Carlos García Fandiño - El caso del espiritista
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- Libro:El caso del espiritista
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El caso del espiritista: resumen, descripción y anotación
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EL CASO DEL ESPIRITISTA
Carlos García Fandiño
El caso del espiritista
Desde la estación de metro de Alonso Martínez a la calle Campoamor se tardan unos minutos paseando, por lo que aproveché que no llovía para estirar un poco las piernas. Había conseguido la dirección de Gerardo Maldonado mediante un amigo común de la Comisaría Centro.
La casa resultó ser una de las pocas del “Madrid de toda la vida” que mantenía una portería física (Un inciso: Al ver al hombre al fondo del portal, tras una puerta/mostrador, mi memoria como lector me hizo presuponer que todo aquello olería a cocido o a repollo hervido, como suelen adornar los escritores las escenas de portal en el Madrid castizo. E inmediatamente segregué jugos gástricos por alguna conexión entre la memoria olfativa y la gustativa. Pero la verdad es que no olía a nada en particular; si cabe, a algún ambientador barato que hubiera empleado el portero en su afán por justificar su puesto de trabajo, y más en época de crisis. Continúo). Así que le pregunté al portero y me confirmó que el señor Maldonado vivía en el 2º C y, sí, que estaba en casa.
Subí los dos pisos. La puerta era normal, antigua como correspondía a aquella casa y a su escalera. Todo estaba bien conservado y no podía decirse que estuviera viejo. Como cuando yo me digo que no soy viejo sino antiguo. Llamé al timbre, que también sonó con la estridencia de los timbres de hace cincuenta años.
Al cabo de unos momentos oí en el interior unos pasos que se arrastraban por el pasillo. Esa manera de avanzar hacia la puerta no se correspondía con la energía que siempre había caracterizado al inspector Maldonado, y eso me preocupó.
Alguien me observó a través de la mirilla dorada de la puerta. Luego, corrió un cerrojo y la abrió.
-Hombre, Colmenar, es usted el último que esperaba encontrarme ¿No estaba por la sierra vegetando, como todos?
Gerardo Maldonado, un par de años mayor que yo y con casi una cuarta más de estatura, estaba ante mí, tal vez con el pelo un poco más blanco que la última vez que nos habíamos visto y con aquella voz suya tan ronca, que parecía tener cáñamo trenzado en vez de cuerdas vocales. Lucía un jersey verde botella y unos pantalones vaqueros; y calzaba unas pantuflas. Se veía que estaba realmente sorprendido de verme.
-Inspector, que gusto volver a verlo ¿Podemos hablar un rato?
El expolicía se echó a un lado para permitirme franquear la puerta, que daba directamente a un pasillo que se iniciaba en ángulo. Pasó delante de mí.
-Sígame, Colmenar. Vamos a ver qué tripa se le ha roto. No sé qué temer más, si al Colmenar periodista o al Colmenar jubilado.
-Siempre tan perspicaz, inspector -respondí.
Así me dirigió a un pequeño cuarto de estar con una mesa camilla, un par de sillones de orejas, dos sillas, un aparato de televisión que no llegaría a las 30 pulgadas y una estantería con una veintena de libros y muchos DVDs. En la pared lucía un cuadro muy colorista que no representaba nada reconocible y, casi tapado por la puerta del cuarto cuando se abría, un marco con un diploma y una medalla, ambos al mérito por alguna actuación notable de Maldonado en su época activa. No había nada más: era un cuarto muy austero.
-¿Qué tal en su vida de jubilado? –quise iniciar la conversación con algo banal.
-Lo primero que hice fue comprarme unas pantuflas. Me quedan un poco grandes, pero me obligan a caminar despacio y con cuidado para que no se me salgan –ahora entendía la supuesta falta de energía de los pasos que había oído al llegar-. Se acabaron para mí las prisas y las carreras y… Vamos, una mierda de vida, supongo que como le pasa a usted y por eso está aquí ¿me equivoco?
Mi nombre es Manuel Colmenar y soy periodista jubilado. Toda mi vida profesional la desarrollé en El País. Y siempre como responsable de la sección de Sucesos, decesos y tribunales. Y disfruté en ella. Sin morbo, simplemente porque el trabajo bien hecho es algo que se disfruta haciéndolo. Para mí no fue la típica sección de paso ni, mucho menos, de castigo. Y eso que en España no existe una tradición señera en estas secciones, como en Reino Unido, por ejemplo. De hecho, creo que llegué a ser un especialista bien considerado entre mis colegas.
