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Juan Villoro - Los once de la tribu

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Juan Villoro Los once de la tribu
  • Libro:
    Los once de la tribu
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2017
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Los once de la tribu: resumen, descripción y anotación

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JUAN VILLORO Ciudad de México 24 de junio de 1956 escritor y periodista - photo 1

JUAN VILLORO (Ciudad de México, 24 de junio de 1956), escritor y periodista mexicano. Su padre fue el filósofo Luis Villoro. Estudió sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Aficionado al rock, condujo el programa radiofónico El lado oscuro de la luna en Radio Educación entre 1977 y 1981, y fue agregado cultural en la Embajada de México en la República Democrática Alemana, viviendo en Berlín Oriental hasta 1984.

Colaborador en numerosos medios como Vuelta, Nexos, Proceso, Cambio, Unomásuno y La Jornada, en esta última dirigió el suplemento La Jornada Semanal entre 1995 y 1998.

Otras obras representativas son: el libro de crónicas Tiempo transcurrido (1986); las novelas El disparo de argón (1991) y Materia dispuesta (1997); los cuentos El mariscal de campo (1978), La noche navegable (1980), El cielo inferior (1984), Albercas (1985), La alcoba dormida (1992), Autopista sanguijuela (1998) y La casa pierde (1999); ensayos: Los once de la tribu (1995) y Efectos personales (2000); y relatos infantiles: Las golosinas secretas (1985), El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1992) y Baterista numeroso (1997).

Escribir al sol

E n 1979 era guionista del programa de radio El lado oscuro de la luna y fui invitado por Huberto Batís y Fernando Benítez a escribir crítica de rock en el suplemento sábado, de unomásuno. Con célebre indulgencia, Batís y Benítez fingieron no advertir que su presunto crítico se apartaba del tema y, en muchas ocasiones, de la realidad.

Así se inició mi trayectoria por las aguas de la crónica. El principal beneficio fue compensar la soledad de escribir ficción. Uno de los misterios de lo «real» es que ocurre lejos: hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco dinero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol.

Este libro es una selección de las crónicas que he escrito en los últimos ocho años. Comienza con un texto sobre el descubrimiento de la vocación por la lectura, los demás, aspiran a poner en práctica esa pasión.

A tres décadas de que Tom Wolfe asaltó el cielo de las imprentas con sus quíntuples signos de admiración, la mezcla de recursos del periodismo y la literatura es ya asuntocanónico; a nadie asombra la combinación de datos documentales con el punto de vista subjetivo del narrador; el criterio de veracidad, sin embargo, es un ingrediente misterioso: una de las crónicas más testimoniales («Extraterrestres en amplitud modulada») tiene un tono enrarecido, y la más delirante («Monterroso, libretista de ópera») merecería ser cierta.

Truman Capote recomendaba trabajar sin grabadora para mantener despiertos los reflejos literarios. Seguí el consejo en «La vida en cuadritos», entrevista que transcribí sin mis preguntas. El recurso resulta esencial ante personas cuyo lenguaje se ignora —los giros, las muletillas, las vacilaciones se convierten en normas de carácter—. En las conversaciones más «literarias» (con William Golding, Sergio Pitol y Günter Grass) buscaba constatar o refutar un diálogo sostenido con sus obras; la entrevista era, en sí misma, un eco de conversaciones previas, y la grabadora no resultó un estorbo. En lo que toca a Jane Fonda, hubiera sido imposible llegar sin aparatos a su isla de promoción.

Debo confesar mi parcialidad por la entrevista con Ángel Fernández. De niño, sus narraciones de fútbol me revelaron la existencia de un lenguaje de fábula, en el que todo podía decirse de otro modo. Fue mi primer contacto con las palabras como símbolos mágicos. Cuando llegué a su casa, coincidí en la puerta con el jardinero, que llevaba una larga guadaña. La entrevista transcurrió durante horas en varias habitaciones y en el jardín. Mientras tanto, el jardinero segaba el pasto. Salimos juntos. En la puerta, Ángel me detuvo: «Deja pasar a Excalibur», dijo la voz que llenó mi infancia de personajes épicos.

