PRÓLOGO
Los recolectores del mundo
Los perfumes nos son familiares y misteriosos a la vez. Siempre apelan a una parte de nuestra memoria olfativa, fragmentos de recuerdos de infancia tan vívidos como lejanos. Nadie está exento. Todos llevamos impresa para siempre la huella de una estela de lilas, de un camino bordeado de retama, del olor de los seres queridos. Yo conservo intacto el recuerdo de un descubrimiento infantil en los bosques. En el mes de mayo, bajo los grandes castaños del bosque de Rambouillet, el sotobosque se cubría de tal cantidad de muguete que su perfume embalsamaba el aire. Yo estaba maravillado, turbado por aquel olor que me recordaba a mi madre, porque ella utilizaba Diorissimo, ese suntuoso perfume que rinde tributo a las campanillas blancas. Familiaridad íntima del juego de los olores con nuestros recuerdos y misterio del poder evocador de una composición al abrir el frasco. El perfume nos tranquiliza primero hablándonos de nosotros y después nos cautiva hablándonos de él mismo.
«He aquí para ti frutos, flores, hojas y ramas», este verso familiar de Verlaine abre melodiosamente el vasto catálogo de las fuentes naturales de perfume. Yo lo completo por mi parte: raíces, cortezas, maderas, líquenes, semillas, yemas, bayas, bálsamos, resinas; el mundo vegetal bajo todas sus formas es el depósito de las esencias y de los extractos que han creado la perfumería. Antes de la aparición de la química de las moléculas de olor en el siglo XIX, los productos naturales fueron la materia prima única de los perfumes durante tres milenios. Pese a haberse convertido en un lujo, los perfumistas siguen firmemente enamorados de estos aromas. Aportan riqueza y complejidad a sus creaciones, y algunos son ya un perfume de por sí.
Antes de evaporarse en nuestra piel, las fórmulas nos transmiten en unos instantes las historias mezcladas de sus múltiples componentes. Historias de laboratorios, en lo que se refiere a los ingredientes químicos; historias de flores, de especias o de resinas, en lo que se refiere a los productos naturales. Destiladas o extraídas, estas plantas se convierten en aceites esenciales, absolutos o resinoides, para pasar a formar parte de la composición de un perfume, en la que ocupan un importante lugar junto a las moléculas sintéticas. Resaltadas estas plantas siempre en la publicidad de la marca, su riqueza olfativa las hace indispensables en los auténticos perfumes.
Las esencias tienen su propia historia: son el resultado del encuentro de territorios, de paisajes, de suelos y de climas, el producto de gentes arraigadas o de paso. Han sido y siguen siendo necesarios para la perfumería los leñadores de maderas aromáticas (cedro, oud o sándalo); los recolectores de plantas silvestres (de bayas de enebro, ramos de jara pringosa o de haba tonka); los resineros de savias y de resinas (incienso, benjuí o bálsamo del Perú); los cultivadores de flores, hojas y raíces (rosa y jazmín, vetiver y pachulí); los prensadores de agrios (bergamota y limones); los transportistas y comerciantes, herederos de las caravanas de Arabia y de los marinos que conectaban la India con el Mediterráneo; y, por último, los destiladores, los maestros del agua de rosas, los alquimistas de las esencias a partir del siglo XVII y los extractores y químicos de los tiempos modernos. Una colectividad dispar, desperdigada, que recolecta en los desiertos y las selvas, que labra con la azada y con el tractor, que comercia en secreto y luego de forma transparente, que desconoce el destino de sus productos o recibe en sus campos la visita de los grandes perfumistas y de las marcas más prestigiosas.
Esta diversidad forma, sin saberlo, una grandiosa comunidad histórica, un tapiz cuyos hilos han guiado la lavanda, la rosa y el incienso hasta nosotros. Por medio de viajes enigmáticos, orígenes cambiantes, tradiciones salvaguardadas, desplazadas, perdidas y recuperadas, los creadores de perfumes tienen en común que alimentan el entusiasmo innegable de los hombres por los olores de la naturaleza. Cuando una campesina malgache poliniza una flor en una liana de vainilla, lleva a cabo una especie de magia. Su gesto deberá repetirse miles de veces para que se formen unas vainas, maduren, sean recogidas y extraídas, y finalmente se encarnen en el delicioso aroma de un frasquito de absoluto de vainilla.
Este libro es el relato de tres décadas de vagabundeos por las fuentes del perfume. Sin ser químico ni botánico, me sumergí en la perfumería después de unos estudios de gestión, siguiendo así mi atracción de siempre por los árboles y las plantas. Comencé esta andadura por gusto y por curiosidad, se convirtió en una pasión y, desde hace treinta años, me dedico a buscar, encontrar, comprar y a veces producir docenas de esencias para la industria del perfume. Tanto en los campos de rosas como en los de pachulí; tanto en los bosques de Venezuela como en los poblados de Laos, fui iniciado en los olores por las gentes de las tierras del perfume. Me enseñaron a escuchar la historia que cuentan las esencias y los extractos cuando se abren sus frascos, y me convertí en lo que hoy en francés se ha dado en llamar