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Arturo Uslar Pietri - La ciudad de nadie

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Arturo Uslar Pietri La ciudad de nadie

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La ciudad de nadie

El otoño en Europa

Un turista en el Cercano Oriente

LA CIUDAD DE NADIE

A ISABEL

I

En 1528 Giovanni Verrazzano moría colgado de una verga en una nave española. Aquella mirada que se bamboleó en agonía de péndulo del azul de babor al azul de estribor fue la primera que contempló la bahía, y el río y la isla llena de árboles en soledad. La isla fue Angolema; el río, Vandoma y la bahía, Santa Margarita. Unos nombres que venían de la corte de Francia y que pasaron por sobre la soledad como un vuelo de golondrinas.

Durante ochenta y cinco años más no se oyen sino el canto del pájaro, el rumor de la marea, el silbido de la flecha del indio, o el eco de los pies que danzan las danzas ceremoniales.

Después, asoma por la bahía la «Media Luna» con todas las velas desplegadas. Era el velero en que el capitán Henry Hudson venía buscando el paso del Noroeste para los holandeses. Lo que encuentran es aquel río que llama de las Montañas y muchas ricas pieles que tienden los indios de la isla. Pieles para el frío de los holandeses y para el comercio de los holandeses. Pieles que más tarde no tuvo Henry Hudson cuando, buscando el paso más al norte, la tripulación amotinada lo abandonó en un bote a los hielos boreales.

Los gruesos y cabeceantes barcos holandeses siguieron viniendo a la isla a buscar pieles. Bajaban a tierra por el día y daban a los indios unos trapos rojos, unas cuentas de vidrio, un pedazo de espejo a cambio de pieles de castor, de zorro, de ardilla, de conejo salvaje. La noche la pasaban en el barco. Y cuando la sentina estaba llena, alzaban la remendada vela y rodaban con el viento por la bahía hacia el mar.

Hasta que un día del invierno de 1613 se le incendió el barco a Adrián Block. Se llamaba «Tigre» y se puso amarillo y fiero de fuego entre la niebla gris y los gritos grises de las gaviotas. Adrián Block tuvo que construir una choza para pasar el invierno con su gente. Y allí empezó la ciudad.

Diez años más tarde ya habían construido un fortín de madera, ya habían trazado una calle, ya llamaban a la tierra Nueva Bélgica, ya tenían un Gobernador holandés y un sello. El sello ostentaba en el centro una piel de castor extendida.

Los indios parecían llamarse Manados o Manhattan. El Gobernador, Peter Minuit, con su sombrero de copa y sus calzones abombados, rodeado de rojos soldados armados de arcabuces, les compró la isla a los indios. El cacique venía envuelto en sus pieles. Peter Minuit fue poniendo en el suelo cuentas de vidrio, adornos de cobre, pedazos de telas, algún cuchillo. Los rechonchos tratantes iban sacando mentalmente la cuenta: cinco pesos, dieciocho pesos, veinticuatro pesos.

Luego emprendió la construcción de un fuerte de piedra en forma de tortuga, que se llamó Fuerte Amsterdam, levantó una empalizada protectora en torno a las casas, dividió la tierra en granjas, en «bouweries» holandesas y la ciudad de Nueva Amsterdam empezó a crecer hasta tener doscientos habitantes.

Diez años más tarde hubo la primera guerra con los indios y se construyó una valla para la defensa del poblado. A lo largo de ella se extendió la calle de la valla, a la que los ingleses llamaron después «Wall Street».

Se sembró trigo, se trajeron ganados, se sucedieron los Gobernadores holandeses. El último tenía una pierna de palo y se llamaba Peter Stuyvesant. Y no encontró entre sus gobernados quienes quisieran ayudarlo a resistir cuando los ingleses vinieron a tomar la isla. Nadie quería hacerse matar con los negocios tan prósperos.

La ciudad hubo de llamarse Nueva York, por el hermano del Rey de Inglaterra y el fuerte, Jaime, por el Rey. Y en el escudo de la «Nova Ebora» la piel del castor se redujo a un rincón para dejar el lugar a las aspas de un molino y a dos barriles de harina.