A siete años de aquel diálogo, Ángel Fernández sigue fuera de la televisión; como Gabriel Vargas, el numeroso autor de La Familia Burrón, aún aguarda su reconocimiento como renovador del lenguaje popular.

En 1990 El Nacional me envió a Italia a cubrir el Mundial. Después de dos meses de conocer en detallé las dolencias de Maradona, regresé a México y me enteré de un extraño torneo de pelota prehispánica. ¿No se trataba de un deporte extinguido? Fui a Sinaloa y con la vergüenza de quien tiene la mente saturada de goles en canchas extranjeras, me enteré de que la milenaria pelota de los olmecas seguía botando en los desiertos del norte. El resultado fue «El patio del mundo».

Algunas crónicas abordan un mismo tema en dos tiempos («Los once de la tribu» indaga las condiciones del fútbol e «Infancia en la Tierra» su repercusión en el público), otras se compensan o refutan («Una Sudáfrica para niños» es una defensa de la libertad creativa y «La Academia de Inhibición», una sátira de sus excesos).

Ciertos entusiasmos surgen de una decepción previa. Vi a los Rolling Stones en Berlín, en 1982, y me parecieron unos cuarentones dignos de mejor retiro. No pensé que se convertirían en los fascinantes carcamales escénicos que visitaron México en 1995. Con frecuencia, el cronista escribe contra sí mismo; la exaltación de «Las piedras tienen la edad del fuego» se deriva, en buena medida, de la corrección de un prejuicio.

Pero el tiempo ha sido inclemente con otros protagonistas de este libro: Julio César Chávez se ha vuelto un campeónrutinario; William Golding murió en 1993; Gorbachov, Webster y Negroponte ya no mueven piezas en el juego de espionaje intuido en «Rusos en Gigante».

En cuanto a Marcos, es difícil anticipar su suerte. El gobierno inició 1995 con una guerra de imágenes; al revelar el nombre y el rostro del líder guerrillero, busco quitarle fuerza mítica. La crónica «El guerrillero inexistente» aborda esta pugna de máscaras e identidades.

La revista Viceversa presentó mi crónica «Los convidados de agosto», sobre la Convención Nacional Democrática, en la selva de Chiapas, como el relato de un testigo incómodo. La descripción me parece certera: no pretendo obedecer más que a una mirada oblicua, personal.

Desde aquel lejano contacto con el binomio B&B que revolucionaba el periodismo en el unomásuno, numerosos editores me han convencido de escribir de asuntos para los que me creo incapaz (muchas veces con el sereno argumento de «necesitamos a alguien que no sepa nada y se sorprenda»). Ramón Márquez, maestro del periodismo deportivo y de la nota roja, llegó al extremo de subirme a un helicóptero para describir la ciudad desde las alturas. Mi crónica me gustó tan poco como estar bajo las aspas. La generosidad de Ramón lo hizo reincidir llevándome al ring-side de Julio César Chávez: «La tempestad superligera» salió mejor porque es un texto a dos voces.

Además de los ya mencionados, vaya mi agradecimiento para quienes me invitaron a salir al sol: José Carreño Carlón, Sergio Chejfec, Mihály Dés, José María Espinasa, Fernando Fernández, Francisco Hinojosa, César Antonio Molina, María Nadotti, Fernando Orgambides, Roberto Diego Ortega, Braulio Peralta, Juan José Reyes, Víctor Roura, Fernando Solana Olivares y Eduardo Vázquez Martín.


México, D.F., a 28 de febrero de 1995

¡Hombre en la inicial!

H asta hace unos años los libros fueron custodios de la fe y la ciencia. El cine y la televisión ya se habían apoderado del gran público pero la reserva del saber seguía en las bibliotecas (las computadoras aún eran aparatos imprácticos, del tamaño de un Aula Magna). Ahora, la cibernética se ha apoderado del último bastión de la letra impresa. Es cierto que cada comunidad religiosa conserva un Libro, pero en calidad de talismán: la escritura del Dios se alza como él negro basalto del Código de Hammurabi, establece un contacto con un tiempo distante, perdido en los primeros desiertos, donde el hombre tenía que leer para actuar.

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