Ben Dan - El espía que vino de Israel
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El espía que vino de Israel: resumen, descripción y anotación
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La última noche
Lunes, 17 de mayo de 1965. Unos minutos antes de la medianoche, Elie Cohen supo que iba a morir.
Los rápidos pasos de los guardias que sonaron en el corredor, y el ruido de la llave en la cerradura de su celda aislada, le habían despertado bruscamente. Se enderezó con un gesto brusco en su lecho de campaña, aún medio dormido, y distinguió en primer lugar, a la débil luz de una lamparilla que jamás se apagaba, a dos soldados sirios. Por espacio de un segundo imaginó que la sesión de torturas de la víspera, y de la antevíspera, iba a comenzar de nuevo.
Se despertó por completo. Solamente entonces logró ver, entre los dos soldados, al presidente del tribunal militar especial, el coronel Dalli, y al viejo rabino de Damasco, Nissim Andabo. La imprevista visita en plena noche, del coronel acompañado del rabino le puso ante la evidencia de su inminente ejecución. No tuvo tiempo de reaccionar.
El robusto coronel le ordenó con su voz gutural, exageradamente engolada, que se vistiera y se pusiera firme.
Era exactamente la medianoche cuando Elie Cohen, en posición de firmes, y en la celda mejor guardada de la prisión de El-Maza, de Damasco, escuchó estas palabras del coronel Dalli:
—Serás ejecutado esta noche, ahorcado hasta que te sobrevenga la muerte.
El oficial sirio, que se había dirigido a Elie Cohen en árabe, dio un paso atrás para dejar su lugar al rabino Nissim Andabo. El viejo octogenario de barba blanca, encorvado por la edad y destrozado por la emoción, comenzó entonces a recitar con voz temblorosa una plegaria en hebreo:
—El Male Rahamin… (Dios lleno de misericordia).
La plegaria que se recita a un moribundo.
Elie Cohen murmuró la plegaria junto con el rabino, y el viejo no pudo impedir que se le saltaran las lágrimas. Elie hizo entonces un gesto para sostenerlo. Y, en el instante en que el rabino Andabo, perdido ya el control, se equivocó de versículo, Elie, recordando la tradicional plegaria, corrigió suavemente al anciano.
Rodeado de soldados, precedido por el coronel Dalli y acompañado del rabino, Elie Cohen atravesó lentamente los siniestros corredores de la prisión de El-Maza. Una vez llegados a la planta baja, el grupo hubo de aguardar a que se cumplieran las últimas formalidades, mientras algunos otros oficiales sirios en pequeños grupos, se mantenían a distancia. Elie reconoció entre ellos a sus jueces del tribunal militar especial. El lúgubre silencio que pesaba sobre todos los asistentes sólo fue turbado por la voz del rabino que recitaba sus plegarias y, de vez en cuando, por las órdenes nerviosamente lanzadas en árabe por uno u otro de los oficiales presentes.
Eran casi las dos de la madrugada cuando se abrieron los dos batientes de la pesada puerta que da paso al patio interior de la prisión, con el fin de permitir la salida al condenado a muerte y a su séquito de guardianes y jueces.
Una caravana de coches y de camiones del ejército sirio se hallaba formada en el patio, crudamente iluminado por los proyectores de la prisión y los faros de los vehículos, cuyos motores se pusieron en marcha en aquel momento. En cabeza de la caravana figuraba un elegante coche americano de color negro, en el que tomó asiento el jefe de los Servicios Secretos del ejército sirio, el teniente coronel Ahmed Souweidani, actual jefe del Estado Mayor sirio.
Elie Cohen, con las manos atadas a la espalda, vestido con el uniforme de tela oscura de los prisioneros militares, subió a la camioneta que se hallaba en el centro de la caravana. El rabino Nissim Andabo se colocó a su lado. Cuatro soldados, armados con fusiles ametralladora, le vigilaban constantemente.
Después se abrieron las puertas exteriores de la prisión y la caravana salió a la noche tibia y húmeda, a través de las dormidas calles de Damasco.
