VICTORIANO SALADO ÁLVAREZ
Cinco de mayo
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1997
3ª reimpresión, 2003
Primera edición electrónica, 2017
Fragmento de
Episodios nacionales mexicanos
La intervención y el Imperio, IV
Diseño de portada: Pablo Tadeo Soto
D. R. © 1997, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-5411-3 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Quien se proponga estudiar el siglo XIX en México, y en particular el movimiento liberal que se forjó en aquel siglo, no podrá pasar por alto la obra fundamental Episodios nacionales mexicanos, de Victoriano Salado Álvarez. Escrita y estructurada a la manera de los Episodios nacionales del español Benito Pérez Galdós, la obra de Salado es una novela histórica que escribió por encargo de la célebre imprenta Ballésca y Compañía. En palabras del propio autor, los Episodios nacionales mexicanos representan “la tarea de relatar en forma novelesca los episodios del gran movimiento reformista que cambio la faz de la República Mexicana, porque tengo la convicción de que hay latente en ese periodo una gran fuente de inspiración para el artista, el pensador y el investigador”. El Fondo de Cultura Económica ha publicado la edición facsimilar de estaobra, en sietevolúmenes, de donde ahoraFONDO 2000presenta aquí las escenas, avatares y circunstancias noveladas de la batalla del Cinco de Mayo, momento crucial de nuestra historia.
Victoriano Salado Álvarez nació en Teocaltiche, Jalisco, en 1867 y murió en la ciudad de México en 1931. Como otros intelectuales de su generación, que marcaron el puente generacional entre los siglos XIX y XX, Salado Álvarez dejó una extensísima obra que aún espera ser recopilada totalmente: millares de artículos en periódicos nacionales y estadunidenes y casi una docena de libros donde escribió los más diversos géneros, desde la crónica y la autobiografía hasta la filología y el cuento literario. Periodista y catedrático, Salado Álvarez fue miembro de la Academia de la Lengua, y posteriormente nombrado secretario perpetuo de la misma. Filólogo, historiador y escritor, también llevó a cabo una extensa vida política como diputado, senador y diplomático. A todo lo anterior, habrá que agregar que a él se debe, indirectamente, la fama de Mariano Azuela por la defensa que hizo Salado Álvarez de su novela, Los de abajo, y también se ha señalado el benéfico reconocimiento que hizo, desde uno de sus artículos periodísticos, a La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán.
CINCO DE MAYO
Gordo, moreno, de ojos chiquitines, el pelo cortado a rape, el uniforme desabotonado, limpiándose el sudor con un gran pañuelo de hierbas y escribiendo con una pluma de barbas azules, estaba sentado a una mesa el capitán Ruiz, Manuel Ruiz, de la costa de Sotavento, cuando se le presentó Miguel Caballero en el Chinaco y acompañado de su escudero Romualdo Gómez.
Ruiz le vio desde la ventana de rejas y suspendió la comunicación que tenía empezada, que se encontraba cabalmente en el lema: Libertad y Reforma.
—Pase, amigo, y deje su caballo con ese soldado. ¿Trae recado del cuartel general, o viene de algún cuerpo?
—No, mi capitán —respondió el muchacho mirando a hurtadillas las charreteras del escribiente—; vengo de México; pertenezco al tercer ligero de Guanajuato y me adelanté un día al grueso de la gente para traer descansadamente a mi señora.
—¿Y cuándo llega esa tropa, que ya la aguardamos como agua de mayo?
—Hoy deben de haber salido y rendirán jornada en Ayotla; mañana llegarán a San Martín Texmelucan, y el 6 estarán aquí.
—A buena hora; pero en fin, peor es chile y agua lejos.
—Traía una carta del señor general Doblado para el señor Zaragoza y otra para el señor Tapia, y desearía poner los papeles en manos del general en jefe y del gobernador.
Y sacó dos cartas azules, sin sobre, dobladas sobre sí mismas y con un par de obleas verdes en cada nema.
El capitán dio vueltas a los papeles, leyó las cubiertas con todo espacio, y, golpeando los pliegos contra el dorso de la mano izquierda, subió el pie sobre la silla de tule y dijo negligentemente:
—Imposible hablarle al general; primero consigue usted una conferencia con el mismo Zaragoza… Pero, en fin, nada me cuesta llevar las cartitas.
Cogió los papeles, levantó una cortina de bayeta verde y entró a la pieza inmediata. A los diez minutos salió.
—Lo dicho, amigo: que está ocupadísimo… ¿Qué tal ve a su penco?… Bonito animal, bonito… Que le señale a usted lugar en cualquier cuerpo, pues el general tiene facultades para ponerle donde quiera… ¿Qué le parecería a usted irse a los exploradores de Pedro Martínez?… Tapia se encarga de la carta de Zaragoza.
—Yo voy a donde me manden.
—Pues aguárdeme. —Y con una letra inglesa que parecía haber echado cuernos, rabo, pezuñas y pelos (así estaba llena de rasgos), inclinando mucho el cuerpo y rematando con una rúbrica que, de desenvolverse, hubiera dado la vuelta al recinto fortificado, dijo mientras calentaba con vaho el sello de la comandancia y aplicaba sobre él todo el peso de su cuerpo, haciendo bailar el sello sobre el papel:
—Va a quedar contento; es chinaca brava, pero buena gente. Ya verá.
—Adiós, mi capitán.
—Adiós, subteniente Caballero de los Olivos.
Tuvo Miguel que marchar despacio, pues las calles estaban atestadas de gente y animales. Un carro de transporte se había metido de lleno en una pasadera, y mientras los conductores juraban a gritos, y azotaban sin piedad al ganado, se acercaba a toda prisa otro tren que conducía material de hierro, tan ruidoso, que era imposible oír media palabra cuando las piezas empezaban a chocar entre sí. Las banquetas estaban embarazadas con mulas que conducían ruedas, cureñas o cañones de montaña, y los arrieros improvisados borneaban cajas de parque y llevaban a lomo bultos con estopines o con pólvora. De un zaguán, abierto cuan ancho era, salían cargadores que en tal o cual prenda del traje daban a conocer su filiación militar: cargaban sobre los hombros, acomodándolos en la mula, sacos que denunciaban su contenido por el blanquecino rastro que la harina dejaba en el suelo, o por los granos de maíz, frijol o garbanzo que caían en un trayecto ya previsto; apenas salían los granos, y una fila de muchachos hambrientos y de viejas desarrapadas los recogían entre el polvo, disputándolos como si hubieran sido piedras preciosas.
Consiguió Miguel, dando vuelta por la calle de Guevara, desembarazarse de aquel gentío; pero, apenas comenzaba a andar, cuando le sorprendió un batallón que desembocaba de la plaza, uniformado de dril moreno, con paños de sol en las nucas, el fusil al brazo y marcando el ritmo de la marcha con trabajoso andar.