Prólogo
Este libro surge de una reflexión amplia sobre las deficiencias de mis primeros trabajos sobre filosofía moral y de la insatisfacción creciente acerca de la concepción de la «filosofía moral» como un área independiente y aislable de investigación. Un tema central de buena parte de esas primeras obras (A Short History of Ethics, 1966; Secularisation and Moral Change, 1967; Against the Self-Images of the Age, 1971) era que la historia y la antropología debían servirnos para aprender la variedad de las prácticas morales, creencias y esquemas conceptuales. La noción de que el filósofo moral puede estudiar los conceptos de la moral simplemente reflexionando, estilo sillón de Oxford, sobre lo que él o ella y los que tiene alrededor dicen o hacen, es estéril. No he encontrado ninguna buena razón para abandonar este convencimiento; y emigrar a los Estados Unidos me ha enseñado que aunque el sillón esté en Cambridge, Massachusetts, o en Princeton, Nueva Jersey, no funciona mejor. Pero en el mismo momento en que estaba afirmando la variedad y heterogeneidad de las creencias, las prácticas y los conceptos morales, quedaba claro que yo me estaba comprometiendo con valoraciones de otras peculiares creencias, prácticas y conceptos. Di, o intenté dar, por ejemplo, cuenta del surgimiento o declive de distintas concepciones de la moral; y era claro para los demás, como debía haberlo sido para mí, que mis consideraciones históricas y sociológicas estaban, y no podían por menos de estar, informadas por un punto de vista valorativo determinado. Más en particular, parecía que estaba afirmando que la naturaleza de la percepción común de la moralidad y del juicio moral en las distintas sociedades modernas era tal, que ya no resultaba posible apelar a criterios morales de la misma forma que lo había sido en otros tiempos y lugares —¡y esto era una calamidad moral! Pero, si mi propio análisis era correcto, ¿a qué podría acudir?
Por la misma época, incluso desde que tuve el privilegio de ser colaborador de la extraordinaria revista The New Reasoner, había estado preocupado por la cuestión del fundamento para el rechazo moral del estalinismo. Muchos de los que rechazaban el estalinismo lo hacían invocando de nuevo los principios de aquel liberalismo en cuya crítica tuvo su origen el marxismo. Puesto que yo continuaba, y continúo, aceptando substancialmente tal crítica, esa respuesta no me era de utilidad. «Uno no puede —escribí respondiendo a la postura entonces tomada por Leszek Kolakowski— resucitar el contenido moral del marxismo tomando simplemente una visión estalinista del desarrollo histórico y añadiéndole la moral liberal» (New Reasoner, 7, p. 100). Además, llegué a entender que el propio marxismo ha padecido un serio y perjudicial empobrecimiento moral a causa de lo que en él había de herencia del individualismo liberal tanto como de su desviación del liberalismo.
La conclusión a que llegué y que incorporo en este libro —si bien el marxismo propiamente dicho es sólo una preocupación marginal dentro del mismo— es que los defectos y fallos de la moral marxista surgen del grado en que éste, lo mismo que el individualismo liberal, encarna el ethos característico del mundo moderno y modernizante, y que nada menos que el rechazo de una gran parte de dicho ethos nos proveerá de un punto de vista racional y moralmente defendible desde el que juzgar y actuar, y en cuyos términos evaluar los diversos y heterogéneos esquemas morales rivales que se disputan nuestra lealtad. Esta drástica conclusión, apenas necesito añadirlo, no debe recaer sobre aquellos cuyas generosas y justas críticas hacia mi obra temprana me capacitaron para entender en buena parte, aunque quizá no por completo, lo que en ella estaba equivocado: Eric John, J. M. Cameron y Alan Ryan. Tampoco responsabilizaría de esta conclusión a aquellos amigos y colegas cuya influencia ha sido constante durante un gran número de años y con quienes estoy sobremanera en deuda: Heinz Lubasz y Marx Wartofsky.
Dos de mis colegas en la Universidad de Boston leyeron importantes fragmentos de mi manuscrito y me hicieron muchas útiles e iluminadoras sugerencias. Tengo una gran deuda de gratitud con Thomas McCarthy y Elizabeth Rapaport. Otros colegas con quienes también estoy en deuda en muchos aspectos por parecidas sugerencias son Marjorie Grene y Richard Rorty. Por escribir y reescribir a máquina este libro estoy profundamente agradecido a Julie Keith Conley y por varias clases de ayuda en la producción del manuscrito debo dar las gracias a Rosalie Carlson y Zara Chapín. También estoy muy en deuda con las organizaciones del Boston Athenaeum y la London Library.
Partes de este libro han sido leídas a varios grupos y sus amplias reacciones críticas han sido del máximo valor para mí. En particular debo citar al grupo dedicado durante tres años al estudio continuo de los Fundamentos de la Ética en el Hastings Center, con la ayuda de una subvención del National Endowment for the Humanities; breves pasajes de las ponencias presentadas a este grupo en los volúmenes III y IV de la serie sobre The Foundations of Ethics and its Relationship to the Sciences (1978 y 1980), se publican en los capítulos 9 y 14 de este libro y agradezco al Hastings Institute of Society, Ethics and the Life Sciences su permiso para reimprimirlos. Debo citar con profunda gratitud a otros dos grupos: a los miembros de la facultad y estudiantes graduados del Departamento de Filosofía de la Universidad de Notre Dame, cuyas invitaciones a participar en sus Perspective Lectures Series me permitieron algunas de las más importantes oportunidades de desarrollar las ideas de este libro, y a los miembros de mi N. E. H. Seminar en la Universidad de Boston, en el verano de 1978, cuya crítica universitaria de mi obra sobre las virtudes jugó una parte importante en mi instrucción. Por el mismo motivo, debo dar las gracias una vez más al propio National Endowment for the Humanities.
La dedicatoria de este libro expresa una deuda de orden más fundamental; solamente si yo hubiera reconocido antes su carácter fundamental, mi progreso hacia las conclusiones de este libro podría haber sido un poco menos tortuoso. Pero quizá no habría podido reconocerlo ni siquiera como ayuda para esas conclusiones, de no haber sido por lo que debo a mi esposa, Lynn Sumida Joy, que en esto y mucho más es sine qua non.
A. M.
Watertown, Mass.
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Una sugerencia inquietante
Imaginemos que las ciencias naturales fueran a sufrir los efectos de una catástrofe. La masa del público culpa a los científicos de una serie de desastres ambientales. Por todas partes se producen motines, los laboratorios son incendiados, los físicos son linchados, los libros e instrumentos, destruidos. Por último, el movimiento político «Ningún-Saber» toma el poder y victoriosamente procede a la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades apresando y ejecutando a los científicos que restan. Más tarde se produce una reacción contra este movimiento destructivo y la gente ilustrada intenta resucitar la ciencia, aunque han olvidado en gran parte lo que fue. A pesar de ello poseen fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías sin relación tampoco con otro fragmento o parte de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotos y chamuscados. Pese a ello todos esos fragmentos son reincorporados en un conjunto de prácticas que se llevan a cabo bajo los títulos renacidos de física, química y biología. Los adultos disputan entre ellos sobre los méritos respectivos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución y la teoría del flogisto, aunque poseen solamente un conocimiento muy parcial de cada una. Los niños aprenden de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que están haciendo no es ciencia natural en ningún sentido correcto. Todo lo que hacen y dicen se somete a ciertos cánones de consistencia y coherencia y los contextos que serían necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han perdido, quizás irremediablemente.