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Carlos García Gual - La luz de los lejanos faros

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Carlos García Gual La luz de los lejanos faros

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I
SOBRE EL HUMANISMO
Y LA CULTURA EN CRISIS
II
CONVERSANDO
CON LOS ANTIGUOS
Prólogo

Ciertamente le conviene a este libro, que reúne ensayos variados y de distintas épocas, una breve presentación —por mínima cortesía hacia sus lectores— que trate de aclarar no tanto su unidad, que es muy discutible, al menos a primera vista, sino la conexión interna de sus varios capítulos, es decir, la coherencia de los temas literarios y de pensamiento que aquí se tratan con enfoques y perspectivas bastante diversas. De una parte, en algunos apuntes intento dar una apasionada, pero a la vez razonada defensa del humanismo (es decir, lo que entendemos bajo ese rótulo tradicional), mientras que en otros, un tanto comparatistas, insisto en la invitación a la lectura de diversos textos y autores hacia los que he sentido una antigua y larga simpatía personal. Casi siempre lo hago subrayando los ecos y las resonancias de los motivos clásicos en autores modernos, es decir, quiero destacar cómo perviven en ellos vivaces reflejos de autores griegos y latinos, esos viejos «clásicos» que, en nuevos odres transmiten, reavivados por la mirada de sagaces lectores, extraña modernidad y un grato sabor de vino añejo.

No he intentado darles a esos ensayos un aire erudito ni tampoco un tono profesoral, por más que en algunos casos cite otros estudios o invite al lector a viajar por otras épocas. Están escritos pensando en un lector diletante y crítico, que guste de observar cómo se renueva a lo largo de los siglos el legado literario y pueda percibir cuánto de vivo y atractivo perdura en la relectura de esos textos y esos autores. Son invitaciones a una lectura personal y a la reflexión sobre cómo en la tradición se van renovando las voces y los ecos. Y no me interesa dar una lección alambicada o profesoral, sino apuntar sugerencias y abrir horizontes. Ninguno de estos ensayos está compuesto con pretensiones polémicas. Buscan cierta complicidad del lector y son, en lo fundamental, apuntes de un visitador curioso de numerosos libros que conserva resabios de su largo oficio de profesor universitario, traductor e impenitente helenista.

Hay que decir, de entrada, que una parte de este libro recoge ensayos de uno anterior titulado Sobre el descrédito de la literatura y otros avisos humanistas (editado por Península en 1999 y agotado desde hace mucho). Los capítulos que aquí lo completan, la mitad del libro más o menos, están en la misma línea de pensamiento y de temática de los allí tratados, con algunas novedades, por ejemplo, en los apuntes sobre la importancia de la traducción y notas sobre mitología y novelas. Algunos de estos ensayos fueron publicados en revistas académicas especializadas o, los más breves y actualizados, en las páginas de El País. Al introducirlos aquí intento alargar su difusión y darles un contexto más amplio.

Si bien quisiera volver a subrayar la perspectiva común de estos ensayos, no obstante, creo que pueden distinguirse tres líneas fundamentales: 1) la mirada crítica sobre la decadencia de las enseñanzas de humanidades y en general de los estudios «de letras» de amplio horizonte (en nuestro país, si bien creo que estamos ante un fenómeno cultural de época y de mucho más amplio alcance); 2) ensayos sobre el canon y la traducción; 3) estudios sobre obras y autores a los que he leído con singular aprecio (que van desde Montaigne a Borges, desde Guevara a La Fontaine, desde C. Pavese a J.-P. Vernant, por citar algunos). No necesito justificar esas preferencias. Me propongo que el lector considere y tal vez comparta mis intentos por destacar los aspectos más atractivos de figuras y textos del pasado en estos breves enfoques. En ellos late siempre, por debajo de los datos exactos, la simpatía de un lector agradecido y seducido que quiere invitar a otros a meditar esas palabras seductoras y a acercarse a los añejos textos desde un ángulo que aún tiene colorido propio. Insisto en que no trato de aportar erudición, sino de sugerir ideas, dicho sea con todo respecto a los colegas más eruditos.