Trabajar en esa sección me permitió aprender mucho de la vida y de la muerte. Al tener que escribir obituarios, notas necrológicas, recogiendo los hechos relevantes de fallecidos notables por diversos motivos, pude conocer lo bueno y lo malo de la gente. No es que yo no tuviera mis propias percepciones, y más a medida que me hacía mayor, sino que me veía obligado a recurrir a la hemeroteca (y más adelante también a la Wikipedia) no sólo para conocer los hechos de los fallecidos sino el entorno, el paisaje (si se quiere, el decorado) en que habían transcurrido sus vidas en los momentos en que habían hecho algo destacable. Sí, todo eso me enseñó mucho de la vida y de la forma de morir. Pero también aprendí asistiendo en primera fila al trabajo de policías que pretendían descubrir las tramas urdidas por mentes malvadas; malvadas, sí, malévolas y oscuras pero en ocasiones muy inteligentes que buscaban el crimen perfecto. Y a veces los policías sólo contaban con su buen hacer profesional, persistencia y una inteligencia normal.
Ahora, jubilado como ya he dicho, se me hacen muy largos los días y más en invierno, en este invierno de la sierra madrileña, en Collado Villalba, adonde me he retirado, que dura más de lo que pensaba hace dos años cuando vine. Hace frío y nieva, y la primavera (por hermosa que resulte luego) parece que no va a llegar nunca.
En ocasiones no puedo resistirlo y me ataca la nostalgia de los tiempos en que era periodista activo y echo mano de las carpetas en que guardo la información que empleaba para escribir mis crónicas de los distintos casos que me tocó cubrir desde las páginas de El País. También de los archivos informáticos que empleaba en los últimos años, que no siempre fui viejo (bueno, antiguo)…
Hace unos días, en que ya había leído los periódicos y estaba aburrido de ver llover y de maldecir la inactividad, abrí un archivo titulado El caso del espiritista y me volvieron a la memoria mil recuerdos. Por supuesto el recuerdo de un delito de sangre, pero también de un policía, el inspector Maldonado, uno de los hombres más perspicaces que he conocido en mi vida. Sin embargo, aquel caso, el del espiritista, no fue capaz de resolverlo. Fueron los que le sucedieron en la comisaría los que se encontraron (digo bien: se encontraron) con la respuesta a todos los interrogantes que habían quedado pendientes. Y debo decir sin falsa modestia que en buena parte (o en toda) se debió a mí.
Cuando me reencuentro con los viejos casos, como éste, me bulle la sangre y me pongo creativo y siento la necesidad de escribir. Como todo buen periodista llevo dentro un escritor. Y no lo digo porque tengamos fácil el manejo de la pluma (o de la máquina o del teclado del ordenador…). Pienso que los periodistas amamos la ficción porque es la única forma de escribir sin necesidad de buscar la noticia fuera ni es preciso contrastarla: todo surge de nuestra imaginación. Es como si el cerebro fuera una mina en la que unos enanitos estuvieran haciendo galerías en todas direcciones, buscando ideas o palabras; a veces se atascan como si el material encontrado se resistiera y otras veces avanzan ligeros. Por eso, porque ahora puedo escribir sin más límite que mi voluntad e imaginación, decidí escribir E l caso del espiritista de forma novelada.
Decía Picasso que el pintor representa lo que ve y lo que sabe (en su caso, por ejemplo, que el volumen se puede descomponer en planos; y bien que lo aplicó, limitando a dos o tres planos cuerpos y caras). Yo lo parafraseo y digo que el autor relata lo que quiere que vivan sus personajes, pero también lo que sabe de ellos y del mundo.
Para novelar El caso del espiritista necesitaba tener a mi alcance toda la información. Para ello debía encontrarme con el inspector Maldonado. Tal vez así, amigo lector (si apareces y lees este relato) puedas disfrutar con las mismas dudas que los policías y yo mismo tuvimos que sufrir (fíjate: espero que tú disfrutes con lo que nosotros sufrimos). Y te reto a que adivines qué sucedió realmente antes de leer las últimas páginas. Esto puede ser la historia de la novela que decidí escribir, la novela de cómo preparé otra novela
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