Sentado en la camioneta militar, cubierta con un toldo, Elie Cohen no podía ver el trayecto que recoma el convoy. Pero sabía que su ejecución iba a tener efecto en el lugar donde, desde hace siglos, se levanta el patíbulo público en Damasco.
Cuando se detuvieron los coches, en los que resonaron de nuevo las órdenes militares, gritos y palabrotas, y cuando fue retirado el toldo trasero de la camioneta, Elie reconoció el edificio del puesto de policía que se halla encuadrado en la esquina de la plaza central de Damasco, la famosa plaza El-Marga que, por una sublime ironía del destino, significa «Plaza de los Mártires». No menos irónico y cruel era el nombre que el pueblo de Damasco había dado, desde hacía años, al puesto de policía hacia el que encaminaron a Elie Cohen después de haberle hecho descender de la camioneta en compañía del rabino: «El matadero».
«El matadero» debía ser la última estación del condenado a muerte, antes de ser ahorcado en la plaza.
Precedidos y seguidos por oficiales sirios, rodeados de soldados, guardias y policías, Elie Cohen y el rabino fueron conducidos hasta una mesa de tosca madera que ocupaba el centro de la estancia principal del puesto de policía. Sentado a un lado de la mesa, mientras, frente a él, el anciano seguía recitando salmos en alabanza a Dios. Elie Cohen vio en ese instante al teniente coronel Ahmed Souweidani que, silenciosamente, clavó en él sus penetrantes ojos.
El condenado a muerte no podía saber que el jefe de los Servicios Secretos sirios se hallaba, veinticuatro horas antes, en Moscú, en misión oficial, y que había sido llamado con toda urgencia por el presidente de Siria, el general Amin El-Hafez, debido precisamente a la ejecución del espía Cohen.
El presidente Hafez y su séquito militar abrigaban el temor, fundado en informaciones secretas, de tener que enfrentarse, a consecuencia de la condena a muerte de Cohen, con un ataque por parte de sus vecinos israelíes. El general Hafez, en consecuencia, había dado órdenes estrictas para que la fecha de la ejecución, decretada dos días antes, no fuera conocida más que de un número muy restringido de oficiales superiores de la junta militar, y de que los jefes del gobierno y del partido, así como los responsables del ejército, estuvieran presentes en Damasco en la noche del 18 al 19 de mayo.
Hafez había dado también la orden de enviar a todo lo largo de la frontera con Israel, desde El-Hama, al sur, hasta las colinas frente al pueblo de Dan, en el norte, refuerzos motorizados, equipados con baterías de morteros y cañones. Durante la noche del 18 al 19 de mayo, los puestos israelíes situados en la frontera con Siria pudieron seguir con sus prismáticos el movimiento de todo el importante aparato militar puesto en acción sobre las colinas enemigas.
Elie Cohen nada sabía de todo esto, como tampoco podía saber si el mundo exterior estaba al corriente de su arresto, del proceso a puerta cerrada, y de la sentencia final. Habían transcurrido cien días desde la mañana en que los oficiales del Servicio especial habían forzado la puerta de su apartamento, en pleno centro de Damasco. Desde aquella mañana, había estado completamente aislado del mundo.
El coronel Dalli le dirigió ahora la palabra:
—Elie Cohen, si lo deseas, puedes redactar tu testamento, o escribir tu última carta.
Elie, que desde que lo despertaran a medianoche no había cruzado una sola palabra con los militares sirios que le rodeaban, hizo un movimiento hacia el rabino Andabo y le dijo con voz serena pero que oyeron claramente todas las personas que se hallaban en la habitación:
—No tengo deudas. No debo nada a nadie. No quiero redactar un testamento. Pero tengo que cumplimentar un último deber hacia mi familia. Me gustaría escribir una carta a mi mujer y a mis hijos.
Colocaron ante él algunas hojas de papel y una pluma. Lentamente, con la tranquilidad del que medita el sentido de cada una de las palabras que escribe, Elie Cohen redactó las siguientes líneas:
«A mi esposa Nadia y a mi querida familia.
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