Confesaré que, al releer algunos de estos ensayos míos y compararlos con escritos más recientes, me he sorprendido al advertir la escasa variación de mis opiniones sobre casi todos esos temas. Y como no creo ser un escritor dogmático ni tampoco un crítico desdeñoso de lo actual, casi siento confesar esa terca lealtad, pues sigo pensando lo mismo que hace veinte años con respecto al oscuro porvenir de los estudios de esas «humanidades» y lamentando el desdén por el pasado y la cultura del pasado que parece tener la mayoría de la gente. En fin, me habría gustado ser más versátil y algo más optimista, y siento mucho haber variado tan poco, al frecuentar a los grandes autores de siempre. ¿Qué se puede esperar de quien sigue comentando a Homero y a Esquilo con el mismo placer que sentía al leerlos hace cincuenta años? No sé si es un consuelo pensar que, como dijo algún poeta, «los caballeros sólo defendemos causas perdidas».

En el prólogo a Sobre el descrédito de la literatura empezaba citando unos cuantos libros entonces recientes —hace unos veinte años— sobre la lectura y la educación, como el de Martha Nussbaum, El cultivo de la humanidad (que luego fue traducido en Paidós, 2005); y me sería fácil repetir esa lista y alargarla con algunos de los más sugerentes de estos años, como el breve y ameno de Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil (traducido por Jordi Bayod, en El Acantilado, 2013). Pero no voy de nuevo a reemprender una apología de la lectura de los clásicos; quiero sólo volver a subrayar que la lectura, y sobre todo la de autores a veces algo olvidados pero de cierta originalidad y estilo, me parece la base más firme para una formación sentimental e intelectual, imaginativa y crítica.

Es indudable que la lectura —esa lectura lenta que reclamaba Nietzsche para los grandes textos, pero también la lectura sin más excusa que el placer de conversar con los grandes escritores, y abrir nuestro horizonte emotivo y mental— está en claro declive en la sociedad de nuestros días, esa sociedad tan «líquida», tan «unidimensional», tan desdeñosa del pasado y orientada hacia otros medios técnicos y masivos de comunicación e información, y dominada por el consumo desenfrenado y continuo de imágenes y noticias audiovisuales. Es un fenómeno tan evidente, tan mostrenco y universal que no vamos a detenernos aquí a analizarlo de nuevo, ni a comentarlo o lamentarlo. En la cotidiana competencia con esa avalancha informativa y esencialmente visual que ocupa la mayor parte del tiempo y el ocio de la mayoría de la gente, la lectura literaria resulta cada vez más un deporte minoritario. Fatalmente, esta honda crisis de la lectura —especialmente la de esos libros del pasado— es el marco que afecta radicalmente a todos los estudios humanistas, más allá de los círculos doctos o universitarios. En torno a eso se mueven algunas observaciones y apuntes de las páginas que siguen.

Pero no quisiera acabar esta introducción con notas sombrías, sino dedicar algunas líneas a glosar el hondo placer que puede aportar el leer con gusto y por afición, cuando el lector se arriesga a una conversación con los autores y textos de otros tiempos. Y, como supongo que de todos modos iba a repetirme, citaré, abreviados, unos párrafos de mi prólogo de 1999.

Leer a los grandes clásicos es ir dispuesto al encuentro con magnánimas palabras del pasado, que nos hablan con un saber profundo y una voz misteriosa y amistosa, y que por ello justifican el viaje y el gasto del tiempo del lector… Como todo viaje, la lectura de un texto añejo requiere esfuerzo, fantasía y tiempo. La comparación de una lectura a fondo con una excursión al Otro Mundo (a otros mundos) y el encuentro con muertos ilustres, como un viaje al Hades que requiere una oferta de sangre propia para que acudan y hablen los espíritus del pasado, la usaron dos grandes filólogos clásicos, el alemán Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff y el gran helenista británico Hugh Lloyd-Jones en su libro Blood for the Ghosts (Londres, 1982). (Pero proviene de una anécdota que cuenta Diógenes Laercio sobre el filósofo Zenón, quien al preguntar al oráculo de Apolo en Delfos cómo podía hacerse sabio, recibió la respuesta: «al meterte en la piel de los muertos». Ahí late la alusión al famoso viaje de Ulises al Hades).

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