Era un reducto de comerciantes ingleses y holandeses en el extremo meridional de la isla que había sido de los indios. Se comerciaba con Europa, con las Antillas, con la harina de los colonos, las pieles de los indios y las melazas de los antillanos. Se comerciaba con los piratas que traían ricos botines del Golfo de México. En rojas casas de ladrillo vivían los rubicundos mercaderes.

También había negros. En la calle donde estuvo la valla pusieron el mercado de esclavos. Los panzudos mercaderes venían los días de subasta, veían los negros hacinados, los mandaban a levantarse para observarles la musculatura, les hacían abrir la boca para mirarles los dientes y se llevaban finalmente uno solo, o una pareja, o una familia entera. Resultaban buenos los negros. Hubo un momento en que hubo más negros de servidumbre que colorados comerciantes. Lo que era peligroso. Se tomaron providencias. Se les prohibió hablar, reunirse o salir de noche. Se les vigilaba.

Hasta que Mary Burton se presentó un día diciendo que los negros tenían una conspiración para asesinar a los blancos. Y los blancos se adelantaron a asesinar a los negros. Todos los negros que señalaba Mary Burton fueron ejecutados. Hasta que Mary Burton desapareció y las gentes se olvidaron de su historia.

Los negocios eran más prósperos que nunca. El ron, la melaza y los negros servían para hacer grandes fortunas. El puerto se llenaba de velas que venían de los más lejanos mares. La mancha de la pequeña ciudad iba trepando por el campo de la isla.

Todo iba bien, pero a los ingleses se les ocurrió cobrar nuevos impuestos. Y las gentes se lanzaron a protestar. Los pesados comerciantes salieron de sus almacenes más rojos aún con la indignación. Las gentes del pueblo se echaron a la calle a dar voces y a buscar pelea. Hubo tiros con los soldados ingleses.

Un día vino de Boston el General Washington a leer la declaración de Independencia proclamada por la Convención reunida en Filadelfia.

En esa larga hora de crisis, mala para los negocios, el hombre que representa la ciudad es Hamilton. El que más va a trabajar para que la república sea buena para los negocios. Funda Bancos y Empresas, organiza las finanzas de la nueva república para que no pesen sobre la bolsa de los comerciantes. Organiza la primera gran parada que recorre las calles de Nueva York. Con un gran velero de madera y papel que representa la Constitución y millares de gentes en traje de fiesta desfilando durante horas por la calle. Coloca a la ciudad bajo la perpetua advocación de las paradas, que desde entonces ya no cesarán. Habrá infinitos desfiles. Todo se resolverá en un desfile, con carrozas, con muñecos, con disfraces, con estandartes, con fantásticos uniformes. Con una muchacha de lindas piernas que, vestida de tambor mayor, hace piruetas a la cabeza.

Es grande la ciudad que ha visto el desfile de Hamilton. Tiene cerca de sesenta mil habitantes. Que son los mismos que se apretujan en una estrecha calle para ver a Washington juramentarse como el primer Presidente de la Unión. Ya hay numerosos coches de caballos que recorren las calles. Y hasta algunos edificios de tres pisos. Pero todavía el Presidente, para hacer ejercicio, puede darle por la tarde la vuelta entera a pie.

Diez años después entra el siglo XIX. Las campanas que anuncian la primera hora del año nuevo anuncian el comienzo de un prodigio. El nacimiento de una ciudad universal que a nada se parece, que va a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre. La gran feria y la parada perpetua a la que vendrán hombres de toda la tierra a admirarse de ser hombres.

La primera cosa extraña que ocurre es que un día, un excéntrico, llamado Robert Fulton, echa al río un barco que en lugar de velas tiene humo y que sin embargo navega.

Desde entonces las cosas cambian y parecen precipitarse. Empiezan a llegar barcos llenos de inmigrantes. Vienen irlandeses, italianos, polacos, alemanes. Se concentran en barrios propios donde resuena la lengua materna y predomina el color del viejo país.

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