El baile, esa placentera actividad de enormes beneficios físicos, psíquicos y cognitivos, quedó abruptamente interrumpido con la llegada de esta plomiza pandemia que nos ha sacudido lo suficiente como para reconocer nuestro incontenible impulso de menear el cuerpo aquí y allá. Dance usted se adentra en la oscuridad del club, para lanzar una mirada, actual y retrospectiva, sobre lo que representa y ha significado el baile, en su vertiente más puramente social, en la cultura de club y en nuestra sociedad.
Quien no baila está fuera de la realidad.
La vida es un banquete.
Pero dance usted.
Use el cuerpo en otra dimensión.
Dance, dance, dance usted.
Intro
Me gusta bailar, soy de los que siempre lo ha dado todo en la pista. Claro que mi cuerpo ya no es el de aquel chaval que machacaba sus Adidas Gazelle en los clubs barceloneses y en festivales como el FIB o el Sónar, en los noventa, cuando el indie y la música electrónica lo eran todo. Nada que no se pueda llevar con resignación y alegría.
Cuando me dispuse a redactar las primeras líneas de Dance usted, el ejercicio del baile, a lo largo y ancho del globo, permanecía interrumpido y prohibido en sus espacios naturales, sin fecha de regreso a la vista. Así lo quiso el SARS-CoV-2, que nos privó, entre otras cosas, de nuestra preciada parcela reservada al ocio. De un día para otro, nos fue arrebatada por el obligado y prolongado cierre de cines, teatros, museos, salas de conciertos, festivales, bares, restaurantes... y, claro, de clubs y salas de baile.
Hasta ese súbito y delirante momento de colectivo confinamiento, el gozoso acto de bailar en nuestros momentos de esparcimiento lo teníamos asociado a la más absoluta «normalidad», ese concepto que se fue quedando suspendido en el tiempo, a la espera de recuperar su pleno significado. Antes, bailar era un acto espontáneo, sencillo de improvisar; bastaba con seleccionar el vestuario, buscar a los cómplices pisteros y escoger un club.
Cuando hablo de «el gozoso acto de bailar en nuestros momentos de esparcimiento» lo hago pensando en el escenario donde se instala Dance usted: el del baile libre e individual, en un contexto social y festivo; no en uno profesional, ni tampoco en uno amateur. Es decir, todo baile que no precise de ningún tipo de técnica o ensayo y aprendizaje. Aquí no encontrarán, pues, disertaciones sobre danza contemporánea o bailes de pareja... Tampoco diagramas de pasos y movimientos. Todo ello «no es objeto de este estudio», como se suele decir. En cualquier caso, no es lo mío, y, por otro lado, hay cientos de libros estupendos que lo exploran en profundidad, con propiedad y autoridad.
El baile no solo es placentero por su evidente componente festivo y social, sino por sus extraordinarios beneficios físicos y psíquicos. Se trata de uno de los ejercicios más completos, pues reúne «equilibrio, esfuerzo muscular de todo el cuerpo, coordinación, expresividad, interacciones [...], respeto del ritmo...», según dice la doctora en neurobiología Lucy Vincent en su libro ¡Haz bailar a tu cerebro! Allí, explora las conexiones neuronales que existen entre cuerpo y cerebro, cuando bailamos, y sus efectos emocionales y cognitivos.
La pandemia nos dejó con unas ganas incontenibles de quemar suela. No es extraño, pues, que haya coincidido con la explosión de TikTok, la red social basada en la publicación de microvídeos, con una enorme cantidad de gente bailando... De todas las edades, por cierto.
Dance usted aborda ese particular y escurridizo ambiente de la cultura de club, del clubbing: un hábitat con sus propios códigos y rituales, estrechamente ligado a la industria de la música dance; ese baile, insisto, libre.
En una ocasión, un amigo DJ y productor me habló de su colaboración en un espectáculo de danza, en el que se encargó de la ambientación musical a partir de piezas de música electrónica. Un día preguntó a un grupo de bailarinas de la compañía si alguna vez habían acudido a un club a bailar, y resultó que no. Cuando por fin se decidieron, enloquecieron de pura felicidad y, tras aquella experiencia, ya no hubo forma de sacarlas de la pista. Hablamos de ese tipo de baile.
El clubbing, por supuesto, ha desplegado su propia arquitectura técnica de pasos o posturas para esta o aquella escena. Es el caso del charlestón, el swing, el rock, el mambo, la salsa, la música disco, el northern soul, el breakdance, el voguing, el gabba o, más recientemente, el tektonik, el footwork y el shuffle, entre otros.
Dance usted penetra en la oscuridad del club y se abre paso hasta llegar a la pista, entre luces estroboscópicas, flashes, lásers, leds, humo y bolas de espejos, para echar una mirada actual y con perspectiva histórica sobre el baile y la cultura de club.
Pues bien, en aquel momento de abrupta interrupción, veníamos de bailar como borregos, apelotonados en macrofestivales, eventos masivos y clubs. O parados en la pista y abducidos por el móvil, para, claro, colgar y compartir la fotografía de ese momento único e irrepetible.
Veníamos de los reservados y la segregación; de las redes sociales como un monstruo de mil cabezas que ha transformado décadas de transgresión, modernidad y glamur en virtuales y efímeros momentos de píxeles y likes. De la ausencia de autenticidad, pasión y entusiasmo. Son los códigos visibles del clubbing más reciente, que ha decapitado la idea romántica de lo que fue y podría –debería– seguir siendo la cultura de club.
Asimismo conviene recordar, y lo haremos aquí, que el baile se ha presentado, en determinados momentos de la historia, como una actividad entregada a las pasiones más bajas y el hedonismo más vulgar, ajena a la sociedad respetable y sus buenas prácticas y costumbres. Los que participamos de este oscuro y obsceno mundo somos gente de mal vivir, de moral sospechosa. Puede que a los poderes fácticos les aterrorice la idea de libertad que subyace en el dancefloor y la consiguiente merma de control que esto pueda suponer. Veremos algunos tristes ejemplos.
Este recurrente debate sobre los límites de la conducta moral se plantea explícitamente en el film Otra ronda (2020), del danés Thomas Vinterberg –que focaliza ese debate en el impacto del alcoholismo en la sociedad–, cuya fascinante secuencia final maneja con maestría el poder liberador, extático y catártico del baile.
Bailamos por puro placer. Siempre. Si se piensa bien, es de los pocos actos que responden claramente a ese impulso. Sé de lo que hablo: llevo desde mis tiernos diecisiete gozándomelo. Entonces, cuando me iniciaba en los misterios y secretos de la liturgia que acompaña al baile, cuando sabía que por la noche iba a ir al club a quemar suela, me sumía durante todo el día en una embriagante excitación que iba