En este libro no he discutido las profundas implicaciones éticas y ambientales de las conclusiones que saco de mi investigación. Comer animales nos hace reflexionar a muchos, como debería. Las antiguas culturas humanas tenían rituales elaborados alrededor del acto de pedir perdón a los animales antes de matarlos para comer. Ya no tenemos estos actos sagrados para reconciliarnos con nuestra necesidad biológica por la comida, y esto nos hace perder. Las cuestiones ambientales también son complicadas: las vacas producen metano, el cual contribuye a los gases de efecto invernadero, y consumen una cantidad relativamente grande de recursos, comparado con cultivar frutas y verduras, pero la carne roja puede ser mucho más densa en nutrientes por unidad de recursos consumidos, y también provee los nutrientes necesarios que no se encuentran en los alimentos vegetales. Así que es posible que la mejor salud de una nación que coma más carne ahorre en costos de servicios médicos, entonces equilibrando la balanza. Y como un experimento de pensamiento: ¿qué pasaría si regresáramos a comer sebo y manteca de nuevo, y redujéramos la demanda que ponemos en nuestros suelos para cultivar soya, canola, semilla de algodón, cártamo y maíz, para prensarlos en aceites vegetales? Estas preguntas son complejas y van mucho más allá del alcance de este libro. He intentado explorar aquí las clases de grasas que son buenas para la salud humana, punto. Dado que Estados Unidos sufre de una devastadora cantidad de enfermedades crónicas, la ciencia que se relaciona con esta cuestión parecería un buen lugar dónde comenzar.
Prólogo
Los alimentos son información. Mientras que valoramos convenientemente nuestras elecciones de menú en términos de macronutrientes (proteínas, carbohidratos y grasas) y quizá también consideramos a micronutrientes como las vitaminas y los minerales, muy pocos de nosotros comprendemos cuál es el papel más importante de la comida. Nuestras decisiones alimentarias responden directamente a nuestro ADN.
Lejos de existir como el código estático, inmutable y unidireccional tan popularizado en los libros de texto hasta hace una década, ahora reconocemos que nuestro ADN, nuestro código de vida, es altamente adaptable y responde a una gran variedad de señales del ambiente. Mientras que tus 23 mil genes sí representan un esquema del legado que finalmente determina tu yo morfológico, ese esquema de ninguna manera está fijo.
Momento a momento, tu esquema genético se modifica en su expresión para permitir que tu cuerpo se adapte a las influencias exteriores siempre cambiantes. Estos cambios en la expresión genética como respuesta al ambiente se llaman epigenética, y son fundamentalmente importantes como mecanismos de adaptación, aumentando la expresión de los genes protectores, mientras apagan los que no pueden adaptarse.
La idea de que la expresión de nuestro ADN cambie en respuesta a la lluvia, a un soneto, a una amenaza o a un abrazo es a la vez una lección de humildad y una de poder. Y lo que las investigaciones científicas muestran ahora es que los alimentos que consumimos pueden ser las influencias más poderosas para la expresión genética.
Contextualizar los alimentos como información proyecta el perfeccionamiento que ha tenido este sistema de señalización durante los más de dos millones de años que llevamos en el planeta. Casi todo este tiempo, nuestra dieta ha sido bastante uniforme, la evolución ha continuado cultivándonos como especie, permitiendo la emergencia de emblemas para la condición humana: lenguaje, cultura y, quizá lo más importante, agricultura. De hecho, nuestro desarrollo de la agricultura muchas veces se considera entre los más grandes logros humanos.
A lo largo de la última década, las investigaciones científicas también han empezado a explorar el papel que los factores intrínsecos tienen en términos de salud y enfermedad. Específicamente, la ciencia que investiga los billones de organismos viviendo dentro de nosotros ahora ocupa el centro del escenario en la investigación global, y con buena razón. Ahora reconocemos que los más de 100 billones de microbios que consideran nuestro cuerpo su hogar ejercen una influencia poderosa en nuestra fisiología, regulando nuestra función inmunológica, nuestros estados de ánimo, el proceso inflamatorio e incluso nuestra función cognitiva. Y al igual que la expresión genética, la salud y la funcionalidad de nuestros microbios residentes están muy influidas por nuestras decisiones alimentarias.
Con tecnología sofisticada, los investigadores ahora son capaces de caracterizar la composición genética de los microbios del cuerpo. Aún más, ahora somos capaces de definir la genética de los microbios que habitaron los cuerpos de nuestros ancestros hace miles de años. Y lo que ha revelado este registro histórico fascinante es que hay dos eventos importantes que cambiaron drásticamente la composición de los microbios humanos: el advenimiento de la agricultura y el desarrollo, hace 200 años, de nuestra capacidad para refinar el azúcar. Claramente, ambos cambios están asociados con consecuencias dramáticas para la salud.
Todos los humanos hemos sido bendecidos con una “debilidad por lo dulce”. Es realmente una bendición, pues nuestro comportamiento enfocado a satisfacer el deseo por lo dulce ha contribuido a nuestra supervivencia. Los humanos cazadores y recolectores buscando moras maduras a finales del verano, motivados por su deseo de lo dulce, participaban en un evento raro: el consumo de azúcar. La glucosa en las moras servía como una señal ambiental para indicar que el invierno estaba cerca al provocar la hormona insulina. Este disparo anual de insulina preparaba a nuestros antepasados para el invierno, un tiempo de escasez calórica, al activar las secuencias metabólicas que incrementaban tanto el origen como la acumulación de grasa para vivir, para asegurar nuestra supervivencia.
Hoy, la explotación desenfrenada de este mecanismo de supervivencia —los cambios metabólicos que ocurren en respuesta al consumo de azúcar— tiene un papel central en la etiología de las condiciones cronicodegenerativas. Estas enfermedades juntas, incluyendo la enfermedad cardiaca coronaria, la diabetes, el Alzheimer y la osteoartritis, se consideran actualmente la causa número uno de muerte en el mundo, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud.
Como escribió John Yudkin en la prestigiosa revista médica The Lancet, en 1963: “Si buscamos una causa dietética para algunos de los males de la civilización, debemos ver algunos de los cambios más significativos en la dieta del hombre”.
En resumen, la disponibilidad del azúcar en la dieta, y de los carbohidratos en general, está contribuyendo a la mortandad y a las enfermedades de los humanos a escala global, dado su efecto directo en el metabolismo, así como sus efectos en la expresión genética y la salud de nuestros microbios residentes.
Mientras que esta revelación pueda ser una novedad para algunos lectores, lo desgarrador de ella es que los investigadores han estado conscientes de los efectos profundamente negativos de una dieta rica en azúcar y carbohidratos ¡durante más de un siglo! Y, sin embargo, como estás a punto de saber, por razones complejas vinculadas con una mezcla de política, ganancias corporativas y ciencia mal aplicada, el azúcar se llegó a presentar como saludable, o al menos inofensiva, mientras que la grasa, aun siendo un componente clave en la dieta humana desde sus inicios, se castigó en su lugar.