. Abandona los desechos de quien sabe qué juegos grandes. En esos pasatiempos que se van entremezclando con su ciencia, la cual no se distingue de una pasión, posee el encanto de parecer estar siempre pensando en otra cosa… Lo seguiré mientras se mueve en la unidad bruta y en la densidad del mundo, donde la naturaleza le será tan familiar que la imitará para poder tocarla y tendrá la dificultad de concebir un objeto que no esté contenido en ella.
A esta criatura del pensamiento le taita un nombre, un nombre para contener la expansión de términos que normalmente están bastante alejados y que de todos modos se escaparían. Ningún nombre me parece más convincente que Leonardo da Vinci. Quien se imagine un árbol está obligado a imaginarse un cielo o un fondo para verlo erguirse frente a él. En esto hay una lógica casi sensible y casi desconocida. El personaje del que hablo se reduce a una deducción de este tipo. Casi nada de lo que podré decir del hombre que ilustra el nombre deberá ser escuchado: no estoy persiguiendo una coincidencia que juzgo sea imposible definir. Lo que trato es de dar una visión del detalle de una vida intelectual, una sugerencia de los métodos que cualquier hallazgo implica, una entre la multitud de todas las cosas imaginables, modelo que uno intuye grosero, pero de todas formas preferible a una serie de anécdotas dudosas, a los comentarios de catálogos de colección, a los datos. Una erudición semejante no haría más que falsear la intención, a todas luces hipotética, de este ensayo. No me es desconocida, pero tengo que tener cuidado para no hablar de ella, para no generar una confusión entre una conjetura relativa y los términos muy generosos, con los restos exteriores de una personalidad si bien ya desvanecida, que nos ofrece tanto la certeza de una existencia pensante, como la de no haber jamás conocido una mejor.
Más de un error que echa a perder los juicios de las obras humanas se debe a un singular olvido de su propia génesis. A menudo uno no se acuerda de que no han existido siempre. De ahí proviene una especie de coquetería recíproca que generalmente silencia, hasta que estén bien ocultos, los orígenes de una obra. Tememos su humildad, llegamos inclusive a dudar que estos orígenes sean naturales. Y aunque muy pocos autores tengan el valor de decir cómo han creado su obra, creo que no hay muchos más que se arriesguen a saber cómo lo han hecho. Semejante búsqueda comienza por el doloroso abandono de las nociones de gloria y de los epítetos elogiosos: no soporta la menor idea de superioridad, ni manía alguna de grandeza: lleva a descubrir la relatividad bajo la aparente perfección. Es necesaria para no creer que los espíritus son tan profundamente diferentes como sus productos los hacen parecer. Algunos trabajos de las ciencias, por ejemplo, y especialmente los de las matemáticas, presentan tal limpieza en su armazón que se podría decir que no son obras de nadie. Tienen algo de
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