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Alexandre Dumas - Maria Estuardo

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Alexandre Dumas Maria Estuardo
  • Libro:
    Maria Estuardo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1840
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Maria Estuardo: resumen, descripción y anotación

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ALEXANDRE DUMAS 1802-1870 fue uno de los autores más populares en la Francia - photo 1

ALEXANDRE DUMAS (1802-1870) fue uno de los autores más populares en la Francia del siglo XIX. Siguiendo los pasos de su padre, un general aristócrata, a los catorce años ingresó en la academia militar para después enrolarse en el ejército. Polígrafo, viajero y vividor incombustible, cultivó diversos géneros, de la literatura fantástica y de terror a la novela histórica y de aventuras, pasando por los libros de viajes. Sus novelas más emblemáticas, El conde de Montecristo (1844) y Los tres mosqueteros (1846), aparecieron originalmente como folletines, y desde entonces no han dejado de entretener a generaciones sucesivas de lectores. Entre 1839 y 1841, Dumas publicó, en colaboración con otros autores, la serie de dieciocho volúmenes «Crímenes célebres», de la que forma parte María Estuardo.

MARÍA ESTUARDO

Hay, entre los reyes, nombres predestinados al infortunio: en Francia, ese nombre es Enrique. Enrique I fue envenenado, a Enrique II lo mataron en un torneo, a Enrique III y Enrique IV los asesinaron. En cuanto a Enrique V, cuyo pasado ha sido ya tan funesto, sólo Dios sabe lo que le reserva el futuro.

En Escocia, ese nombre es Estuardo.

Roberto I, fundador de la Casa, murió de melancolía a los veintiocho años. Roberto II, el más afortunado de la familia, se vio obligado a pasar una parte de su vida no sólo aislado en su retiro, sino incluso sumido en la oscuridad como consecuencia de una inflamación ocular, a causa de la cual los ojos se le enrojecían más que la sangre. Roberto III sucumbió al dolor que le produjo la muerte de uno de sus hijos y el cautiverio del otro. Jacobo I fue apuñalado por Graham en la abadía de los Monjes Negros de Perth. A Jacobo II lo mató la esquirla de un cañón que saltó en pedazos durante el sitio de Roxburgo. Jacobo III fue asesinado por un desconocido en un molino donde se había refugiado durante la batalla de Sauchie. Jacobo IV cayó en medio de sus nobles, atravesado por dos flechas y una alabarda, en el campo de batalla de Flodden. Jacobo V murió de pena tras la pérdida de sus dos hijos y de remordimiento por haber mandado ejecutar a Hamilton. Jacobo VI, predestinado a aunar sobre su cabeza las coronas de Escocia e Inglaterra, hijo de un padre asesinado, llevó una vida triste y acobardada entre el cadalso de su madre, María Estuardo, y el de su hijo, Carlos I. Carlos II pasó una parte de su vida en el exilio. Jacobo II murió en él. El caballero de San Jorge, después de haber sido proclamado rey de Escocia con el nombre de Jacobo VIII, y de Inglaterra e Irlanda con el de Jacobo III, tuvo que huir sin ni siquiera haber podido dar a sus armas el brillo de una derrota. Carlos Eduardo, su hijo, tras la escaramuza de Derby y la batalla de Culloden, perseguido de montaña en montaña, de roca en roca, nadando de una orilla a otra, fue rescatado medio desnudo por una nave francesa y acabó muriendo en Florencia sin que las cortes de Europa se hubieran dignado reconocerlo como soberano. Por último, su hermano Enrique Benedicto, el último heredero de los Estuardo, después de haber vivido de una pensión de tres mil libras esterlinas que le había concedido el rey Jorge III, expiró en el olvido más absoluto, y legando a la casa de Hannover todas las joyas de la corona, que Jacobo II se había llevado al marcharse al continente en 1688: tardío pero pleno reconocimiento de la legitimidad de la familia que había sucedido a la suya.

En medio de este linaje maldito, María Estuardo fue la predilecta del infortunio. Por eso Brantôme dijo de ella: «Esta ilustre reina de Escocia ofrece dos amplísimos temas a los que deseen escribir sobre ella: por un lado, el de su vida, y por el otro, el de su muerte». Y es que Brantôme la había conocido en una de las circunstancias más dolorosas de su existencia, es decir, en el momento en que dejó Francia para trasladarse a Escocia.

