MÚSICA CERCANA
ANTONIO BUERO VALLEJO
Esta obra se estrenó en el Teatro Arriaga del Bilbao el 18 de agosto; en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián el 5 de septiembre, y en el Teatro Maravillas de Madrid el 22 de septiembre de 1989, con el siguiente
REPARTO
(Por orden de intervención)
ALFREDO Julio Núñez.
SANDRA Lydia Bosch.
LORENZA Encarna Paso.
JAVIER Miguel Ayones.
RENÉ Fernando Huesca.
ISOLINA Estela Alcaraz.
En nuestro tiempo
Derecha e izquierda las del espectador
Dirección: Gustavo Pérez Puig.
Escenografía: Francisco Nieva.
NOTAS
Los personajes y el argumento de esta obra son ficticios. Cualquier posible semejanza con personas y acontecimientos reales será casual y no debe entenderse como alusión a ellos.
El vídeo que juega en la obra es de elaboración difícil. Si se pudiese lograr satisfactoriamente su realización, estaría conectado con una gran pantalla situada en la pared del fondo.
Los fragmentos encerrados entre corchetes fueron suprimidos en las representaciones.
LA ESCENA
Entradas y salidas, en el primer término de ambos laterales, del espacio libre que corre a lo largo del proscenio. Rodeando todo el ámbito escénico, cámara gris. Un saloncito sin techo ocupa la mayor parte del escenario; sólo en sus dos laterales, algo abocados, y acaso en la parte izquierda de su fondo, llegan las paredes hasta su normal altura. La del fondo presenta sobrias quebraduras rectilíneas: alta a su izquierda, pronto rompe oblicuamente y baja hasta metro y medio del piso, continuando horizontalmente hacia la derecha un largo trecho y volviendo a subir oblicuamente hasta el borde superior de una moderna ventana metálica de dos hojas, desde cuyo ángulo superior derecho vuelve a bajar la pared oblicuamente, recobra la horizontal a metro y medio del suelo y llega hasta el extremo de la habitación, de modo tal que la ventana viene a estar inserta en una especie de triángulo de pared truncado por arriba y descuella como especial punto de interés. Quizá quebrada asimismo en su arranque del ángulo del fondo, la pared lateral derecha llega pronto a su altura normal. En ella, librería. En el primer término del lateral izquierdo de este saloncito, puerta, generalmente abierta. Un diván corrido se adosa al resto de esta pared lateral y continúa por la del fondo; ante él, una o dos mesas bajas de cristal con sus ceniceros, cigarreras, revistas y algún florero. Entre el diván y la ventana, mesita con teléfono y pantalla eléctrica. Bajo la ventana, el mueble bar; en el ángulo derecho de la habitación, otra pantalla eléctrica más alta. Cercanos al primer término y hacia la derecha, tres silloncitos y un velador, ante los cuales y de espaldas al proscenio descansa un aparato transportable de televisión y vídeo cuya escasa altura permite ver sin dificultad a quienes frente a él se sienten. Cuadros y grabados valiosos por las paredes; en lugar adecuado, alguna fina estatuilla moderna. El conjunto de la estancia denota riqueza dentro de su sobriedad y parece pertenecer a un piso antiguo convenientemente remozado.
El borde del primer término derecho del saloncito empalma con un vasto lienzo de muro casi frontal que abarca buena parte del resto de la escena hasta el lateral derecho y que configura un espacio diferente. Un breve sofá y mesita con teléfono de góndola apenas dibujan el impersonal ambiente, tan propio del rincón de alguna oficina como de un discreto salón de té. Sobre el sofá, cubre el muro un cuadro gráfico de gran tamaño repleto de rótulos, números, coordenadas y ascendentes líneas de colores, indicativos de la marcha de una empresa; gráfico que puede deslizarse y desaparecer. Cuando ello sucede se descubre un ventanal de tamaño igual al del gráfico, tras el que brilla el despliegue de un tupido verdor vegetal.
