Hoyos, Juan José, 1953 El oro y la sangre / autor y fotógrafo Juan José Hoyos ; cartógrafa María Teresa Aldana. -- 3a. edición. -- Medellín : Sílaba Editores, 2016. 224 páginas : fotos, mapas ; 24 cm. -- (Colección sílabas de tinta) ISBN 978-958-59598-4-2 1. Crónica periodística 2. Emberas - Reportajes 3. Minas de oro - Chocó (Colombia) - Reportajes 4. Indígenas de Chocó (Colombia) - Reportajes I. Tít. II. Serie. 070.44 cd 21 ed. A1544203 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango |
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Impreso: 978-958-59598-4-2
ePub: 978-958-5516-73-1
El oro y la sangre
PREMIO GERMÁN ARCINIEGAS DE PERIODISMO 1994
© Juan José Hoyos, 2016
© Sílaba Editores, 2016
Edición revisada y corregida por el autor
Primera edición: Editorial Planeta, noviembre de 1994
Segunda edición: Hombre Nuevo Editores, abril de 2005
Tercera edición: Medellín, Colombia, septiembre de 2016
Editoras: Lucía Donadío y Alejandra Toro
Corrección de textos: Mauricio Hoyos
Diagramación: Magnolia Valencia
Diseño de carátula: Minkalabs Estudio Creativo
Fotografía de carátula: John Jaime Ruiz
Dibujo del mapa: María Teresa Aldana
Fotografías interiores: Juan José Hoyos
Distribución y ventas: Sílaba Editores
www.silaba.com.co / silabaeditores@gmail.com
Carrera 25A No. 38D sur-04, Medellín, Colombia
Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright , bajo las sanciones establecidas en las leyes.
Agradecimientos
P ara la realización de este trabajo recibí la ayuda de muchos amigos y organizaciones vinculadas a la causa indígena en Colombia. Por ello quiero expresar mi más profundo agradecimiento a la Organización Indígena de Antioquia (OIA); a la Organización Regional Indígena Emberá-Waunana (Orewa); al Centro Pastoral Indigenista de Quibdó; a los sacerdotes claretianos Agustín Monroy y Orlando Hoyos; a la maestra Odila Echeverry y al jefe de redacción de El Tiempo, Rafael Santos. También quiero agradecer la colaboración de Giovanni Salazar, Alonso Tobón, Hildefonso Henao, Alonso Salazar, Alberto Háchito, José Gómez, Ana María Jaramillo, Rito Llerena, Sonia Robledo, John Jaime Ruiz, Juan Carlos Márquez, Claudia Bedoya, Enrique Sánchez, Roque Roldán y el comandante Salomón, del Frente Óscar William Calvo del Ejército Popular de Liberación.
Por último, quiero agradecer de manera especial a Martha Ligia Vélez, a Juan Sebastián y a Susana Hoyos, su apoyo, su entusiasmo y su compañía durante el tiempo que dediqué a la terminación de este libro.
«¿Qué hay aquí? ¿Oro? ¡Oro, amarillo, brillante, precioso! ¡No, oh dioses, no soy hombre que haga plegarias inconsecuentes! ¡Simples raíces, oh cielos purísimos! Muchos suelen volver con esto lo blanco negro; lo feo, hermoso; lo falso, verdadero; lo bajo, noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente. ¡Oh dioses! ¿Por qué? Esto os va a sobornar a vuestros sacerdotes y a vuestros sirvientes y a alejarlos de vosotros; va a retirar la almohada de debajo de la cabeza del hombre más fuerte; este amarillo esclavo va a fortalecer y disolver religiones, bendecir a los malditos, hacer adorar la lepra blanca, dar plazas a los ladrones, y hacerles sentarse entre senadores, con títulos, genuflexiones y alabanzas. Él es el que hace que se vuelva a casar la viuda marchita y el que perfuma y embalsama como un día de abril a aquella ante la cual entregarían la garganta, el hospital y las úlceras en persona. Vamos, fango condenado, puta común de todo el género humano, que siembras la disensión entre la multitud de las naciones, voy a hacerte trabajar según tu naturaleza...».
William Shakespeare
Timón de Atenas, Escena III, Acto IV
E n un lugar muy lejano de las selvas del Alto Andágueda, por el camino lleno de barro que atraviesa los montes y que va desde la fonda de Docabú hasta los potreros abiertos de la misión de Aguasal, hay un caserío formado por varios ranchos, casi todos construidos con tablas de madera y zinc. A primera vista no parecen ranchos indígenas: el techo no es de palma ni las paredes de guadua. Pero en ellos viven algunos indios emberá, refugiados con sus mujeres y sus hijos de una guerra absurda, como casi todas las guerras. Una guerra que ha matado ya a muchos hombres y mujeres y niños indígenas desde que estalló, en 1987.
El caserío es pequeño y a pesar de que algunas casas ya tienen pequeñas comodidades de las casas de los blancos como mesas, camas y taburetes, aún conserva el aspecto de los pequeños pueblos levantados de afán por gente que huye de la muerte.
En la calle principal del caserío hay una fonda donde venden víveres y aguardiente y donde también se puede oír música algunas noches. La fonda tiene unas pocas mesas de madera burda y unos cuantos taburetes. A menos de mil metros de distancia, desde la puerta, se puede ver el enorme edificio de concreto y ladrillos de la misión de Santa Ana de Aguasal, donde hace unos años funcionaba el internado indígena fundado por los misioneros claretianos.
El dueño de la fonda es Guillermo Murillo, un emberá nacido en el alto de Cascajero, que tuvo que abandonar su casa de la montaña junto con sus familiares después de los sucesos de febrero de 1987. Ese mes se partió en dos la historia del resguardo y miles de familias huyeron de sus casas al comenzar una racha de violencia que ha llenado de huérfanos, de penas y de sangre a los cuatro mil emberá que todavía viven en las selvas del río Andágueda.
Guillermo es de estatura baja, como casi todos los emberá de la montaña, pero es fornido y de brazos muy gruesos. En sus pequeños ojos brilla esa particular malicia de indio que le ha permitido sobrevivir hasta ahora a esa guerra entre hermanos que ya dura más de siete años. Hoy en su fonda hay música. No hay fiesta: simplemente se ha destapado una botella de aguardiente al caer la tarde. Las canciones salen de una grabadora de pilas, una de las tres mil o cuatro mil grabadoras de todas las marcas y tamaños que entraron al resguardo con la bonanza del oro. El dueño está tomando aguardiente y emborrachándose. Y mientras habla con uno de los maestros de la misión de Aguasal que ha ido a visitarlo, coge entre sus manos una pistola. Por momentos la toca como si fuera una joya tallada en un metal precioso. El arma es negra y pesada. Una Star 765. Parece una escuadra pavonada. Guillermo la mira con una sonrisa de satisfacción. Luego la pone sobre la mesa, con un poco de orgullo, y deja que el maestro la mire y la toque. Dice que la compró hace unos meses pero se niega a decir cuánto pagó por ella. En cambio dice cuántas balas puede disparar en una ráfaga.