Enemigos necesarios
Las prisas de la vida cotidiana nos hacen percibir el pasado colonial más lejos de lo que realmente está. Pero lo veremos acercarse si pensamos que nuestra independencia lleva solo ciento noventa y cinco años, y en cambio fuimos vasallos de la monarquía española durante tres siglos. ¿Hemos olvidado completamente la experiencia de ser y estar de esa época o esta permanece, solapada, en nuestro comportamiento inconsciente del presente?
Ciertos fenómenos históricos, como el sistema esclavista, por ejemplo, son estudiados dentro del período de tiempo que ocuparon, de tal a tal fecha, y parecen completamente superados por el sistema democrático en el que actualmente creemos habitar. No se nos ocurre que muchas de las cosas que actualmente nos criticamos tienen su origen en siglos anteriores. Entendemos la memoria histórica de manera bastante frívola, como una secuencia de fechas que se refieren, vagamente, a ciertos hechos que ocupan algún lugar mal ubicado en los libros de texto de nuestra infancia, y no nos preguntamos qué tanto de esa memoria subyace agazapada en el arcano de nuestras costumbres, siempre dispuesta a sorprendernos con una mala jugada. Somos una multitud, dijo el poeta. Somos cuando todavía no habíamos nacido.
Nuestra identidad latinoamericana comenzó a fraguar en el momento en que, para sobrevivir en condiciones muy diferentes a las que había en sus países de origen, los colonizadores europeos, siguiendo el mismo espíritu que prevaleció durante la conquista, crearon un modelo de vida diferente al de las etnias subyugadas. No les fue tan difícil toda vez que representaban al poder del Rey y el Papa. Acumularon sus riquezas sobre las espaldas humilladas y definieron el futuro de vencedores y vencidos.
La esclavitud amerindia fue llamada eufemísticamente encomienda . Para la africana no hubo eufemismos, se llamó, sencillamente, esclavitud . En sus orígenes, la esclavitud –originalmente concebida como una desgracia de guerra– no tenía nada que ver con el color de la piel, pero al tratarse de personas indefensas que fueron secuestradas sin estar en guerra con los europeos, estos tuvieron que recurrir al racismo para justificar el robo. Sin embargo, el racismo no pudo evitar que se mezclaran los tres grupos, dando vida a la rica variedad fenotípica que nos caracteriza como continente. El mestizaje dio origen al sistema de castas y sus diferencias sociales y económicas, y con el tiempo las sucesivas mezclas se multiplicaron de tal manera que cuando ocurrió la independencia ya no era tan sencillo distinguir, por el color, a los amos de los esclavos.
Las historias seleccionadas en este libro describen cómo funcionó el sistema esclavista africano en Costa Rica, contado por sus mismas víctimas. Hubo particularidades porque no fue igual la vida de los esclavos y sus amos en los ingenios azucareros de Cuba o en las plantaciones de algodón de Estados Unidos, que en Costa Rica, donde el cacao ocupaba muy poca mano de obra, razón por la cual la esclavitud fue destinada fundamentalmente al trabajo doméstico. Esto hizo que el trato fuese más benévolo, ya que era mucho más fácil someter a un individuo aislado que a un contingente de miles de trabajadores reunidos en una plantación.
La gran mayoría de costarricenses no sabe que desciende de hombres y mujeres de África. Pese al papel decisivo que desempeñó el modelo doméstico de esclavitud en la formación de la identidad costarricense, el oprobioso sistema ha sido premeditadamente ignorado por la historiografía oficial y su conocimiento ha quedado restringido a un número muy pequeño de especialistas y académicos. La actual población costarricense con raíces coloniales ignora que tiene genes africanos, como tampoco sabe que muchos rasgos culturales que le son propios, sobre todo en el Valle Central del país, tuvieron su origen en el siglo XVIII , cuando decantó la fusión de sangre esclava con la sangre del amo, en una relación equívoca y perversa que confundía, en una sola persona, pariente y mercancía. De ahí el título de este libro.
