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William Dalrymple - Tras los pasos de Marco Polo

Aquí puedes leer online William Dalrymple - Tras los pasos de Marco Polo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1989, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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William Dalrymple Tras los pasos de Marco Polo
  • Libro:
    Tras los pasos de Marco Polo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1989
  • Índice:
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Tras los pasos de Marco Polo: resumen, descripción y anotación

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En el verano de 1986, William Dalrymple, que entonces tenía 18 años, decidió viajar a Xanadú, las ruinas del palacio de Kublai Kan en la estepa de Mongolia. Nadie las había vuelto a visitar desde que una expedición británica las descubriera en 1872.

Este libro es el relato de su búsqueda, una búsqueda que empieza en el Santo Sepulcro de Jerusalén y que llevó a Dalrymple y sus sucesivas acompañantes a través de toda Asia, recorriendo caminos polvorientos y olvidados, países en guerra y territorios prohibidos, hasta el mismísimo Xanadú. Como guía llevaban un manual que tenía siete siglos de antigüedad: los Viajes de Marco Polo y, al igual que Polo, llevaban un botellín de óleo sagrado del Santo Sepulcro para el Gran Kan.


«Un libro delicioso: erudito, lleno de aventuras y divertido. Tiene todos los ingredientes necesarios para satisfacer al lector: un itinerario exótico, compañeros de viaje encantadores, una meta imposible, terribles incomodidades y extraños encuentros.»

Piers Paul Read.

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Tras los pasos de Marco Polo — leer online gratis el libro completo

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Agradecimientos

Este libro es ya extremadamente largo, pero sería una falta de delicadeza por mi parte enviarlo a la imprenta sin agradecer la ayuda y la paciencia de tantas personas sin las cuales la expedición nunca se habría podido llevar a cabo ni habría sido posible escribir este libro.

El doctor Simon Keynes convenció al Trinity College para que contribuyese con 700 libras en la financiación del proyecto; tal como resultó después, fue una cantidad suficiente para pagar la expedición hasta Beijing. Sir Anthony Acland y sir Robert Wade-Gery dedicaron buena parte de su valioso tiempo a ayudarnos a salvar trabas diplomáticas, y Anthony Fitzherbert, la begum Quizilbash y Charlie y Cherry Parton nos entretuvieron profusamente durante la ruta.

De vuelta a Inglaterra, Maggie Noach me ayudó a vender el libro, mientras que Mike Fishwick de Collins tuvo la amabilidad de comprarlo; ambos fueron de gran ayuda durante los catorce meses que tardé en escribirlo. Durante este tiempo mi novia, Olivia Fraser, y mi compañero de piso, Andrew Berton, me aguantaron a mí y a los sucesivos borradores de libro con una tolerancia y una paciencia extraordinarias. Fania Stoney, Henrietta Miers, Patrick French, Lucy Warrack, mis hermanos Hewie, Jock y Rob, y mis sufridos padres fueron constantemente importunados para que lo leyeran. Lucian Taylor es responsable de gran cantidad de observaciones editoriales que fueron de gran ayuda; en cinco ocasiones diferentes dedicó días enteros a repasar el manuscrito palabra por palabra. Este habría sido un libro mucho más largo, ampuloso y aburrido sin sus consejos y supresiones.

Muchos más me han prestado su ayuda y debo disculparme por no mencionarlos a todos. Por encima de todo, sin embargo, debe quedar claro a todo aquel que lea el libro que tengo una enorme deuda con dos personas sin las cuales toda la empresa no habría podido ni siquiera ponerse en marcha.

Dedico este libro a Laura y Louisa, a quienes ofrezco mi afecto y mis disculpas.


Aún era de noche cuando salí de Sheik Jarrah. En la Puerta de Damasco los primeros vendedores de fruta se reunían junto a un brasero y se calentaban las manos con vasos llenos de té dulzón. El franciscano irlandés esperaba junto a la puerta del Santo Sepulcro. Hacía señales con la cabeza bajo la capucha del hábito y sin decir una palabra me guió por la capilla armenia hasta la gran rotonda. Alrededor de la cúpula se oía el eco del canto llano de doce congregaciones diferentes que cantaban sus respectivos maitines.

—No durará mucho —dijo el hermano Fabian⁠—. Los griegos terminan a las ocho y media.

—Pero faltan dos horas.

—No, sólo media. Los griegos no nos dejan atrasar el reloj. Aquí seguimos la hora bizantina.

Se arrodilló sobre una losa, recogió las manos dentro de las mangas y empezó a decir sus oraciones en voz baja. Esperamos durante veinte minutos.

—¿Por qué no salen?

—Los turnos son muy estrictos. Se les permite estar cuatro horas en el Sepulcro y no se irán hasta que se cumpla el tiempo.

Dudó un momento y añadió:

—Las cosas están un poco tensas en este momento. El mes pasado uno de los monjes armenios se volvió loco: creía que un ángel le ordenaba que matase al patriarca griego. Hizo pedazos una lámpara de aceite y empezó a perseguir al patriarca Diodorus por el coro con un pedazo de vidrio en la mano.