El 9 de agosto de 1561, después de haber perdido a su madre y a su esposo el mismo año, María Estuardo, reina viuda de Francia y reina de Escocia con diecinueve años, escoltada por sus tíos los cardenales de Guisa y de Lorena, por el duque y la duquesa de Guisa, por el duque de Aumale y el señor de Nemours, llegó a Calais, donde la aguardaban para conducirla a Escocia dos galeras, una bajo el mando del señor de Mévillon y la otra bajo el del capitán Albize. Pasó seis días en esta ciudad. Finalmente, tras haberse despedido con inmensa tristeza de su familia, el 15 del mismo mes, acompañada de los señores de Aumale, de Elboeuf y de Damville, así como de otros muchos nobles entre los que se hallaban Brantôme y Chatelard, embarcó en la galera del señor de Mévillon, quien recibió de inmediato la orden de hacerse a la mar, cosa que llevó a cabo con ayuda de los remos, ya que el viento no soplaba con suficiente fuerza para hinchar las velas.

María Estuardo estaba entonces en la flor de su belleza, más esplendorosa aún bajo sus ropajes de luto; una belleza indescriptible que desprendía a su alrededor una fascinación a la que no escapó ni uno solo de aquellos a los que quiso gustar y que resultó fatal para casi todos. Por eso, en aquellos años se difundió una canción sobre ella que, según reconocían sus propios rivales, era el fiel reflejo de la verdad. La autoría de la canción había que atribuirla, al parecer, al señor de Maison-Fleur, gentil caballero de las letras y las armas. Decía así:

Bajo blancas vestiduras,

con hondo duelo y tristeza

con frecuencia se ve vagar

a la diosa de la belleza.

El dardo lleva en la mano

de su hijo inhumano,

y el amor no vendado,

en un confuso revuelo,

su cinta ha ocultado

bajo un fúnebre velo

donde aparece escrito:

«Morir o estar enamorado».

Y en aquel momento María Estuardo, vestida de riguroso luto blanco, estaba más hermosa que nunca, pues gruesas lágrimas brotaban silenciosas de sus ojos mientras, agitando un pañuelo con la mano, de pie en el alcázar —ella a quien tan gran dolor le causaba partir—, saludaba a aquellos a quienes tan gran dolor les causaba quedarse. Por fin, media hora más tarde, la galera salió del puerto y al poco se adentró en alta mar.

De pronto, María oyó fuertes gritos a su espalda. Un navío que navegaba a toda vela, por inexperiencia del piloto, había chocado contra un escollo y se había partido en dos, y, después de temblar y gemir como un hombre herido, comenzó a irse a pique entre los alaridos de toda la tripulación. María, espantada, pálida, muda e inmóvil, miró cómo se hundía gradualmente en el mar mientras los desdichados marineros, a medida que el casco desaparecía, trepaban a las vergas y los obenques a fin de retrasar unos minutos su agonía. Finalmente, casco, vergas, mástiles, todo fue engullido por las fauces abiertas del océano. Se vieron aún sobre la superficie algunos puntos negros que a su vez fueron desapareciendo uno tras otro; después todo fue agua, y los espectadores de este horrible drama, al ver el mar desierto y en calma como si nada hubiera pasado, se preguntaron si no habría sido una visión que había aparecido ante sus ojos para desvanecerse de inmediato.

—¡Ay! —exclamó María mientras se sentaba dejándose caer y apoyando ambos brazos en la popa de la nave—. ¡Qué triste presagio para tan triste viaje! —Miró de nuevo hacia el puerto, que ya quedaba lejos, y sus ojos, endurecidos un instante por el terror, volvieron a humedecerse—. Adiós, Francia —murmuró—. Adiós, Francia. —Y así continuó durante cinco horas, llorando y murmurando—: ¡Adiós, Francia! ¡Adiós, Francia!

Cuando cayó la noche aún seguía lamentándose. Y mientras todo desaparecía bajo la oscuridad, la llamaron para cenar:

—Ahora, mi querida Francia —dijo, levantándose—, es cuando os pierdo de verdad, pues la celosa noche cubre de luto mi luto extendiendo un velo negro ante mis ojos. Adiós por última vez, mi querida Francia, porque no os veré nunca más.

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