Más allá de la recortada pared del fondo, la insinuación de un patio vecinal; a alguna distancia, ancho muro frontero en el centro del foro que se pierde en lo alto. Iluminado a veces por el sol oblicuo que hasta él llega, resalta como una extraña aparición rectangular, pues, en la desnuda claridad de su superficie un tanto desconchada, sólo se divisa una ventana de antigua persiana enrollada y de viejas maderas, provista de espesos visillos. Situada en medio del muro y a altura algo mayor que la correspondiente a la ventana del saloncito, no se halla frente a ésta sino algo más a la izquierda, por lo que su visibilidad, facilitada por el recorte en la pared de la habitación principal, es completa desde cualquier punto de observación.
La disposición escénica aquí esbozada es simple, pero podría ser muy otra; sea cual fuere, siempre habrá de mostrar visible la ventana frontera del viejo patio y quizá algo más cercana su apariencia de la que presentaría a la distancia normal, como si la aproximase alguna subjetiva obsesión.
PARTE PRIMERA
(Antes de iluminarse la escena cobra fuerza el adagio, ya empezado, del Concierto n.° 1 en sol mayor, para flauta y orquesta, de Mozart, cuyos sones vanse amortiguando a medida que una fría luz vagamente lunar va creciendo sobre la ventana del patio. Casi al tiempo emerge de la oscuridad el aparato de vídeo, que está funcionando y proyecta su lívida claridad sobre las tres personas que lo miran. SANDRA, una atractiva joven al filo de los veinticinco años trajeada con desenfadadas ropas, está indolentemente sentada en el silloncito de la izquierda. En el contiguo se halla LORENZA: mujer de unos sesenta y cinco años bien llevados, vestida con sobria ropa casera, que mira al vídeo un tanto envarada. De pie y tras ellas, ALFREDO: cincuenta y seis años, finos y cuidados cabellos grises, buen porte, fisonomía sonriente y agradable. Viste pantalón de color claro, elegante chaqueta de punto, y tiene un vaso en la mano. Espiando la impresión que el vídeo causa en las dos mujeres, bebe un sorbo. El vídeo llega a su final y se detiene. La luz se vuelve al tiempo la de una límpida mañana; en el muro del patio, luz solar y azulada sombra oblicua. La música es ya muy tenue.)
ALFREDO. — ¿Retrocedemos? Hasta los veinte años, por ejemplo.
SANDRA. — (Cavilosa.) No hace falta.
ALFREDO. — Entonces rebobino. (Lo inicia con el mando a distancia, que deja luego sobre el aparato. Da un paseíto y disimulando su sonrisa, se vuelve y mira a SANDRA.) ¿Qué te ha parecido?
SANDRA. — No sé.
ALFREDO. — (Va hacia la ventana.) ¿Y a ti, mami Lorenza?
LORENZA. — (La pregunta le parece improcedente.) ¿A mí? (ALFREDO deja el vaso en el mueble bar.)
SANDRA. — No acabo de entender qué pretendes con ese vídeo.
ALFREDO. — (Ríe.) Divertirme. (Breve pausa. Mira por su ventana.) Alguien toca muy buena música. ¿La oís?
LORENZA. — Apenas. (El adagio mozartiano termina en ese momento.)
ALFREDO. — Vaya. Se terminó. (Aguza el oído.) ¿O no?
SANDRA. — Sí.
ALFREDO. — Aun con las ventanas cerradas se oye algo. Ese tocadiscos debe de estar cerca. ¿No lo oyes tú a veces, mami?
LORENZA. — (Seca.) Sí, señor. A veces. (Se levanta y va a la ventana. La abre un poco, escucha y vuelve a cerrar. Sandra enciende un cigarrillo.)
ALFREDO. — Pronto empezará el calor... Menos mal que el piso es fresco. (Ríe.) ¡A lo mejor ni veraneo!
SANDRA. — (Ingratamente sorprendida.) ¿Vas a quedarte aquí?
ALFREDO. — ¿Por qué no?
SANDRA. — En la finca lo pasarías mejor. (Mira su reloj con alguna impaciencia.)
ALFREDO. — Pero sin mi taller. Y después de haberlo instalado aquí, no es cosa de volverlo a llevar a la finca.
LORENZA. — Con no haberlo traído...
ALFREDO. — Ahora hay más servicio en la casa y tú no tienes que limpiarlo. No dirás que te estorba.
LORENZA. — (Sonrisa mordaz.) A mí no.
ALFREDO. — ¿Entonces?
LORENZA. — Pero a la niña sí.