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Dominique Lapierre - Era medianoche en Bhopal

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Dominique Lapierre Era medianoche en Bhopal

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Doce y cinco de la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984 Una fulgurante nube - photo 1

Doce y cinco de la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984. Una fulgurante nube de gas tóxico se escapa de una fábrica norteamericana de pesticidas construida en el corazón de la antigua ciudad india de Bhopal. Causa treinta mil muertos y quinientos mil heridos. Es la catástrofe más mortífera de la historia. Este libro narra la emocionante aventura humana y tecnológica que desembocó en esta tragedia.

Una familia de campesinos indios expulsada de su tierra por enjambres de pulgones asesinos. Tres entomólogos neoyorquinos que inventan un pesticida milagroso. Un gigante de la química que encuentra un gas mortal para fabricarlo. Jóvenes ingenieros de Occidente que quieren acabar con las hambrunas del tercer mundo. Una factoría tan inocente como una fábrica de chocolatinas. Las fiestas y las alegrías de los desheredados de un barrio de chabolas. Eunucos y princesas que hechizan a los ingenieros norteamericanos. Un obrero loco por la poesía que desencadena el Apocalipsis. Médicos heroicos que mueren envenenados haciendo el boca a boca a las víctimas. Una recién casada que se salva de las llamas de una hoguera gracias a la crucecita que lleva al cuello…

Cientos de personajes, de situaciones y de dramas se entremezclan en este fresco desbordante de amor, heroísmo, fe y esperanza. Una historia verídica. Una tragedia en el corazón de nuestro tiempo que es también una advertencia a todos los aprendices de brujo que amenazan la supervivencia de nuestro planeta.

Dominique Lapierre Javier Moro Era medianoche en Bhopal ePub r11 ramsan - photo 2

Dominique Lapierre & Javier Moro

Era medianoche en Bhopal

ePub r1.1

ramsan

07.11.18

Título original: Five past Midnight in Bhopal

Dominique Lapierre & Javier Moro, 2001

Traducción: Juana Bignozzi

Fotografías: Archivo de los autores, Jamaini y Zahur Ul Islam

Diseño/Retoque de cubierta: ramsan

Editor digital: ramsan

ePub base r1.2

1 Petardos que matan terneros que mueren insectos que asesinan Mudilapa una - photo 3

1. Petardos que matan, terneros que mueren, insectos que asesinan

Mudilapa, una de las quinientas mil aldeas de la India y sin duda una de las más pobres de ese país, grande como un continente. Situada al pie de los montes salvajes de Orissa, en ella vivían unas sesenta familias de la comunidad de los adivasis, los descendientes de las tribus aborígenes que poblaban la India hace unos tres mil años, y que los invasores arios venidos del norte empujaron hacia las zonas montañosas, menos fértiles.

Aunque estaban «oficialmente» protegidos por las autoridades, los adivasis permanecían en su mayoría apartados de los programas de desarrollo que, a principios de los setenta, intentaron transformar la vida de los campesinos en la India. Los habitantes de la región, desprovistos de tierras, intentaban mantener a sus familias trabajando como jornaleros. Cortar la caña de azúcar, bajar a las minas de bauxita, romper piedras a lo largo de las carreteras… Aquellos desamparados de la mayor democracia del mundo no rechazaban ningún trabajo.

«¡Adiós, mujer mía; adiós, niños; adiós, padre; adiós, madre; adiós, loro! ¡Que el dios vele por vosotros en mi ausencia!».

