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Ben Macintyre - Un espía entre amigos

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Ben Macintyre Un espía entre amigos
  • Libro:
    Un espía entre amigos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2014
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Un espía entre amigos: resumen, descripción y anotación

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Epílogo John le Carré

Dios mío, más valdría ser un falso alguien que un verdadero don nadie.

MIKE TYSON,
campeón mundial
de boxeo de los pesos pesados

Nicholas Elliott, del MI6, fue el espía más encantador, ingenioso, elegante, cortés y compulsivamente divertido que haya conocido. Con la perspectiva del tiempo, también el más enigmático. Describir su aspecto resulta, hoy por hoy, una invitación al ridículo. Era un bon viveur de la vieja escuela. Nunca lo vi vestir nada que no fuera un terno oscuro e inmaculado. Tenía unos modales exquisitos, marca de Eton, y disfrutaba de las relaciones humanas.

Era delgado como una vara y parecía flotar ligeramente sobre el suelo con su paso desenvuelto, una silenciosa sonrisa en el rostro y el brazo doblado con una copa de martini o un cigarrillo en la mano.

Sus chalecos describían una curva hacia dentro, nunca hacia fuera. Parecía uno de esos hombres de mundo de las novelas de P. G. Wodehouse, y de hecho hablaba como ellos, con la diferencia de que su conversación era pasmosamente franca, informada y punteada de una temeraria falta de respeto para con la autoridad.

Durante mi paso por el MI6, Elliott y yo, a lo sumo, nos saludábamos. En mi primera entrevista antes de entrar en el servicio, él fue uno de los miembros del tribunal de selección. Siendo yo un novato, él era ya uno de los tótems de la quinta planta, cuyo mayor golpe —la captación durante la guerra de un agente de alto rango de la Abwehr alemana en Estambul, al que se llevó junto con la esposa de este a Gran Bretaña— se nos ponía a los aprendices como ejemplo máximo de lo que un oficial de campo astuto era capaz de conseguir.

Nunca, en todo el tiempo que pasé en el servicio, dejó de ser esa figura remota rodeada de una aureola mágica. Entraba y salía con elegancia del edificio, daba alguna que otra clase, asistía a alguna reunión operativa, se tomaba unas copas en el bar de los tótems y luego se iba.

Dimití del servicio a los treinta y tres años, dejando tras de mí un historial insignificante. Elliott renunció a los cincuenta y tres, tras haber desempeñado un papel central en casi todas las grandes operaciones que el Servicio había llevado a cabo desde el estallido de la segunda guerra mundial. Años después, me lo encontré en una fiesta.

Tras un período turbulento en Londres, Elliott, a su civilizada manera, parecía algo perdido. También estaba profundamente frustrado porque nuestro antiguo servicio se negaba a darle permiso para revelar secretos que, en su opinión, ya no había motivo para considerar confidenciales. Creía que tenía el derecho, e incluso el deber, de decir la verdad sobre ciertos hechos. Y ahí es quizá donde pensó que yo podía intervenir, haciendo de intermediario o de tercero, como dicen los espías, para que su información saliera a la luz y ocupara el lugar que le correspondía.

Sobre todo, quería hablarme de su amigo, colega y némesis: Kim Philby.

Y así fue cómo Nicholas Elliott, una noche de mayo de 1986 en mi casa de Hampstead, veintitrés años después de haberse sentado con Philby en Beirut para escuchar su parcial confesión, me abrió su corazón durante la que sería la primera de varias reuniones. O si no su corazón, sí una versión de este.

Pronto me quedó claro que quería que me sumergiera en su historia, que me maravillara como él se había maravillado, que participara del asombro y la frustración que le había causado la enormidad de lo ocurrido, y que sintiera, a poder ser, o al menos imaginara, la rabia y el dolor que su refinada educación y sus buenas maneras —por no hablar de la Ley de Secretos Oficiales— le obligaban a disimular.

Mientras él hablaba, yo tomaba notas en un cuaderno, sin objeción por su parte. Al revisar esas notas un cuarto de siglo más tarde —veintiocho páginas solo en la primera sesión, manuscritas en un papel desvaído y unidas con una grapa oxidada en una esquina— me reconforta constatar que apenas hay tachaduras.

