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César González-Ruano - Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias

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César González-Ruano Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias

Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias: resumen, descripción y anotación

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CÉSAR GONZÁLEZ-RUANO Madrid España 22 de febrero de 1903 - Madrid España - photo 1

CÉSAR GONZÁLEZ-RUANO (Madrid, España, 22 de febrero de 1903 - Madrid, España, 15 de diciembre de 1965). Empezó a destacar en los años veinte como poeta del Ultraísmo. Aunque fundamentalmente periodista, cultivó todos los géneros y fue poeta lírico, novelista y autor dramático; también escribió biografías, como las de Charles Baudelaire, Enrique Gómez Carrillo, Émile Zola y Óscar Wilde. Pese a tanta actividad, durante toda su larga vida padeció una constante "mala salud de hierro", de forma que muchas veces se le desahució y dio falsamente por muerto.

Fue, ante todo, un gran dominador del género del artículo periodístico (según su amigo y discípulo Manuel Alcántara, escribió más de treinta mil) y ya en 1932 ganó el Premio Mariano de Cavia con uno titulado Señora: ¿Se le ha perdido a usted un niño? Recogió ochenta entrevistas a personalidades de la actualidad española e internacional en Las palabras quedan (Conversaciones) (1957), varias veces reeditado. Uno de sus más estrechos colaboradores fue el escritor asturiano, más tarde Premio Nacional de Literatura por su biografía de Marañón, Marino Gómez Santos. Residía en Madrid en un piso de la calle Ríos Rosas número 54, que lindaba con los del académico Camilo José Cela y del pintor Manuel Viola.

En 1936 inició un largo período de nomadismo espiritual y cultural que le llevó como corresponsal de ABC primero a Roma y luego a Berlín (donde ya había pasado unos meses en 1933). Allí coincidió con sus amigos Rafael Sánchez Mazas y Eugenio Montes. Desde la corresponsalía de ABC en Berlín, escribiría textos laudatorios a la política nazi. Antes de volver a España residió en París, tomado por los alemanes. Además de sus crónicas, y de algún incidente como su confinamiento en 1942 en la cárcel de Cherche-Midi (al cual dedicó un impresionante poema largo: Balada de Cherche-Midi), tras ser apresado por la Gestapo, sospechoso de traficar con visados, aún tuvo tiempo de redactar algunas de sus mejores obras como la biografía de Mata-Hari o la novela Manuel de Montparnasse, basada en la vida y la obra de Manuel Viola. En realidad la sospecha es que traficaba con visados ofreciéndolos a judíos a los que después denunciaba a la Gestapo. Cuando todo el mundo esperaba que regresase a Madrid, en 1943 se fue a Sitges, donde trasnochaba y llevaba una vida bohemia, junto a personajes como el periodista Miguel Utrillo Vidal (1912-1990), hijo del pintor Miguel Utrillo. En 1945 se instala definitivamente en Madrid.

En 1948 fue condenado en ausencia por la Francia Libre a 20 años de trabajos forzados por "inteligencia con el enemigo", acusado de haber delatado, estando ya en libertad, a sus compañeros de celda en Cherche-Midi.

En Madrid fue uno de los asiduos al Café Gijón y luego al desaparecido Café Teide, a donde acudía cada mañana para realizar la actividad de la que acostumbraba a vivir: escribir.

CÉSAR

POR

MANUEL ALCÁNTARA

Se sujetaba con la mano izquierda la muñeca de la otra, de la que trazaba letras aisladas y rápidas, la o muy distante, insurgente; la e, como una epsilón; firmes los puntos y generosos los espacios. Era su segundo artículo de la mañana y no había dormido por la noche. Parecía fácil deducir que el sudor que le brillaba en la frente era frío y que tenía fiebre y que el cigarro, emboquillado a mano, de negra picadura infame, no le estaba favoreciendo. Tampoco era difícil suponer, conociéndole, que en su estómago casi dimitido danzaban un ritual alucinógeno tres o cuatro cafés con leche, una pastilla de Ecuanily dos de Fanodormo.

