Una persona moralmente irreprochable no escribe libros.
RECUERDOS DISPERSOS DE JESÚS AGUIRRE, EDITOR Y DUQUE
Aunque creo que vi por primera vez a Jesús Aguirre, el «cura Aguirre», en mi primera Feria de Frankfurt, en 1969, en mis inicios como editor, ya había oído hablar mucho de él, de su complicada leyenda.
Durante años, en los 60, cuando iba o venía de sus estudios teológicos en Alemania, recalaba por aquel sótano de Gil de Biedma, «tan negro como mi reputación», según palabras del poeta, y participaba en las tertulias –«justas literarias» quizá sea una expresión más acerada, enérgica y exacta– con Jaime, Luis Marquesán, Gabriel Ferrater, Barral, Salinas, de las que, luego, los amigos más jóvenes, extramuros aún del sanctasanctórum, intentábamos informarnos minuciosamente.
También tenía en Barcelona dos grandes amigas (que también lo eran mías) a las que durante años vio regularmente. Una era Trinidad Sánchez Pacheco, que había estado casada con Enrique Boada, uno de los fundadores del FLP, ambos muy cercanos a Julio Cerón. Jesús tenía una gran sintonía con los «felipes» (al parecer, incluso había redactado las bases fundacionales del partido sin inscribirse en él, típico suyo), y el asesinato de Enrique Ruano, de quien era confesor, a manos de la policía y vergonzosamente disfrazado de suicidio (en el diario conservador por excelencia se le dio a la noticia un tratamiento particularmente repugnante), le trastornó muchísimo. La otra era Laura Tremosa, mi compañera en los estudios de ingeniería y luego progresivamente politizada, que vivía en Sarrià en una torre vecina a la de Xavier Rubert de Ventós, también amigo común de todos. Es decir, otras vías informativas.
Avatares eclesiásticos aparte, para nosotros siempre brumosos, el muy culto Jesús fue nombrado director de Taurus, el Taurus de la época de los Fierro, donde llevó a cabo una labor extraordinaria y la convirtió, en los años 70, en una editorial fundamental de pensamiento. En esta década, entre sus iniciativas más conocidas y celebradas, incorporó a la bibliografía española, como es bien sabido, a los protagonistas más destacados de la Escuela de Frankfurt: Adorno, Horkheimer y Walter Benjamin. Incluso tradujo y prologó Haschisch y los dos tomos de Iluminaciones de este último, pensador sumamente original e imprevisible, que se escapaba de las ataduras de cualquier dogma, y por quien Aguirre tenía, claro está, especial predilección. (En otro lugar he contado que, al intentar contratar algunos títulos de estos autores, todos publicados por la editorial alemana Suhrkamp, me topaba con el bloqueo objetivo de Taurus.) Y Jesús también descubrió a un jovencísimo Fernando Savater, con Nihilismo y acción, quien de paso, algo después, trajo a Cioran. Y si bien recuerdo se galardonó con el Premio Taurus, en su segunda convocatoria, un ensayo sobre Espriu de otro amigo común, Josep Maria Castellet.
En dicha década, además de Jesús Aguirre varios editores polarizaban, cada uno a su manera, la oposición al franquismo en Madrid, eran poderes fácticos del frente cultural. Así, Javier Pradera en Alianza, Pedro Altares en Cuadernos para el Diálogo, Jesús Aguirre en Taurus y, en Siglo XXI, Faustino Lastra, Nacho Quintana y Javier Abásolo. Las presentaciones de Taurus, en sus salones de la plaza del Marqués de Salamanca, eran un selecto lugar de encuentro de tolerados, semiclandestinos y algún relevante clandestino: «Isidoro», es decir Felipe González, se exhibió oficialmente en sociedad como secretario general del PSOE, por primera vez, presentando una edición de obras de Julián Besteiro.
Resulta curioso que dos significativos representantes del diálogo entre cristianos y marxistas (un tema muy vivo en su época) fueran personajes tan dispares como los editores Alfonso Carlos Comín y Jesús Aguirre, que en un escenario teatral podrían haber protagonizado algo así como, parafraseando a Glauber Rocha, Dios y el Diablo en la tierra del diálogo.
