MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL «NO SEAS MALO»
Eric Schmidt es una figura influyente, incluso entre el desfile de poderosos personajes con los que me he tenido que cruzar desde que fundé WikiLeaks. A mediados de mayo de 2011 me encontraba bajo arresto domiciliario en la zona rural de Norfolk, a unas tres horas en coche al nordeste de Londres. Las severas medidas aplicadas contra nuestro trabajo se encontraban en su punto culminante, y cada momento desperdiciado parecía una eternidad, por lo que era realmente difícil conseguir mi atención. Sin embargo, cuando mi colega Joseph Farrell me dijo que el director ejecutivo de Google deseaba reunirse conmigo, accedí a escucharle.
En cierto modo, los estratos superiores de Google me resultaban aún más distantes, impenetrables y oscuros que las salas de audiencia de Washington. Por aquel entonces ya hacía años que nos veníamos enfrentando a los altos funcionarios de Estados Unidos y su mística ya se había disipado, pero los centros de poder que crecían en Silicon Valley aún eran opacos, por lo que fui consciente de que se me presentaba una oportunidad de oro para intentar comprender e influir en la que se estaba convirtiendo en la compañía más influyente de la tierra. Schmidt había sido nombrado consejero delegado de Google en 2001, y había logrado convertirla en un imperio.
Me intrigaba sobremanera que la montaña estuviese dispuesta a acudir a Mahoma, pero hasta que Schmidt y su séquito no llegaron y se fueron no me di cuenta de quién me había visitado realmente.
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La razón esgrimida como motivo de su visita fue un libro. Schmidt estaba redactando un tratado en colaboración con Jared Cohen, director de Google Ideas, un departamento de Google que se describía y se describe a sí mismo como un «comité interno de expertos teórico-prácticos». Por entonces yo sabía poco más que eso sobre Cohen. Lo cierto es que en 2010 se había trasladado a Google desde el Departamento de Estado de Estados Unidos, donde, contratado con veinte y pocos años, había sido un creativo de la «Generación Y» con gran verborrea que trabajó bajo dos administraciones distintas, un cortesano del mundo de la creación de ideas políticas, que llegó a ocupar el cargo de asesor jefe de las secretarias de Estado Condoleezza Rice y Hillary Clinton. Como parte del Personal de Planificación Política, Cohen fue bautizado como «el organizador de fiestas de Condi», y se encargó de introducir los términos informáticos de moda en los círculos políticos de Estados Unidos, sacando de su chistera productos retóricos tan deliciosos como la «Diplomacia Pública 2.0».
Fue el propio Cohen, según se dice, quien desde el Departamento de Estado contactó con el consejero delegado de Twitter, Jack Dorsey, para pedirle que demorase el mantenimiento programado con el fin de asistir al abortado alzamiento en Irán en 2009. Su documentada relación amorosa con Google comenzó ese mismo año cuando conoció y se hizo amigo de Eric Schmidt durante la evaluación de los daños de la ocupación de Bagdad. Unos meses después, Schmidt recreó el hábitat natural de Cohen en el seno de Google creando el mencionado «comité interno de expertos teórico-prácticos», con base en Nueva York, y nombrando a Cohen como su director. Google Ideas acababa de nacer.
Ese mismo año, ambos escribieron conjuntamente un artículo para la revista bimensual del Consejo de Relaciones Internacionales, Foreign Affairs , en el que alababan el potencial reformador de las tecnologías de Silicon Valley como instrumento en la política exterior de Estados Unidos, Schmidt y Cohen afirmaban que:
Los estados democráticos que han establecido alianzas entre sus sectores militares tienen la capacidad de hacer exactamente lo mismo con sus tecnologías de comunicación. […] Estas tecnologías ofrecen una nueva forma para ejercer el deber de protección a los ciudadanos de todo el mundo [cursiva añadida].
En dicho artículo también afirmaron que «con mucha diferencia, la mayor parte de esta tecnología procede del sector privado».
En febrero de 2011, menos de dos meses después de la publicación de este artículo, el presidente egipcio Hosni Mubarak fue depuesto por una revuelta popular. Hasta ese momento Egipto había sido un aliado de Estados Unidos, pues su dictadura militar contaba con el apoyo de Washington a cambio de que esta apoyase a su vez los «intereses geopolíticos estadounidenses en la región».
Tal y como muestra una lectura atenta del flujo de sus comunicaciones internas, durante años el Departamento de Estado había estado apostando en secreto a ambos caballos, pues al tiempo que contribuía a mantener a Mubarak en el poder también apoyaba a ciertos elementos de la sociedad civil egipcia. Sin embargo, cuando Estados Unidos se percató de que la salida de Hosni era inevitable, se esforzó apresuradamente por encontrar alternativas. En primer lugar intentó impulsar a su sucesor preferido, Omar Suleiman, el odiado director de inteligencia interna, pero el corresponsal diplomático del Departamento de Estado en El Cairo, que por entonces colaboraba bastante con nosotros, publicó una sincera opinión sobre su historial político: Suleiman era el jefe de los torturadores de Egipto, el preferido de la CIA y también de Israel como sustituto de Mubarak.
De repente todo el mundo deseaba estar en el punto de intersección entre el poder global de Estados Unidos y los medios de comunicación sociales, y Schmidt y Cohen ya se habían preocupado de vigilar de cerca el territorio. Con el título provisional de «El imperio de la mente», comenzaron a expandir su artículo hasta ir alcanzando poco a poco el tamaño de un libro y, como parte de su investigación, trataron de contactar con personas importantes de la tecnología y el poder global.
Dijeron que deseaban entrevistarme, y yo accedí.
Se fijó fecha para el mes de junio.
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Cuando llegó junio ya había mucho de lo que hablar. Ese verano WikiLeaks aún estaba ocupada con la revelación de comunicados diplomáticos estadounidenses, publicando miles de ellos cada semana. Siete meses antes, poco después de que comenzáramos a publicar estos comunicados, Hillary Clinton había denunciado esta publicación diciendo que era «un ataque a la comunidad internacional» que se proponía «dañar la estructura» del gobierno. En cierto modo, no le faltaba razón.
En muchos países, la «estructura» a la que se refería Clinton había sido construida con mentiras: cuanto más autoritario era el país, mayores eran las mentiras; cuanto más dependía de Estados Unidos una determinada fuerza política para afianzar su poder, más se quejaba esta ante sus apoyos estadounidenses acerca de sus rivales por el poder. Este patrón se repetía en capitales de todo el mundo: un caprichoso sistema global de lealtades secretas, favores debidos y falsos consensos, de decir una cosa en público y la contraria en privado. La escala y la diversidad geográfica de nuestras publicaciones superaron con creces la capacidad del Departamento de Estado para hacer frente a la crisis. Los vínculos entre los jugadores se quebraron, dejando grietas por las que podían colarse décadas de resentimiento.