P RÓLOGO
Escribir un libro, decía Churchill (experto en esta materia, pues escribió muchos), comienza siendo como un juego o un entretenimiento, después se transforma en una amante seductora, luego se convierte en un amo, más tarde alcanza la categoría de tirano, y por último, cuando uno acepta ya la servidumbre impuesta, el autor termina por matar al monstruo. Pues eso. Esas han sido mis sucesivas sensaciones al abordar este texto, que ha pasado de amante a tirano, y al que espero asesinar con estas páginas y con tu ayuda, inestimable y apreciado lector.
Páginas que recogen mi experiencia de casi cuatro lustros en el Instituto Elcano, primero como fundador y director, entre los años 2000 y 2005, y más tarde como presidente, de 2012 a 2021. Años durante los cuales cambié mi sombrero de académico universitario «de torre de marfil» por el de thintankero comprometido, y fui pasando sin solución de continuidad de la sociología de la globalización a las relaciones internacionales, y desde ellas a la historia de los pueblos e incluso a su geografía, que aquí aparece de vez en cuando. Pues por la historia se pasa, pero en la geografía se está, se quiera o no, de modo que podemos repetir aquello que aprendí de joven (hace, pues, mucho), pero que sigue siendo cierto: estructura es lo que dura, lo demás es coyuntura. Y nada más duro que la geografía. El territorio es la base de la población y marca sus posibilidades vitales. Y la población es la estructura profunda y la base del Estado, que es el sujeto vital en la historia de la humanidad desde hace siglos. Naciones, imperios, dinastías, Estados, alianzas, han sido siempre y siguen siendo los actores privilegiados y casi monopolistas de la historia humana. Por supuesto dotados de recursos, sobre todo de armas que, a la postre, son siempre tecnologías. Tampoco es nada nuevo, muy al contrario, y si ahora hablamos de inteligencia artificial o de ojivas nucleares, antes eran la pólvora, el estribo, o el hierro y el bronce, pero siempre la superioridad técnica. Sin marginar técnicas culturales, software, de las que Sun Tzu sabía casi tanto como Maquiavelo o como sabemos ahora.
Por eso, aunque los hombres cambiamos algo (pero no mucho), la historia de los pueblos tiene una enorme dependencia de senda, son como inmensos portaaviones carentes de agilidad, y el mejor predictor del futuro sigue siendo el pasado.
Aunque no siempre, pues en ocasiones la historia entra en un punto de inflexión, como ocurre actualmente. Los humanos proyectamos el pasado sobre el futuro, y a eso lo llamamos experiencia. Es una buena estrategia para reducir la incertidumbre; si todos los cisnes han sido blancos, es poco probable que el siguiente sea negro. Pero, como sabemos, hay cisnes negros y hay puntos de inflexión en la historia. Y cuando ello acaece, proyectar el pasado al futuro solo conduce al error. Hubo un punto de inflexión inesperado con la caída de la Unión Soviética en 1991. Actualmente nos encontramos en otro punto de inflexión, de mayor magnitud aún.
No es una mención puramente erudita la de Sun Tzu. Como estas páginas tratan de mostrar, China ha sido, y vuelve a ser ahora, una de las dos grandes civilizaciones humanas que emergieron hace más de tres mil años en los dos extremos de Eurasia, aunque hoy una de ellas haya saltado a América.
Occidente de una parte, y Oriente de otra. Dos civilizaciones sin casi contacto durante miles de años. Pero la historia de los últimos siglos ha presenciado cómo el mundo fue golpeado (y golpeado con fuerza, añade Toynbee) por Occidente. Marx y Engels decían lo mismo décadas atrás: Oriente se somete a Occidente. Pero eso es ya historia, y el ascenso de China y de todo Oriente en este comienzo del siglo XXI es espectacular, intenso y muy rápido. Y no son cientos de millones, sino miles de millones las personas que desean incorporarse a la prosperidad alcanzada por Occidente en el siglo XX . Cambia la historia, cambia la geografía, cambian los mapas. Es un punto de inflexión, civilizacional más que histórico, que nos obliga a pensar el mundo como una totalidad y desde lo que Max Weber llamaba una perspectiva «histórico-universal», una perspectiva total en el espacio y en tiempo. Nunca fue más cierto que —como nos enseñó la Escuela de Frankfurt— en la totalidad está la verdad.
Pero más allá de la tensión (o eventual conflicto) entre el águila de Occidente, ya algo envejecida y con mirada ausente, pero conservando fuertes garras, y lo que percibimos como exóticos y casi misteriosos «dragones» asiáticos, lo que aflora con fuerza es una sola civilización mundial, por vez primera en la historia de la especie homo sapiens sapiens desde su origen en África hace unos doscientos mil años, cuando comenzó la gran diáspora por el territorio del globo, dando lugar a miles de sociedades/culturas/etnias (podemos llamarlo de muchos modos, pero no podemos negar la realidad de su diversidad y dispersión), diversidad que se percibe aún en la multiplicidad de lenguas que sobreviven, pero cuya acelerada desaparición muestra a las claras esa convergencia global. Pues sí, asistimos a una homogeneización de instituciones, prácticas, instrumentos, costumbres, creencias, incluso sentimientos, de modo que hasta los modos de vestir y los interiores de las casas acaban siendo idénticos en todas partes, lo que se ha llamado la «cocacolizacion» o «macdonaldización» del mundo. Cuando yo era joven, aún podías visitar países exóticos; hoy todos están llenos de turistas que buscan la tradición cuando ya ha desaparecido y, si se conserva, lo hace empaquetada y comercializada (como patrimonio de la UNESCO), como mercancía en el mercado global del exotismo. En las actuales sociedades de la innovación, del conocimiento y de la ciencia, sociedades que han transformado la innovación en una actividad rutinaria más, la tradición ha sido cosificada, también ella absorbida por la lógica de la mercancía. La homogeneidad del producto comercial es el precio que la humanidad está pagando por salir de la trampa de la pobreza que la ha atenazado durante milenios. Un precio que Occidente ya tuvo que pagar. Antes lo llamábamos «sociedades de masas».