Fueron los portugueses quienes comenzaron con el secuestro en 1442. Ya en El jardín de las delicias (El Bosco, 1505) se ven negros y negras. En las cortes se les apreciaba por su exotismo y más de alguna gota de sangre africana debe haber mejorado saludablemente la hemofílica sangre azul de la incestuosa monarquía europea. Hubo mulatos tan ilustres como el escritor Alejandro Dumas y el poeta ruso, Pushkin. La primera ronda de esclavitud africana en Europa fue tolerable. Tanto que fray Bartolomé de las Casas, por aliviar el sufrimiento de las etnias amerindias, que morían en masa a causa de la sobreexplotación española y las guerras de resistencia, sugirió traer negros para reemplazarlas. Bartolomé conocía a los negros en cautiverio en Europa y no se imaginó lo que les ocurriría en el nuevo continente. Cuando comprendió su error, ya era tarde; la inmensa maquinaria de las transnacionales esclavistas fue imparable. El negocio de carne humana alcanzó tal rentabilidad que algunos calculan en más de veinte millones de personas las que fueron secuestradas de sus hogares. No todas las víctimas llegaron vivas a las costas americanas, la mayoría moría en el camino por las espantosas condiciones de la travesía. Y de las que llegaron vivas, pocas sobrevivieron a la brutalidad del trato.
En Costa Rica, la inhumanidad del sistema se vio mitigada por la estrecha convivencia. Los varones se dedicaban al cuido del ganado, al tráfico de mulas, a tareas agrícolas y al comercio en pequeña escala dentro y fuera de la provincia; las mujeres, a las tareas de la casa del amo. La particularidad del sistema domesticado, aunado a la escasa población española de Cartago, trajo como consecuencia que al habitar juntas las dos descendencias del amo –la legítima habida con la esposa española y la adúltera habida con la (o las) esclava(s) de la casa–, la hermandad libre y la sometida compartían la misma vivienda en igualdad de parentesco, pero con una enorme diferencia en el estatus social. ¿Cómo fueron estas relaciones en las que hijo/hija y hermano/hermana eran, a la vez, mercancía que se remataba en la Plaza Mayor al mejor postor? Especulando un poco podemos imaginar que esta curiosa convivencia dio origen a lo que hoy conocemos por “hermanitico”, parentesco simbólico que pudo haber surgido del esclavo medio-hermano, que no por estar ligado con lazos de sangre a la familia del amo escapaba a su valor principal, el monetario. La confusión entre pariente y mercancía se potenciaba por el hecho de que los esclavos llevaran el mismo apellido del amo, señal de que le pertenecía, de que era su propiedad.
Las conductas patriarcales que se desprendieron de esta situación legitimaron la violencia que hoy vuelve a estallar: agresión, incesto, violaciones, abuso infantil y abandono del hogar. Por otra parte, las consecuencias psicológicas derivadas de lo ambiguo de la relación entre esclavos y esclavistas, tiene que haber producido una gran inseguridad, entre otras alteraciones. Podemos sospechar que los sentimientos fueron reprimidos y se desarrolló una actitud temerosa ante los compromisos afectivos. La desconfianza y el miedo a la confrontación se socializaron. Las relaciones interpersonales se hicieron cautelosas y reservadas. En este terreno psicológico tan inestable, hubo espacio ancho para la doble moral. El sistema esclavista familiar de la colonia, transformado por el liberalismo del siglo XIX en el conciliador “igualiticos”, cuyo ascenso social está determinado por el soborno, la venalidad y el nepotismo, se convirtió en estrategia de dominación. El lenguaje, infantilizado, sobreabundante en eufemismos y diminutivos, atenuó las tensiones creando la ilusión consensuada de pertenecer a una sociedad cariñosa y armónica. Si el liberalismo encontró condiciones ideales para profundizar la brecha económica sin mayores reacciones, pasado los años el siglo XX amplió la grieta entre ricos y pobres y el mito del pacifismo, que ya tenía carta de naturalización, sirvió de amortiguador a las luchas sociales. La tendencia del Estado benefactor a mantener la dependencia de la ciudadanía a través del control que el mismo Estado ejerce mediante la institucionalidad, evoca la figura paternal del amo que ofrece su protección a cambio de un contrato de sumisión. Y así como el Estado inventa instituciones para tener a la ciudadanía bajo control, de igual manera las disuelve cuando ya no le hacen falta. Esto sucede cuando otro ente, por ejemplo el mercado, reemplaza su función controladora. Se produce, entonces, otra modalidad de esclavitud.