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Dominique Lapierre - …O llevarás luto por mí

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Dominique Lapierre …O llevarás luto por mí

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Agradecimientos

Este libro no hubiera podido aparecer sin la paciente y eficaz colaboración de Manuel Benítez El Cordobés. Desde nuestro primer encuentro en Córdoba, en enero de 1965, hasta que nos separamos, quince meses más tarde, en una clínica de Madrid, donde su arriesgada profesión le había llevado, El Cordobés nos permitió compartir su existencia. Con una gentileza y una cortesía que le agradecemos, se sometió a nuestros minuciosos interrogatorios, nos abrió las puertas de su finca, nos llevó a cabalgar con él entre sus toros y aceptó nuestra presencia a su lado en sus largos viajes hacia distintos ruedos, acompañándonos después por los callejones de innumerables plazas.

Nos presentó a los miembros de su familia y a sus amigos, cuya ayuda nos fue muy valiosa. Expresamos nuestra particular gratitud a sus hermanas Angelita, Encarna y Carmela, que nos hablaron de los dolorosos recuerdos de su infancia y de su juventud. Igualmente nos sentimos profundamente agradecidos a Manuel Montes, su cuñado y hombre de confianza; al cafetero Charneca; al cura don Carlos y al padre Arroyo; a Juan Horillo, que nos acompañó en nuestros viajes por la España del tiempo de la juventud de El Cordobés; a la dulce Anita Sánchez, al apoderado El Pipo, que con tanta paciencia evocó los acontecimientos de su vida y del loco verano en que fue lanzado el torero; a los miembros de la cuadrilla, los banderilleros Paco Ruiz y Pepín Garrido, el picador José Sigüenza, el mozo de estoques Paco Fernández, el chófer Andrés Jurado y Luis González. Todos ellos se convirtieron en amigos nuestros en el transcurso de las largas tareas informativas.

Expresamos también nuestro reconocimiento a todas las personalidades que presiden los destinos de la fiesta brava y que tan amigablemente nos ayudaron.

Reconstruir la histórica corrida del 20 de mayo de 1964 hubiera sido tarea imposible sin la amistosa colaboración de muchos colegas de la prensa española. Nuestro agradecimiento, pues, a José María Novais, Eugenio Suárez, Gonzalo Carvajal, Lozano Sevilla y Antonio Olano.

Nuestra gratitud, también a nuestras infatigables investigadoras Pat Tarnovski, Bernadette Lapierre y Wendy Gordon por la valiosa ayuda que nos han prestado. Las docenas de carpetas de notas, kilos de documentos y kilómetros de cintas magnetofónicas que hemos traído de nuestra estancia en España, no se hubieran convertido jamás en un libro sin la inteligencia y abnegación de una colaboradora excepcional: Dominique Conchon. Con una paciencia sin límite, ha clasificado y ordenado los documentos y revisado nuestro manuscrito. Nuestro reconocimiento, asimismo, a Manuela Andreota, Annie Philippe, Marie Benoite Allizon, Irene Givatovsky y Germaine Gabry, por su fiel colaboración durante los meses que empleamos en escribir …O llevarás luto por mí.

Nuestra gratitud, también, a Jacques Peuchmaurd y a Paul Andreota, así como al gran entendido en tauromaquia Claude Popelin, por las inestimables correcciones que su experiencia de escritores ha aportado en nuestro texto.

Por último, nuestro reconocimiento a Robert Laffont y a sus colaboradores Huguette Rémond, Jean-Claude Lattès, Jacques Labour y Frangoise Lebert, por haber tenido fe en nuestro proyecto.

No nos es posible mencionar los nombres de todos aquellos que en España y fuera de su país nos han ayudado a reconstruir acontecimientos ya un poco lejanos en el tiempo. Por si leen este libro, les expresamos el testimonio de nuestra gratitud.


«Les Bignoles», Ramatuelle.

Prólogo

L A CIUDAD de Ronda se asienta, en precario equilibrio, sobre los rocosos hombros de una profunda barranca, a doscientos kilómetros del mar Mediterráneo, cerca de la punta meridional de España, en el borde de la orgullosa región llamada Andalucía. Ronda es llamada «nido de águilas», tanto por la rapacidad de sus moradores como por su encumbrado asiento. Allí, durante el ocaso de la Era de Oro española, era en que sus galeones habían llevado la guerra de conquista y la Cruz a un mundo abierto a sus audaces proas, los nobles de Ronda, durante los largos años de paz, se mantenían en forma para la guerra mediante un peligroso y sanguinario pasatiempo: montados a caballo, mataban toros bravos.