Además de encontrarnos en la Feria de Madrid, en aquellos tiempos remotos en los que aparte de los autores también la frecuentaban los editores, nos veíamos cada año en Frankfurt, en su época de editor. Recuerdo que en una ocasión me dijo a bote pronto, en un pasillo, que quería hacerme un regalo, que por desdicha no se concretó (ni yo se lo reclamé), un regalo estupendo: su traducción de la célebre Carta de Lord Chandos, de Hofmannsthal, que pensaba emprender en breve plazo, pour le plaisir.
La primera vez que otorgamos el Premio Anagrama de Ensayo, el galardonado fue Rubert de Ventós con La estética y sus herejías. Lo presentamos en la librería Visor, en la calle Isaac Peral, y el maestro de ceremonias fue precisamente Jesús Aguirre. Cuando le pedimos que lo hiciera, aceptó, comentando «¡Qué astutos sois!», como si hubiéramos planeado desactivar así su acreditada mordacidad, y más en un territorio que acaso podría considerar «suyo», el ensayo. Vestido con una guayabera blanca, lo presentó de forma impecable, con alguna venenosa aunque casi imperceptible reticencia, marca de la casa. Luego nos fuimos a cenar en grupo, con el presentador, el premiado, Aranguren, los Visores y otros amigos, a un restaurante al aire libre. No desaproveché la ocasión de sentarme a su lado y disfrutar de su lengua viperina (en muy variados registros). Me dijo, entre otras cosas, que desde hacía muchos años llevaba un diario, redactado, al parecer, con espectacular sinceridad. En alguna ocasión intenté publicarlo, naturalmente expurgado, casi sin esperanzas y desde luego sin éxito.
Y unos años después, en 1978, de pronto, la noticia inesperadísima: Jesús Aguirre se casaba con la Duquesa de Alba, un ejemplo al cubo de la pareja despareja. Me enteré de la noticia en una cena en casa de Esther Tusquets, en la que también estaban Castellet y Barral. Uno de ellos, posiblemente Carlos Barral, se había enterado vía Madrid, con casi total seguridad por boca de García Hortelano, y estaban la mar de excitados. Recuerdo a Castellet gesticulando muy divertido: «El cura Aguirre ¡Duque de Alba! ¡Es lo más grande que nos ha pasado en nuestras vidas!»
Después de que se convirtiera en Duque de Alba, el más Duque de Alba de los Duques de Alba que en el mundo han sido, como es público y notorio, lo vi de forma muy esporádica. Leí, eso sí, Casi ayer noche, su compilación de ensayos (su «libro de prólogos», según sus enemigos) que me dedicó en la caseta de Taurus en la Feria de Madrid, y su libro sobre su etapa de director general de Música, Memorias del cumplimiento, que me supo a poco. Como «personaje», me pareció memorable un retrato que le dedicó Álvaro Pombo en una serie que publicaba Diario 16.
En su singular biografía se produjo un episodio imprevisto. Un grupo de temibles periodistas madrileños, reunidos en la Peña del Alabardero, decidieron convocar el Premio al Tonto Contemporáneo, que se otorgó durante varios años. Se elegía a una figura española conocida, que debía cumplir dos requisitos: ser contemporáneo y también tonto, aunque, atención, no demasiado obvio. Así, cuando le otorgaron el galardón a Luis Solana, el sonriente director de Telefónica, parte del jurado discrepó por la obviedad excesiva. Un año se lo dieron a Jesús Aguirre. Nada tonto, desde luego, todo lo contrario. Sin embargo, los alegres compinches del jurado opinaban que «estaba tonto» con lo de «Nosotros los Alba y nuestras jaquecas» o «cuando tomamos Flandes» y otras subrayadas provocaciones. A Jesús le pareció un golpe bajo, le sentó como un tiro, al contrario que a Solana, que acudió a recibir el suyo tan risueño como de costumbre.