La trampa de Malvinas
A cuarenta años de la “recuperación” militar de las islas Malvinas, la editorial me pidió un libro que recordara aquel episodio. Ya me había ocupado extensamente del tema. La cuestión de las Malvinas e islas del Atlántico Sur fue parte en 2007 de mi libro Fuimos todos y en 2011 de otro libro: 1982 . Y al año siguiente participé en los veinte tomos que La Nación y editorial Sudamericana realizaron al cumplirse tres décadas de aquellos acontecimientos.
A pesar de esos antecedentes, observé que aún tenía en mis archivos varios documentos que todavía no habían salido a la luz. Y, además, habría de conseguir otros que alimentarían la narración en esta obra, porque en este trabajo coexisten testimonios, no menos de diez archivos privados o retazos de archivos privados y documentos argentinos y extranjeros inéditos. Con esa documentación y mis apuntes de época —de variadas fuentes— acometí el desafío: contar la trampa , el engaño, la celada, que el almirante Jorge Isaac Anaya y el teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri, principalmente, le tendieron a la sociedad argentina (como se verá, el brigadier general Basilio Lami Dozo se encontró con la decisión tomada el 5 de enero de 1982). Hoy muchos son conscientes de lo que afirmo, pero muy pocos pueden probarlo con información “dura”. Para confirmarlo me he limitado a exponer en este texto sus propias declaraciones y documentos.
Por otra parte, a tantos años de distancia, decidí exponer muchos documentos y relatos que me fueron confiados en su oportunidad. Ya es hora de que se conozca cómo actuaron algunos importantes partícipes de esos momentos. Para ilustración del lector, debo decir que fui el único que tuvo contacto con los comandantes en jefe de la guerra. Lami Dozo me dejó grabado, antes de fallecer, su testimonio sobre varios momentos de aquellos días agitados, y con Galtieri mantuve cuatro diálogos; tres de ellos se publicaron en Clarín el 2 de abril de 1983 y luego aparecieron en los anexos de 1982 ; el restante todavía permanece inédito.
Visto esto, propuse algo distinto: no entrar en los términos de la guerra y sí contarle al lector la verdadera historia de por qué y cómo se tomó la decisión de “invadir” Puerto Stanley (nombre que utilizó el almirante Jorge Isaac Anaya en su primera orden escrita el 22 de diciembre de 1981).
El relato no es un acto de imaginación. Tampoco es una novela. Es parte de un momento de la historia en que el gobierno de facto buscó una salida a la catastrófica gestión que había llevado adelante tras el derrocamiento de la presidenta constitucional María Estela Martínez Cartas de Perón, el 24 de marzo de 1976. Ya lo relaté en Fuimos todos : el gobierno del teniente general Jorge Rafael Videla fue más que modesto y el de su sucesor, Roberto Eduardo Viola, apuntaba a ser peor. Por eso se lo interrumpió con un “golpe blando”. A diferencia de algunos, mi relato no está sustentado en pareceres: exhibo facts , hechos, muchos desagradables, pero que es necesario conocer.
¿Por qué digo que fue una trampa, un engaño? Simplemente, porque tomaron la limpia y sagrada causa de las Malvinas, nuestra eterna ambición, para tapar y esconder la enorme cantidad de desatinos sobre los que no deseaban responder. No buscaban una salida caótica como en mayo de 1973, cuando el terrorismo se infiltró en varios estamentos del Estado. Para poner orden es que llegó Juan Domingo Perón (los justicialistas lo saben mejor que yo).
“El Proceso se ha deteriorado mucho y tenemos que buscar un elemento que aglutine a la sociedad. Ese elemento es Malvinas”, le dijo Anaya a uno de sus embajadores. Frente al desorden reinante en noviembre-diciembre de 1981, el vicealmirante Carlos Lacoste, que oficiaba de presidente interino, le dijo al reconocido periodista Claudio Escribano, mientras jugaba con la cadena de oro de su reloj: “Esto se arregla muy fácil, invadiendo las Malvinas”. Entonces todo era cuestión de encontrar una “válvula de escape”, como la caracterizó el vicealmirante Juan José Lombardo.
