UN SIGLO DE TEATRO
EN MÉXICO
DAVID OLGUÍN
(coordinador)
CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2011
Primera edición electrónica, 2017
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ISBN 978-607-16-5084-9 (ePub FCE)
ISBN 978-607-74-5634-6 (ePub SC)
Hecho en México - Made in Mexico
Introducción
D AVID O LGUÍN
Tras el largo viaje de un siglo hacia el pasado, desembocamos en un archipiélago: el presente del teatro mexicano semeja un conjunto de islas. A veces reunidas, otras absolutamente incomunicadas, pero cada una haciendo las cosas a su manera y todas con una autonomía difícil de articular en un todo. Tampoco faltan, como en aquellas cartografías en transición, las islas fantasma, casi ubicuas, moviéndose según dictan los vientos; islas de la imaginación, las llama Melville. Uno supone que ahí están, pero obedecen, más bien, al orden de las ideas que nos hacemos de las cosas. En todo caso, lo cierto es que el archipiélago teatral mexicano ofrece poéticas disímbolas, voces en contrapunto y fragmentación.
El síntoma fue diagnosticado como un mal y un riesgo creciente en tiempos en los que se aspiraba todavía a la unidad: predicamos en el desierto y aramos en el mar; buscamos forjar una escuela mexicana de actuación; se dijo: “teatro o nada, teatro o silencio” con fuerza épica; aspiramos a una manera mexicana de hacer dirección, dramaturgia y hasta escenografía; algunos defendieron a muerte determinado estilo como nuestra carta nacional de identidad, otros —verticales como el sistema político que gobernó en su mayor parte el siglo— amenazaban a los acólitos disidentes con un “de mi cuenta corre que no vuelvas a poner un pie en un escenario”. Pero el teatro es tiempo, y el tiempo “ni mata ni cura”, dice el poeta, “sólo verifica”.
Un arte que, como los túmulos del barroco, es criatura de un día, mira caer los frágiles sistemas cerrados que intentan cercarlo. La vida sigue, nos mira pasar, el teatro resiste. En la escena mexicana, la verticalidad está herida de muerte y acaso ésta sea, por ahora, una de las mayores señales de salud para un arte comunitario que requiere, en México, de refrendar la pluralidad de discursos, personalidades y públicos en contrapunto. El eje vertical conserva, patrimonio de políticos más que de artistas, un amplio margen de control sobre los fondos de producción; pero el teatro de arte ha demostrado, a lo largo de su historia, que las ideas y el discurso artístico son más poderosos que la —necesaria, no se malentienda— inversión económica.
Paralelo a esta multiplicación de teatralidades, nuestros escenarios de papel han proliferado. México, en una tarea sólo comparable con la de España, publica dramaturgia y crítica como nunca antes en su historia. Sin embargo, a causa de la fragmentación creciente de las últimas décadas, pareciéramos tener una enorme dificultad para generar textos que revisen, de manera totalizadora, nuestro arte teatral. La historia del oficio también está fragmentada. Creo que este libro, inaugural en muchos sentidos, es resultado de una madurez crítica y de la misma abundancia de miradas capaces de interpretar un fenómeno tan diverso. No es fácil contar un siglo; la ambición fue indispensable.
Siendo congruente con la realidad múltiple de la escena mexicana, como coordinador de este volumen, una vez trazado el plan general, preferí contar con una diversidad de voces y puntos de vista, así como con la preponderancia de escritores sobre investigadores, a fin de hacer un libro no sólo fundamentado sino creativo. Dada la condición efímera del teatro y su fugacidad, este trabajo tenía que construirse a varias manos, pues es tan diacrónico que apenas “el Omnipresente” o “el Hombre de la multitud” podría ocupar la butaca de oro del teatro mexicano y ver y enterarse, en efecto, hasta de minucias. Como afirma don Alfonso Reyes, “juntos lo sabemos todo”.
Un siglo de teatro en México da un panorama totalizador de las rutas que nuestra escena recorrió al cabalgar del siglo XIX hacia el XX , y al volar del XX al XXI . Mira desde nuestro presente y, al ir hacia atrás, establece recuerdos del porvenir, e idas y vueltas hacia el futuro, aun con el riesgo de la reiteración, pues el cambio de perspectiva complementa y da la ocasión para disentir o matizar, desde otros puntos de vista, los temas de estudio.
Al considerar que la historia del teatro no es la historia de la dramaturgia, Un siglo de teatro en México hace énfasis en vincular los textos, las ideas sobre la escena, la actoralidad, los espacios, el sentido de dirección y el público que miró teatro en determinado momento. Las distintas voces y su particular aproximación construyen, como un poliedro, las caras de un arte que, a su vez, es resultado de colaboraciones diversas. A veces no es la parte, pero sí el todo lo que ofrece una visión integradora del fenómeno a lo largo de un siglo: puesta en escena, texto y sociedad. Ha tenido que pasar mucho tiempo para que nuestro teatro pudiera descubrirse con la amplitud de miras y la pluralidad que se encuentran reunidas en estas páginas.
Son pocas las ocasiones en que nuestros escritores pueden discurrir de manera no periodística sobre teatro. Siempre acotados por el contador de caracteres, por la desaparición de sus fuentes de publicación en las secciones y suplementos de cultura, o por la simple parquedad de espacios abiertos a la reflexión teórica, se ven obligados a podar sus escritos sobre temas de los que saben mucho. La mayoría de los ensayos reunidos en este volumen rebasó las expectativas de extensión previstas. Hay necesidad y, por tanto, voracidad por expresar. Al margen de algún interés económico, la generosidad de estos autores incide en una ambición colectiva que, de manera tácita, nos unió al emprender la escritura de este volumen: dejar testimonio de un siglo de arte teatral en México y así fortalecer la resistencia y darle sentido al porqué del teatro en esta hora y en este país. Consignar el sentido de tradición, ruptura y novedad, finalmente, propicia la reunión crítica de los contrarios en ese lugar donde los muertos vuelven a reunirse: la boca de los vivos. El teatro es efímero, pero la experiencia y la memoria permanecen.
Vista a distancia, de cara a un presente incierto y de la siempre indispensable visión demoledora de los nuevos, podemos afirmar que nuestra tradición ya ha contado con dramaturgos esenciales, directores de escena y escenógrafos a la altura de los mejores del mundo, corrientes que han dejado su huella en el público, la identidad y en las artes del país. En suma, un teatro diverso. Sin embargo, también es notorio que nuestra escena, a cada tanto, empieza de nuevo y se olvida de sí misma, o se trunca al cultivar con aliento desmedido su inmediatez en menoscabo de la necesaria revisión de su pasado.