EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO
Vivimos tiempos en los que el pasmo se convierte en rutina. Nos desayunamos con noticias que no hace mucho eran consideradas inverosímiles, política-ficción del peor gusto que habría arruinado la carrera del más reputado guionista.
Profesores expedientados por enseñar que el sexo está determinado por un par de cromosomas, cuentas de twitter suspendidas por afirmar que la hierba es verde, violadores convictos que dicen ser mujeres para ser trasladados a una prisión femenina donde violar a unas cuantas reclusas, estatuas de san Junípero Serra derribadas por «justicieros» descendientes de los puritanos que masacraron a los indígenas norteamericanos, mujeres deportistas que ven cómo su puesto en las Olimpiadas es ocupado por competidores con genitales masculinos, inocentes películas descalificadas como si fueran horrendas abominaciones (¡si hasta Dumbo es ahora políticamente incorrecto!), palabras de toda la vida que, de un día para otro, se convierten en términos prohibidos que pueden arruinar tu carrera o incluso tu vida...
Palabras canceladas. Estatuas canceladas. Libros cancelados... e incluso personas canceladas.
Todo debe ajustarse a los moldes de la corrección política.
La pregunta es obvia: ¿nos hemos vuelto todos locos?
Aún no del todo, pero vamos camino de lograrlo.
¿Qué ingrediente han echado al agua que explique esta explosión de chaladuras?
Quizás lo que ocurre es que estamos asistiendo ahora al estallido de algo laboriosamente preparado, algo que viene de lejos: llevamos mucho tiempo acumulando combustible y lo que contemplamos ahora es la combustión de esa gigantesca pira. Por eso será bueno, si queremos entender lo que acertadamente se puede calificar como el tema de nuestro tiempo, empezar por echar la vista atrás para vislumbrar cómo hemos llegado hasta aquí.
LO QUE PASÓ EN LAS UNIVERSIDADES DURANTE LOS AÑOS 90
Hay quienes trazan la aparición de lo políticamente correcto en las controversias aparecidas en las universidades estadounidenses durante finales de los años 80 y principios de los años 90 del siglo pasado, cuando en 1991 la New York Magazine le dedicó su portada al entonces nuevo fenómeno junto a un artículo de John Taylor titulado «Are You Politically Correct?». Fueron los años en los que se empezaron a purgar los currículos de humanidades para aligerarlos de las obras de lo que les dio por calificar como una colección de «hombres viejos blancos» (tres rasgos que te condenan irremisiblemente al basurero de la historia según los criterios de los adeptos de esta peculiar «diversidad»). Purgas que uno de los testigos de su emergencia, el historiador François Furet, no dudaba en calificar como el «último intento de las utopías de regeneración de la sociedad».
En 1994 James Finn Garner publicaba sus Cuentos infantiles políticamente correctos, una parodia que reescribía los cuentos de toda la vida para amoldarlos a las nuevas exigencias. Por ejemplo, en el archiconocido cuento clásico, Caperucita ya no era una niña, sino una persona de corta edad, la tarta para su abuelita era sustituida por fruta fresca y agua mineral y se advertía a los lectores de que el encargo de visitar a su abuelita no recaía en ella «porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad». Obviamente, Caperucita desoye la advertencia del lobo acerca de los peligros del bosque y le echa en cara el sexismo encubierto en ese paternalismo lobuno. El lobo, en esta versión políticamente correcta, llegaba el primero a casa de la abuelita, pero no porque Caperucita se entretuviera contemplando las florecillas del bosque, sino porque el lobo, «liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela».
No desvelaremos aquí el final de esta versión, nos limitaremos a citar la advertencia del propio autor:
Deseo disculparme de antemano y animar al lector a presentar cualquier sugerencia encaminada a rectificar posibles muestras –ya debidas a error u omisión– de actitudes inadvertidamente sexistas, racistas, culturalistas, nacionalistas, regionalistas, intelectualistas, socioeconomistas, etnocéntricas, falocéntricas, heteropatriarcales o discriminatorias por cuestiones de edad, aspecto, capacidad física, tamaño, especie u otras no mencionadas.
El libro de Finn Gardner trataba de exponer lo ridículas que eran las pretensiones de aplicar la corrección política al lenguaje y al argumento de una narración, confiando en que la contemplación de los resultados a los que lleva esa lógica haría entender lo absurdo de esa pretensión. A la vista de la realidad actual, el intento ha fracasado: ahora se publican libros como aquel pero sin el menor atisbo de ironía. Lo que Finn Gardner suponía que era evidentemente ridículo ya no lo es y pasa por serio y respetable (e incluso merecedor de subvenciones estatales, que siempre se agradecen) para muchos.
El término «políticamente correcto», sin embargo, ya había hecho su aparición unos cuantos años antes. La URSS de Stalin, por ejemplo, empleaba la expresión «politicheskaya pravil’nost», corrección política, con connotaciones positivas como un medio de controlar a su población. Y del uso oficial pasó al uso literario en dos escritores que habían conocido de primera mano el totalitarismo comunista: el ruso Vladimir Nabokov y el polaco Czesław Miłosz.
Nabokov usó el término «políticamente incorrecto», dándole su significado actual, en su novela de 1947 Barra Siniestra, que transcurre en un régimen totalitario imaginario donde, según informa la prensa controlada por el Estado, «algunas organizaciones eran bastante malas y hoy están prohibidas», son «organizaciones políticamente incorrectas», esto es, desviadas de la «verdad» oficial establecida por el Estado.
Seis años después de que el ruso Nabokov empleara el término, fue el polaco Miłosz quien utilizó la expresión polaca «poprawny politycznie» («políticamente correcto») en su obra La mente cautiva. Allí la emplea en el contexto de la censura por parte del régimen comunista cuando, refiriéndose a un escritor, señala que «aún así, un tema políticamente correcto no le habría salvado del ataque de los críticos si éstos hubieran querido aplicar criterios ortodoxos, porque describió el campo de concentración tal y como lo había visto personalmente, no como se suponía que había que verlo», poniendo de manifiesto un aspecto clave de este fenómeno: el abismo que separa lo «políticamente correcto» de la realidad.
LA ESCUELA DE FRANKFURT, LA TEORÍA CRÍTICA Y LA UBICUA DECONSTRUCCIÓN
Pero sigamos remontando el tiempo en dirección hacia los orígenes de la locura que ahora nos rodea. Lo que se vivió en las universidades a finales del siglo XX no fue otra cosa que la cristalización de una teoría que la Escuela de Frankfurt había denominado como Teoría Crítica y que fácilmente reconocemos en muchas de las noticias de hoy en día con las que empezábamos nuestro recorrido.
Pensadores como Max Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse o Erich Fromm, primero en Alemania y luego en Estados Unidos, inspirándose en Hegel, Marx y Freud, desarrollaron la influyente Teoría Crítica que toma su nombre de un artículo de 1937, obra de Horkheimer, titulado Teoría Tradicional y Crítica.
¿En qué se diferencia, para estos autores, la teoría de toda la vida de esta nueva Teoría Crítica?
La diferencia entre ambas consistiría en que, mientras que una Teoría Tradicional en el campo de las ciencias sociales pretende comprender y describir algún fenómeno social, la Teoría Crítica parte de la visión a priori de lo que considera que debería ser la sociedad para, tras detectar los elementos que no encajan en esa visión, organizar la movilización y el activismo que lleven a subvertir, desmantelar o transformar esos elementos. Es decir, la Teoría Crítica intenta derruir para rehacer después la sociedad de acuerdo con lo que ella ya había decidido antes incluso del análisis de la realidad.