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Carlos García Gual - El sabio camino hacia la felicidad: Diógenes de Enoanda y el gran mural epicúreo

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Carlos García Gual El sabio camino hacia la felicidad: Diógenes de Enoanda y el gran mural epicúreo
  • Libro:
    El sabio camino hacia la felicidad: Diógenes de Enoanda y el gran mural epicúreo
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    Grupo Planeta
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    2016
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El sabio camino hacia la felicidad: Diógenes de Enoanda y el gran mural epicúreo: resumen, descripción y anotación

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PRÓLOGO

Nos habría gustado saber más de este Diógenes que tuvo la pintoresca idea de hacer construir un muro enorme de piedra en la plaza de su ciudad natal, allá en Licia, para, a modo de gigantesca pancarta, inscribir en él un resumen de la doctrina epicúrea como una fervorosa exhortación dirigida a los casuales viandantes, invitándoles a leer su mensaje filosófico como un evangelio que prometía una vida de alegre felicidad. La receta, de notable extensión y muy razonada, consistía en ordenar la vida según los consejos de la doctrina de Epicuro: en breves palabras, en dedicarse a buscar el placer y evitar el dolor, tarea que, siguiendo las máximas del amable filósofo del Jardín, quedaba al alcance de todo lector de buen entendimiento. ¡Qué rotundo alarde de filantropía! ¡Qué empeño monumental ese de poner con tan espléndida inscripción la felicidad al alcance de todo el mundo, y, como el texto señala de modo muy claro, no sólo de sus conciudadanos, sino también de extraños y desconocidos!

La grande y elegante inscripción en piedra, en la plaza o ágora de la ciudad, fue realizada, más o menos a mediados del siglo II d. C., con gran cuidado y tuvo que ser costosa. Sus sillares de piedra estaban muy bien pulidos y ensamblados y las letras grabadas con todo cuidado, y seguramente se pintaron en rojo para mejorar su lectura. Por entonces el Imperio Romano, gobernado por la dinastía exitosa de los Antoninos, garantizaba una época de paz y prosperidad en aquellas comarcas de Asia Menor.

Pero el gran muro —con sus noventa metros de largo y unos tres de alto— sería destruido algunos decenios después de su construcción y el intento de su promotor, este Diógenes, viejo epicúreo de ánimo jovial, ciudadano de Enoanda, quedó así frustrado y pronto olvidado durante unos mil setecientos años. No sabemos quién o quiénes derruyeron el muro —tal vez algunos bárbaros o quizá algunos violentos y piadosos adeptos de algún credo religioso que considerarían impío el ilustrado mensaje epicúreo. En todo caso, el monumento fue arrasado y las pulidas piedras se utilizaron en otras construcciones de la zona sin ningún recelo ni reparo cultural, como meros bloques mudos—. Probablemente ya en el siglo III sólo quedaban ruinas sueltas de la gran inscripción, progresivamente desplazadas y enterradas, ruinas de la sorprendente y monumental inscripción que, significativamente, ningún autor antiguo menciona.

Quedó reducida a un montón de piedras dispersas y medio enterradas hasta finales del siglo XIX . Así que sólo fue redescubierta y estudiada a partir de 1889; es decir, muy poco después de que el famoso filólogo Hermann Usener hubiera publicado su Epicurea , la más amplia recopilación de todos los textos y fragmentos epicúreos. Estos nuevos fragmentos descubiertos en Enoanda venían así a abrir un nuevo capítulo en la no muy larga serie de textos conservados de esa vieja escuela filosófica. Como ya señalaba Diógenes Laercio, en el último libro de sus Vidas y opiniones de los filósofos ilustres , la pérdida de los textos epicúreos empezó ya en la Antigüedad, determinada en gran medida por la tenaz enemistad de las otras sectas filosóficas (como las de los platónicos y estoicos) y, sin duda, también por la censura rigurosa de los cristianos opuestos a la difusión de una doctrina filosófica materialista y tan crítica y destructiva de todos los mitos religiosos. No es pues casual que Michel Onfray, que tanto ha insistido en denunciar ese afán secular de borrar los escritos de los filósofos materialistas y hedonistas, venga a concluir su libro Sabidurías antiguas ( Sagesses antiques , 2006, primer tomo de su Contrahistoria de la Filosofía ) con el capítulo dedicado a Diógenes de Enoanda, como el último escritor epicúreo.