El lugar del ejercicio era el campo de equitación de la Real Maestranza de Caballería. Su objetivo, en Ronda como en el resto de España, era fomentar el valor de los hombres de pro y proporcionar de paso un espectáculo a los pobres que acudían a mirar y a llevarse a rastras los toros muertos en la plaza.

Durante uno de estos espectáculos, a comienzos del siglo XVIII, un noble y su caballo fueron derribados por la embestida del toro. El noble quedó apresado bajo su montura, indefenso ante los cuernos del toro al que había querido matar. Al disponerse éste a hundir las astas en su cuerpo, uno de los pobres lugareños alquilados para el servicio de la plaza de la Real Maestranza, saltó al ruedo. Empleando como engaño su sombrero andaluz de ala ancha, se atrajo al toro, alejándolo del indefenso jinete. Después, para admiración y espanto de sus nobles patronos, siguió agitando el sombrero ante los ojos del toro y, atrayendo la mirada del animal con sus movimientos, hizo que el astado pasara una y otra vez junto a su cuerpo.

Aquel pobre hombre se llamaba Francisco Romero. Era peón carpintero, pero, con los espontáneos movimientos de su sombrero andaluz, había fundado el rito de la moderna corrida de toros, lucha entre un toro y un hombre a pie, con el oscilante señuelo de un trozo de paño.

Durante treinta años, a partir de aquel día, Francisco Romero lidió toros a pie. Inventó la muleta, el paño rojo de los toreros, que remplazó al sombrero como engaño. Cuando murió, era el primer matador de toros de España, y su improvisada acción en la plaza de la Real Maestranza de Ronda había cambiado para siempre la naturaleza de las corridas. Había transformado un arte ecuestre en una hazaña de un hombre a pie. El pasatiempo de los nobles españoles, realizado ahora por sus campesinos, se convirtió en espectáculo para la gente acomodada, representado para ella por los pobres y hambrientos hijos del país. Pero el peón carpintero de Ronda murió rico, y la cosecha de su vida abrió nuevos horizontes a sus pobres paisanos.

A partir de aquella tarde en Ronda, los jóvenes pobres de Andalucía tuvieron un camino para huir del hambre, un camino que pasaba frente a los cuernos de un toro bravo en los atardeceres de verano de los días españoles. Son a millares los que siguieron este camino durante los dos siglos y medio transcurridos desde que Francisco Romero lo abrió con el revoloteo de su sombrero andaluz. A unos pocos los condujo a una riqueza y a una fama como no pudieron imaginar en sus sueños de mozos pobres. A la mayoría, los llevó a la desesperación y al dolor. Y a más de cuatrocientos hijos de España los llevó a la tumba.

Ésta es la historia del largo y penoso viaje de un hombre que siguió aquel camino.

Capítulo 1

La corrida (I)


I TE, missa est. (Idos, la misa ha terminado).

Por un instante, las palabras del sacerdote parecieron aletear en las oscuras sombras de la iglesia, suspendidas en el aire húmedo como una nubecilla brotada de un incensario. Después, el grupo de mujeres tocadas de negros mantos y arrodilladas en la penumbra delante de aquél, pronunció la respuesta, apenas audible, como final del sagrado murmullo de la misa:

Deo gratias.

Oídas estas palabras, don Juan Espinosa Carmona volvió su robusto corpachón hacia el altar que tenía a su espalda. Mientras tanto, los crujidos de los reclinatorios de madera anunciaron la partida del puñado de viudas que acababan de oír su misa diaria en la iglesia de Nuestra Señora de Covadonga. Eran las ocho de la mañana. Fuera, la ciudad de Madrid despertaba a la vida. Hileras de camiones pasaban ruidosamente por la plaza de Roma, frente a las grandes puertas de roble de la iglesia de Nuestra Señora de Covadonga, para salir de Madrid en dirección al Norte, hacia Guadalajara, Zaragoza y el mar.

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