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Teófanes Egido - La Reforma en Inglaterra

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Teófanes Egido La Reforma en Inglaterra
  • Libro:
    La Reforma en Inglaterra
  • Autor:
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    ePubLibre
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    1985
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Título original: La Reforma en Inglaterra

Teófanes Egido, 1985

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

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Entrega n.º 125 de la colección Cuadernos Historia 16 dedicado a la Reforma en Inglaterra.

Teófanes Egido La Reforma en Inglaterra Cuadernos Historia 16 - 125 ePub r10 - photo 2

Teófanes Egido

La Reforma en Inglaterra

Cuadernos Historia 16 - 125

ePub r1.0

Titivillus 04.09.2022

La Reforma en Inglaterra

Teófanes Egido

Profesor de Historia Moderna. Universidad de Valladolid

N O acaba de desarraigarse la visión de la reforma inglesa como producto de las veleidades de un monarca enamorado y lascivo, conforme al tópico acuñado por la historiografía polémica de signo católico. A estas alturas no es preciso ni advertir que la apreciación, simplista, poco tiene que ver con la realidad histórica. Y es esta realidad la que intentaremos exponer, fijándonos en unos orígenes complicados para tratar de descubrir el proceso, lleno de alternancias, que condujo al Anglicanismo como síntesis comprehensiva de elementos católicos y protestantes sin identificarse en su resultado final con ninguno de ellos. Si el cisma (para Enrique VIII la cismática era Roma) es el punto de arranque de estas páginas, su término será el de la Revolución de 1688 con sus decisiones capaces de crear un clima de precoz tolerancia, por limitada que ésta fuera. Hoy día está más que superada la explicación que recurre a los consabidos abusos, a la corrupción de costumbres (que cada uno atribuía maniqueamente al contrario), para aclarar el origen de la Reforma en general, de la inglesa en particular. La situación religiosa en aquellos comienzos del siglos XVI, si por algo se caracterizaba era por su vitalidad, y lo moralizante, tan presente en los rigorismos de siempre, no entró en el proyecto primitivo reformador hasta que irrumpieran las corrientes briosas del calvinismo y de los puritanismos derivados.

Más importancia tuvo el ambiente peculiar que se respiraba en Europa. Las élites del pensamiento, apoyadas en los poderes de la imprenta, se encargaron de avivar formas nuevas de piedad que reclamaban el recurso a la Sagrada Escritura como referencia primera de fe, de la religiosidad y de la misma organización eclesial. Y el Humanismo había convertido a Inglaterra en predio predilecto. Contaba con mecenas como el cardenal-canciller Wolsey, con la protección de Enrique VIII, el monarca más culto de su tiempo, no hay duda. Erasmo pasó largas temporadas en la isla, enseñó en Oxford y Cambridge. Luis Vives andaba por allí como preceptor de la casa real. John Colet y Thomas Moro, por citar sólo a los más señeros, encarnaron y avivaron este espíritu nuevo.

El clima religioso del Humanismo no intentaba sólo despojar a la religiosidad popular de tantas excrescencias como —según él— se habían acumulado. Su proyecto de reforma era —además de bastante contradictorio— más profundo: no podía sufrir la multitud incontable de mediaciones, de supersticiones, que ocultaban el protagonismo de Jesucristo y del Evangelio. Desde este punto de partida estaban comprometiendo ya a las estructuras eclesiásticas, y el anticlericalismo es una de sus consecuencias, sobre todo en su versión de hostilidad hacia el monacato y las órdenes mendicantes, atacadas por todos sus flancos. Cuando, como en Inglaterra, la aversión coincida con intereses de la nobleza, de la burguesía rural o gentry, empeñada en incrementar su patrimonio y sus cercados productivos (por la lana de las ovejas), con los del monarca, exhausto en sus arcas, no debe extrañar que las exclaustraciones y desamortizaciones sean un episodio normal y un acicate en el proceso de reforma.

Oscuridades de la Eclesiología

En este ambiente hay que situar otro de los factores fundamentales que aclara muchas cosas y, más concretamente, los orígenes de la reforma inglesa: la confrontación con Roma. En principio la Eclesiología en aquel primer siglo XVI no estaba elaborada con las claridades de después. Uno de sus capítulos más oscuros era el referente a la función del Papa. Por supuesto, que fuera infalible no constituía entonces ningún dogma incuestionable para la Cristiandad. Su superioridad sobre los concilios pocos la admitían. El ser uno de tantos príncipes situaba su ministerio en los niveles políticos más que en los doctrinales.

Además, se le sentía lejano por un pueblo, al que sonaba más como extranjero extractor de impuestos que como pastor universal. Las élites le reprochaban el haberse convertido en una rémora del anhelo generalizado de reformas. Unos y otros sintonizaban mejor con el monarca cercano que con el pontífice despreocupado de lo espiritual. Cuando, en los umbrales de la ruptura inglesa, tuvo lugar el Saco de Roma (1527) por las tropas imperiales, fueron muchos los que esperaron (y anhelaron) que Carlos V se decidiera a enderezar la Iglesia de una vez imponiéndose sobre el Papa encerrado o semidesterrado.

Enrique VIII de Inglaterra anónimo Galería Nacional de Retratos Londres - photo 3

Enrique VIII de Inglaterra (anónimo, Galería Nacional de Retratos, Londres).

Esa desconfianza y esta lejanía eran, si cabe, más perceptibles en Inglaterra. Precisamente por 1516 Thomas Moro publicaba —con toda la fuerza del género utópico— el sueño de una Iglesia autónoma, sin pontífices, tolerante, con pocos sacerdotes (y sacerdotisas) elegidos por el pueblo. Y siglo y medio antes, desde los círculos universitarios de Oxford, John Wyclif había divulgado sus críticas radicales al sistema sacramental, clamaba por el recurso a la Sagrada Escritura sin otras autoridades interpretativas, adelantaba principios renovados por Lutero después, y establecía las tesis del derecho real a expropiar los bienes eclesiásticos y de una Iglesia nacional más subordinada al soberano que al Papa. Los gérmenes de subversión social fueron asumidos por el movimiento de los lolardos (algunos profesores de la Universidad, muchos estudiantes, bastantes clérigos, pueblo sencillo). Como aquellos tiempos no estaban para herejías, los lolardos fueron duramente reprimidos; y como por 1380 no se contaba aún con la capacidad multiplicadora de la imprenta, las ideas de Wyclif apenas trascendieron por el momento, lo que no quiere decir que los rescoldos se apagaran del todo.

Iglesias y Estados modernos

Las monarquías modernas disponían de recursos suficientes para imponer su poder absoluto en los Estados respectivos. Estados que entonces eran mixtos, es decir, integrados, sin mayores diferenciaciones, por el componente civil y el eclesiástico. Las relaciones Iglesia-Estado, como puede presumirse, resultaban siempre tensas, cuando no violentas, pues se vivía en constante conflicto de jurisdicciones. En el duelo, antañón, entre el papa y los monarcas por ganar parcelas de poder, aquél había perdido bazas decisivas como la del control del episcopado, presentado por los reyes en casi todos los reinos cristianos. La jerarquía, y con ella las iniciativas, en cierto sentido, se habían nacionalizado. El poder monárquico disponía de medios suficientes para vetar intromisiones pontificias e impedir apelaciones a Roma. La Iglesia francesa era más galicana, la española más regalista, la inglesa (ya antes del «cisma») más anglicana que romanas. Bien mirado el panorama, lo extraño no es que algunos Estados modernos de la Cristiandad rompieran con Roma: más extraño es aún que no lo hicieron casi todos.

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