De este lejano, pero devoto y entusiasta discípulo del filósofo ateniense, sólo sabemos lo que nos cuenta de sí mismo: es decir, que era viejo y estaba enfermo, y que antes de despedirse con ánimo alegre de la vida, quiso dejar escritas sobre piedra y al alcance de todo el mundo las ideas fundamentales de Epicuro, como un gozoso legado filosófico, mensaje destinado a encaminar a los lectores hacia una dicha fácil de lograr, un camino que él mismo había experimentado a lo largo de los muchos años de su vida. El extenso mensaje quedaba muy bien fijado y enmarcado en el extenso muro sobre los sillares de piedra pulida, con una disposición gráfica muy bien pensada.

Recordemos que, frente a las muy notorias variaciones que marcan la tradición de la escuela estoica —con su etapa antigua y sus etapas media y moderna—, los epicúreos se mantuvieron siempre estrictamente fieles a las ideas y palabras heredadas de su venerado maestro. En efecto, nuestro buen Diógenes no se presenta como un pensador original, ni intenta aportar ideas propias o matices nuevos a la doctrina del hedonista ático. Es un fiel mensajero que tan sólo recuerda y repite, para un vasto público, las enseñanzas del fundador del Jardín. Pero tal vez eso, la extraordinaria fidelidad y la confianza sin fisuras es lo que nos parece que merece destacarse aquí. Pues no sabemos que los epicúreos hicieran proselitismo de su doctrina de manera tan abierta o que divulgaran ante amplios públicos su filosofía. No solían ser predicadores populares, sino que preferían comunicarlas a través de círculos de amigos. (Y las dos cartas de Diógenes conservadas en la misma inscripción son una buena muestra de esa comunicación personal.) Sabemos que el mismo Epicuro recelaba de los gustos de la masa, y prefería dirigirse a sus amigos y tratar de los temas filosóficos en reducida compañía. Tal vez por ese mismo recelo Diógenes parece dirigir su mensaje no a la muchedumbre sino a uno por uno de sus lectores, con un tono personal.

En todo caso, está claro que es el fervor de quien ha experimentado a lo largo de sus años la felicidad de esa doctrina lo que le impulsa a proclamar que ése es el remedio para una existencia feliz, libre de los dolores y angustias que enturbian la vida diaria de los insensatos. Pues, como ha resaltado Pierre Hadot, para los antiguos la filosofía no era sólo una teoría sobre el mundo, sino ante todo una praxis, una orientación existencial, reflejada en un modo de vivir acorde a sus firmes principios.

Diógenes muestra, a su manera, el mismo entusiasmo que impulsara a Lucrecio a presentar traducidos los textos de Epicuro en su magnífico poema latino, revistiendo con intenso fervor poético las prosas griegas, proclamando su evangelio con magnífica exaltación. De rerum natura precede en unos dos siglos a la inscripción de Enoanda, y nos ofrece el mismo mensaje en otra lengua y con otro tono muy distinto, con un nuevo esplendor. El talante de Lucrecio, admirador de otro gran poeta y filósofo helénico, el presocrático Empédocles, muy poco se asemejaba al de nuestro Diógenes, que como el mismo Epicuro, no parece muy dotado para la poesía. Pero ambos confluían en su admiración profunda y sin reservas de la doctrina de Epicuro. Ni uno ni otro fueron filósofos profesionales, pero ambos querían proclamar que siguiendo la doctrina epicúrea podía alcanzarse la felicidad. Y el uno en sus magníficos versos y el otro en su espectacular inscripción trataban de difundir la buena nueva: ¡al alcance de todos estaba adquirir la felicidad! A tan evangélica tarea les impulsaba un idéntico afán: la «filantropía»; es decir, el «amor al prójimo», y no sólo al próximo por ciudad o raza, sino a todo ser humano sensato, doliente y peregrino. ( Philánthropon es un adjetivo que aparece dos veces en este texto de Diógenes, y en ningún otro epicúreo.) De nuevo nos encontramos aquí con una vieja y acreditada proclama: la filosofía es el remedio de una auténtica salvación y el filósofo se presenta como médico del alma.

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