Y así, entre sones patrióticos, la sociedad salió de su temeroso letargo y se lanzó a las calles tras un supuesto triunfo frente a una potencia mundial. Salvo lúcidos ciudadanos que marcaron sus diferencias casi en silencio o en lugares cerrados, todos se plegaron al desfile triunfal. Además de brindar su solidaridad, muchos dirigentes salieron por el mundo a proclamar su apoyo a la causa castrense. Parecía que la mayoría había perdido el sentido de la realidad.
Todo salió mal, al revés de lo que imaginaron los planificadores de la Operación Azul-Rosario —como fue sucesivamente bautizado el operativo de “recuperación” de las islas—, simplemente, por su brutal desconocimiento de las relaciones internacionales y, en especial, del mundo que habitaban. Hicieron lo que hicieron para quedarse unos años más con el poder, pero la derrota militar abrió una caja de Pandora que los obligó a salir a las corridas.
Lo verdaderamente trágico es que murieron más de seis centenares de argentinos —¡Honor y Gloria a los que dieron su vida!—; se dilapidaron millones de dólares en armamentos y bienes del Estado, y, lo peor, las Malvinas hoy están más lejanas de nuestro acervo que en 1982.
Deseo agradecer a todos aquellos que brindaron con testimonios o documentos su apoyo al desarrollo de la obra y, especialmente, por la seriedad de sus trabajos, a la traductora profesional Sofía Maranesi y a la editora Mercedes Sacchi.
Capítulo 1
Galtieri y la diplomacia militar
E l 24 de diciembre de 1979 las tropas soviéticas invadieron Afganistán. La reacción occidental fue inmediata. Considerando que la anexión de Afganistán llevaba la influencia soviética más allá del territorio tradicional del Pacto de Varsovia, Estados Unidos y sus aliados organizaron inmediatamente una contraofensiva diplomática y comercial. La Organización de las Naciones Unidas y los Países No Alineados condenaron la invasión y la Casa Blanca, junto a otra serie de medidas destinadas a frenar el expansionismo del Kremlin, decidió ayudar de manera no oficial a la guerrilla islámica que se enfrentaba a las tropas soviéticas. La invasión de Afganistán y la consiguiente reacción occidental desencadenaron un nuevo período de tensión internacional en una época de “distensión” entre Washington y Moscú. En consecuencia, entre otras medidas, el presidente James Earl Carter declaró el embargo de cereales, al que se plegaron los países productores más importantes del mercado de granos. La Argentina decidió no participar del bloqueo, no por una cuestión de afinidad ideológica con Moscú, sino por razones económicas (déficit de su balanza comercial) y políticas (resentimiento contra la administración Carter por sus permanentes críticas a la situación de los derechos humanos y el embargo de armas).
El 28 de diciembre de 1979, el general Leopoldo Fortunato Galtieri fue designado comandante en jefe del Ejército (CJE) por Roberto Eduardo Viola, quien aspiraba ser presidente de la Nación. Hay que recordar que, en el esquema de la Junta Militar, el comandante en jefe del Ejército era, en los hechos, sucesor presidencial. Según el ex dirigente desarrollista Oscar Camilión, en esa designación pesó el consejo del presidente de facto Jorge Rafael Videla. Se consideraba a Galtieri un militar que respaldaba la política económica de José Alfredo Martínez de Hoz. Desde otro ángulo, el ministro del Interior, general de división Albano Harguindeguy, en una carta dirigida al general de división Santiago Omar Riveros, el 11 de julio de 1979, consideraba que “la Comandancia debe caer en la sufrida promoción 74 [del Colegio Militar de la Nación], y si yo tuviera en mis manos la decisión, tú bien sabes que creo debe ser Luciano [Menéndez] y no otro. Sin embargo, para ponerte en situación, creo que por ahora es más candidato Fortunato [Galtieri], pues hay con el comandante [Viola] una más fluida identificación. Ello puede ser ventajoso para septiembre de 1980”. Harguindeguy hace referencia a septiembre de 1980 porque para esa época debía definirse el sucesor de Videla. Viola era uno de los candidatos, sin embargo Harguindeguy me dijo que él era el otro candidato: “Me apoyaba la Marina y para elegir a Viola dentro del Ejército se tuvo que cambiar el estatuto que obligaba a la ‘unanimidad’ del candidato dentro de los altos mandos y se lo cambió por el de la ‘mayoría’”.