Estaba peor ese día y por eso le temblaba la mano de escribir. Demacrado, esquelético, con algo de caballero del Greco que fuera discípulo de D’Artagnan, César González-Ruano escribía su segundo artículo de la mañana mientras se moría a chorros y los espejos del café copiaban y multiplicaban aquella muerte aplazada siempre, pospuesta una vez más. Lujuriosamente peinado, vestido de cariñosa franela gris, cesarísimo, habría solicitado un par de horas antes «recado de escribir», como todos los días, y allí estaban el tintero y la pluma escolar, una de esas plumas marca «corona» que ya entonces no se veían por el mundo. Cuando tosió, la tos se independizó en el acto y pegó en un espejo como una pedrada, pero extrañamente no lo rompió. La tos venía de lo hondo, de sus lesionados yacimientos de tos, y acabó diluyéndose después de rebotar en el mármol de varias mesas vacías. Me dijo que me sentara. Dejó de escribir y con la mano izquierda, que antes impedía el temblor de la otra, se llevó el pitillo a la boca y dio una chupada larga al cigarro artesano y detestable. Después se llevó la mano al cuello y lo giró a ambos lados, poniendo cara de dolor. Le dije que no se preocupara, que sería una mala postura.

—¿Cómo tendría que dolerme el alma, entonces?

Me di cuenta, una vez más, que era un grafómano, pero también un héroe y, sobre todo, que era César González-Ruano. En el Gijón, en el Teide, en el hotel Fénix, en su casa de Ríos Rosas, en los Colegios Mayores, en las Jornadas Literarias o en aquellas sobremesas para las que haber comido no le era imprescindible, ¿cuántas horas dándome cuenta de César? No me gusta decir de los muertos que los quería. Yo a mis muertos los quiero. Incluso creo que me corresponden.

Era como un amanuense de sí mismo, aunque él dijese que venía a ser como un funcionario de Aduanas, aludiendo a su puntualidad para el trabajo. Tuvo grandeza de manías y no manías de grandeza, como dijeron los observadores más superficiales. Escribía por dinero y también por todo lo demás: por tranquilizar los nervios y por ponerse en limpio. Llevaba muchos años viviendo en las difusas lindes de la muerte, en lo que según rumores no confirmados se llama la otra vida, y llegó a saber mucho de ésta. Era un especialista del más acá, un melancólico perito en cosas en trance de extinción, que alcanza su arte máximo aireando los flecos últimos de una época extinta. Por eso logra en Mi medio siglo se confiesa a medias su cima más alta —desde luego la más alta en libro—, por lo que tiene de balance y de testimonio, de documento de época y de catálogo de fantasmas.

Eso de componer el tipoy de crearse a puro pulso una personalidad paralela que con el tiempo usurpa a la legítima, acaso porque también lo es, ya que se ha elegido libremente, desvirtúa un tanto la figura de González-Ruano. El alabeado bigote finísimo, los chalecos de colores impetuosos, el escudo del anillo y todo ese dandysmo, que incluía por supuesto desidias voluntarias y estudiadas —junto a la maciza pitillera de oro las cerillas de cocina—, todo eso, digo, indujeron a pensar en una cierta frivolidad. Nada más lejos de lo verdadero. César era un metafísico, un ser angustiado por el vértigo del tiempo, un hombre que tenía conciencia del tremendo bromazo que supone venir al mundo y, además, tener que irse de él. Casi nadie conoce al César religioso, desasosegado porque «casi nunca estoy a bien con Dios» o al que rezaba en las largas noches de insomnio, «no sé por qué, son los pequeños ruidos de la casa los que me invitan a rezar». También se ha entendido mal su arrogancia. «¿Qué ha sido mi vida sino el éxito de un fracaso continuo?», escribe mes y medio antes de morirse. Lo que ocurre es que César González-Ruano era, como él decía de otros, «una trucha bastante rara», una criatura poliédrica y compleja, hecha de materiales distintos, pero ninguno de ellos corriente.

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