Al principio de cada verano, mientras un calor infernal aplastaba la aldea como una losa de plomo, un hombrecillo seco y fuerte, de piel muy oscura, se despedía de los suyos antes de alejarse con su petate sobre la cabeza. Ratna Nadar, de treinta y dos años, se disponía a emprender un duro viaje de tres días a pie hasta un palmeral a orillas del golfo de Bengala. Gracias a la musculatura de sus brazos y de sus pantorrillas, había sido contratado por un tharagar, un reclutador de mano de obra itinerante. El trabajo en un palmeral exige una agilidad y una fuerza atlética poco comunes; hay que trepar con las manos desnudas, sin arnés de seguridad, hasta la cima de las palmeras, altas como edificios de cinco pisos, para hacer un corte en la base de las hojas y recoger la miel que segrega el corazón del árbol. Estos acrobáticos ascensos eran la razón por la cual a Ratna y a sus compañeros se los conocía como «hombres-mono». Cada noche, el capataz de la finca iba a cargar la preciada cosecha para llevársela a un confitero de Bhubaneshwar.

Ratna nunca había podido saborear el delicioso néctar. Pero las cuatrocientas rupias de su trabajo temporal, ganadas con riesgo de su vida, le permitían alimentar a los siete miembros de su familia durante varias semanas. En cuanto presentía su regreso, su esposa, Sheela, encendía un bastoncillo de incienso frente a la imagen de Jagannath, que decoraba un rincón de la choza, para dar las gracias al «dios del universo», una de las formas del dios hindú Visnú venerada por los adivasis. Sheela era una mujer frágil, vivaz, siempre sonriente. La coleta en la espalda, los ojos en forma de almendra y sus sonrosadas mejillas le daban un cierto aire de muñeca china. Y no había nada sorprendente en ello: sus antepasados pertenecían a una tribu aborigen oriunda de Assam, en el extremo norte del país.

Los Nadar tenían tres hijos. La mayor, Padmini, de ocho años, era una niña delicada, de largos cabellos negros recogidos en una doble trenza. Había heredado los bonitos ojos achinados de Sheela y el perfil de su padre. El pequeño aro de oro que, según la tradición, le atravesaba una aleta de la nariz, subrayaba el resplandor de su rostro. Desde el alba hasta la noche, Padmini era la única ayuda de la casa. Se ocupaba de sus dos hermanos, Ashu, de siete años, y Sunil, de seis, dos diablillos hirsutos, más dispuestos a matar lagartos a pedradas que a ir a por agua a la charca del pueblo. En el hogar de los Nadar vivían también los progenitores de Ratna: su padre, Prodip, de facciones muy marcadas y con un eterno bigotillo gris, y su madre, Shunda, arrugada y con una joroba prematura.

Como decenas de millones de niños indios, Padmini y sus hermanos no habían tenido la suerte de acercarse a la pizarra de una escuela. La única enseñanza que habían recibido había sido la de aprender a sobrevivir en el paupérrimo mundo donde los dioses los habían hecho nacer. Y como los demás habitantes de Mudilapa, Ratna Nadar y los suyos vivían al acecho de la menor oportunidad de ganar unas rupias. Una de esas oportunidades volvía todos los años al principio de la estación seca, cuando llega la hora de cosechar las distintas hojas que sirven para confeccionar los bidis, los finos cigarrillos indios de forma cónica.

Durante seis semanas, Sheela, sus hijos y los padres de Ratna partían todas las mañanas al alba con los demás aldeanos hacia la selva de Kantaroli. El espectáculo de aquella gente, que invadía la maleza como si de una nube de insectos se tratara, era fascinante. Cogían una hoja con precisión de autómata, la depositaban en un morral y volvían a repetir incansablemente el mismo gesto. Cada hora, los recolectores se detenían para confeccionar ramilletes de cincuenta hojas. Si se daban prisa, podían hacer hasta ochenta ramilletes en un día. Por cada ramillete pagaban treinta paisas, unas dos pesetas, el precio de un par de berenjenas.

Los primeros días, mientras la recolección se hacía en la linde de la selva, la joven Padmini a menudo conseguía hacer unos cien ramilletes. Sus hermanos, Ashu y Sunil, no tenían la misma agilidad para arrancar de un golpe las hojas del tallo y su cosecha se resentía por ello. Pero entre los seis —niños, madre y abuelos—, volvían a casa todas las noches con casi un centenar de rupias, una fortuna para esa familia, acostumbrada a sobrevivir un mes entero con mucho menos.

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