—¿Y qué ocurrió?

—Los griegos pudieron dominarle. El que cuida de la capilla griega era levantador de pesas en Salónica y le mantuvo inmovilizado en la cripta, hasta que llegó la policía. Pero desde entonces, los griegos y los armenios no se dirigen la palabra, y nosotros teníamos que hacer de intermediarios. Hasta que también rompimos las relaciones con los griegos.

—¿Qué quiere decir?

—El mes pasado Diodorus pasaba por el puente que cruza el Jordán cuando los guardias fronterizos descubrieron que llevaba una enorme bolsa de heroína en el filtro de aire de su coche. A él le dejaron en libertad, pero detuvieron al chófer. Diodorus afirmó que él había puesto la bolsa allí. El chófer era católico.

—De manera que ahora nadie se habla con nadie.

—Me parece que los coptos todavía se hablan con los maronitas. Pero aparte de eso, no.

El hermano Fabian sacó una mano del hábito y señaló la cúpula de la rotonda.

—¿Ve aquel andamio de pintor? Hace diez años que está ahí porque los tres patriarcas no se ponen de acuerdo en el color. Acababan de decidir que lo pintarían de negro cuando los armenios asaltaron a Diodorus. Ahora los griegos quieren que se pinte de púrpura. Tardará otros diez años en pintarse. Para entonces —⁠añadió Fabian—, yo ya habré vuelto a Donegal.

En aquel momento los monjes griegos con hábito negro salieron en procesión del Sepulcro, una construcción bulbosa, en forma de cafetera, que Robert Byron comparó a una locomotora. Mientras salvaban el último peldaño, algunos monjes iban cantando antífonas mientras otros rociaban el atrio con agua bendita. Llevaban barbas entrecanas y sombreros cilíndricos coronados por un birrete negro. Miraron ceñudos la Capilla Latina y luego se dirigieron al Calvario.

—Espere aquí —dijo el hermano Fabian.

Regresó con una regadera de hojalata y una bandeja que contenía una especie de instrumental quirúrgico. Me entregó la bandeja y se dirigió al Sepulcro, hizo una reverencia, se encorvó y se introdujo con dificultad por debajo del arco. Le seguí. Atravesamos la primera cámara oscura y nos detuvimos en el santuario del interior. El sepulcro más sagrado de la cristiandad tenía el tamaño de un armario para guardar escobas. Sobre una repisa descansaba la Losa de la Resurrección y encima de ella había dos iconos, una pintura manierista en mal estado y un jarrón que contenía siete rosas marchitas. Del techo colgaban doce lamparillas suspendidas por cadenas de acero. Fabian se arrodilló, besó la Losa y se puso a rezar en voz baja. Después se levantó.

—Tenemos hasta las doce y media —⁠dijo.

De nuevo en la primera cámara, sacó de un hueco de la pared una pequeña escalera, se subió a ella, desenganchó la argolla de la pared y soltó la polea. Las cuatro lamparillas católicas descendieron. Eran de bronce, deslustradas y muy antiguas. En la parte exterior había unos querubines y un serafín de seis alas finamente grabados. Después de indicarme por gestos que le pasara la regadera, el fraile se inclinó sobre las lamparillas y con sumo cuidado empezó a verter aceite en tres de ellas. Al hacerlo, las llamas vacilaban.

—Creía que esas lamparillas eran milagrosas. Se supone que tienen una llama eterna.

—Eso dicen —dijo el hermano Fabian luchando con la mecha de una de las lamparillas⁠—. Pero intente cambiar el aceite sin que se apaguen. Créame, es imposible. ¡Maldita sea! Se ha terminado la mecha. Páseme el cordel.

Señalaba la bandeja de instrumental quirúrgico. Vi un rollo de cuerda y se lo pasé.

—¿Así que estas lamparillas no tienen nada de milagroso?

—Nada en absoluto. Deme las tijeras.

—¿Y el aceite? ¿Es óleo consagrado? ¿Procede del Monte de los Olivos?

—No, es aceite corriente de girasol. Procede de una caja que hay en la sacristía. ¡Maldita lamparilla! Tendremos que hacer otra mariposa. Páseme una, ¿quiere?

—¿Una mariposa?

—Una de esas cosas de corcho.

Le pasé una de esas cosas de la bandeja.

—¿Dónde está la chica? —preguntó Fabian desde la escalera.

—No lo sé. Durmiendo, supongo.

—¿Es… su amiga?

—¿Qué quiere decir?

Fabian me guiñó el ojo.

—Ya sabe…

—No es mi novia, si es eso lo que quiere decir.

—¿Y quién es ese italiano al que andaba buscando?

—¿Polo?

—Sí, ése.

—Él es… diferente.

—¿Fue él quien le dijo que este óleo era milagroso?

—Supongo que sí, indirectamente.

—Pues puede decirle de mi parte que es aceite normal y corriente.

—Será un poco difícil.

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