¿Acaso contemplaba la idea de escribir una novela acerca de la relación entre Philby y Elliott? Imposible. Ya había tocado un tema parecido en El topo. ¿Una obra de teatro, quizá? ¿Un drama a dos voces a lo largo de veinte años de afecto —casi me atrevería a llamarlo amor— mutuo rematado con una traición devastadora y despiadada?

Si eso era lo que tenía en mente, Elliott no estaba dispuesto a permitirlo: «No volvamos a pensar en la obra», me escribió en tono severo en 1991. Y desde entonces he tratado de no volver a pensar en ello.

Al igual que Philby, Elliott, por más que bebiera, nunca decía nada fuera de lugar, salvo ante Philby, por supuesto. Al igual que Philby, era un showman de primera, siempre un paso por delante de los demás, audaz, atrevido y divertido a rabiar. Y aun así, creo que nunca dudé demasiado de que lo que Elliott me contaba no era más que las excusas —las justificaciones— de un espía viejo e indignado.

Sin embargo, mientras que los pretextos de Philby estaban pensados para engañar a sus enemigos, los de Elliott tenían como fin engañarse a sí mismo. Y, tal y como señala Ben Macintyre, con el tiempo fueron apareciendo versiones distintas y contradictorias de esas mismas excusas; la que yo había oído solo era una entre muchas.

En sus monólogos —pues a menudo eso es lo que eran—, Elliott se esforzaba por subrayar que, bajo la guía de Dick White, se había pasado los diez años anteriores a la confrontación de Beirut intentando sonsacarle la «verdad» a Philby. No toda la verdad, ¡Dios nos libre! Eso era algo con lo que White y Elliott no habrían querido encontrarse ni en sus peores pesadillas.

No, una verdad limitada, digerible, a saber —y repito las palabras de Elliott—: que en algún momento de los años de la guerra, cuando algo así habría resultado comprensible, Kim se había dejado tentar por la galantería del aliado ruso y le había hecho algunas concesiones; y que lo mejor para todos sería que hiciera descargo de conciencia y confesara lo que les había dicho, así podría seguir haciendo lo que mejor sabía hacer, es decir, vencer a los rusos en su propio terreno.

Por desgracia, las investigaciones de Macintyre demuestran de forma incontrovertible que ese juego del gato y el ratón nunca tuvo lugar. Al contrario: a pesar del creciente cúmulo de dudas, los dos amigos, lejos de enfrentarse, cerraron filas. ¿Largas noches de alcohol? Las que quieran. Y es que por aquel entonces el alcohol era una parte tan inextricable de la cultura del MI6 que los abstemios podían llegar a ser vistos como elementos subversivos o algo peor.

En cuanto a la pretensión por parte de Elliott de que durante todo ese tiempo estuvo buscando resquicios en la armadura de Philby, es posible que él mismo terminara creyéndoselo —y sin duda estaba decidido a hacer que lo creyera yo también—, porque, en el mundo que en el que él y Philby vivieron durante tanto tiempo, alguien cuyas excusas no resultaran creíbles podía darse por muerto desde el punto de vista operativo.


«Dotado de un encanto arrollador y aficionado a la controversia. Conocí muy bien a Philby, sobre todo a su familia. Me importaban de verdad. Nunca conocí a nadie que se emborrachara como él. Yo lo interrogaba y él no dejaba de beber whisky; luego había que cargarlo literalmente hasta un taxi para que se lo llevara. Al chófer le daba cinco libras para que lo subiera a casa. Un día lo llevé a una cena. Cuando ya se había metido a todo el mundo en el bolsillo, se puso a hablar de las tetas de la anfitriona. Dijo que tenía las mejores tetas del Servicio. Muy fuera de lugar. Cuando uno va a una cena, no se pone a hablar de las tetas de la anfitriona. Pero él era así. Le gustaba crear controversia. También conocí a su padre. Estuvo cenando en mi casa la noche que murió. Un tipo fascinante. Hablaba sin parar sobre su relación con Ibn Saud. Eleanor, la tercera esposa de Philby, lo adoraba. El viejo estuvo coqueteando con la esposa de alguien y luego se marchó. Unas horas más tarde ya estaba muerto. Sus últimas palabras fueron “Dios mío, qué aburrimiento”».

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