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Josefina Vázquez - Historia de la historiografía

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Josefina Vázquez Historia de la historiografía

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A Lothar

«La historia es de todas las ciencias la que más se acerca a la vida. En esta relación indestructible con la vida, reside para la historia su debilidad y su fuerza. Hace variables sus normas, dudosa su certidumbre, pero al mismo tiempo le da su universalidad, su importancia, su gravedad…»

HUIZINGA

I. Historiografía griega

COMO RESULTA ya casi tradicional en las historias de la historiografía, podríamos empezar justificando nuestro intento de comenzar con la historiografía griega afirmando que en ella se da el caso singular de la aparición de la conciencia histórica; pero ¿estaríamos seguros de ser justos con las culturas no occidentales? Creemos que no. Por tanto, empezaremos con los griegos sólo porque a ellos se remonta el nacimiento de la tradición histórica occidental con caracteres definidos.

La cultura griega, desarrollada en un marco geográfico amplísimo que iba del Mar Negro hasta la península ibérica, pudo absorber influencias de otras culturas y, a través del contacto cultural y más tarde del choque violento con otras civilizaciones, cobró conciencia de sí misma.

En su mundo peculiar, amenazado por los cambios básicos violentos, el griego empezó luchando para sobrevivir en un medio estrecho y adverso. Una vez que hubo sobrevivido y organizado su vida, lanzándose al mar y comerciando para compensar la tierra pobre que le había tocado, asombrado, empezó a observar el mundo que lo rodeaba. Pero encontró que era muy difícil concluir algo del espectáculo que tenía delante de sí: todo cambiaba violentamente, todo llevaba un movimiento acelerado. Y el griego, en búsqueda de lo permanente en medio de ese continuo cambio, decidió intentar una maravillosa aventura del pensamiento: la conjuración del movimiento para explicarse el mundo en el que vivía.

Para adentrarse en tan terrible problema, el hombre griego no contaba más que con su vista, sensible y racional, con la cual se decidió a ver bien para descubrir lo permanente.

Lo primero que investigó fue, por supuesto, el mundo natural; en él encontró un orden y postuló una esencia fundamental, un algo real detrás del cambio continuo aparente.

Paralelamente a este empeño que lleva al descubrimiento del conocimiento teorético, las circunstancias históricas empujaban a los hombres a reflexiones adicionales. Desde antiguo, las colonias del Asia Menor tenían características muy particulares; al contacto con numerosas culturas, algunas de ellas superiores, ponían a menudo a prueba los fundamentos de la cultura griega. Los viajeros que oían los diversos mitos que trataban de explicar fenómenos similares, se iban haciendo escépticos.

Este proceso lento se hizo más evidente cuando en 546 a. C. empezaron a caer bajo el yugo persa las ciudades griegas del Asia Menor y los ciudadanos libres pasaron a ser siervos de una cultura extraña, de tradición sorprendentemente milenaria. El choque con esa realidad era estimulante; sin embargo, la conmoción interior fue intensa al poner frente a frente las ingenuas explicaciones de los griegos y las complicadas concepciones asiáticas. El sentido crítico se despertó y el griego se vio obligado a desprenderse de sus creencias para iniciarse en la averiguación de la verdad. Así, el hombre se introducía en el estudio de una clase especial de movimiento, el movimiento histórico, que afectaba al mundo político.

Durante los siglos VI y V a. C., como una consecuencia del escepticismo, aparecen los llamados logógrafos, como Cadmo de Mileto, Acusilao de Argos, Carón de Lampsaco, Hecateo de Mileto, etc. En ellos notamos empeños muy acusados. En primer lugar, hay una denuncia de los mitos griegos y, en su búsqueda de la verdad, un intento de separar los hechos humanos de las cosas divinas. En segundo lugar y para dar mayor fuerza a la separación de la tradición, el abandono del verso por el uso de la prosa en sus narraciones, significando que cuentan «verdades».


Hecateo de Mileto (fines del siglo VI a. C.) visitó las costas del Mar Egeo como soldado del ejército persa. De su experiencia escribió Viaje alrededor del mundo, descripción geográfica del mapa de Anaximandro. Pero su obra más crítica e interesante, como límite entre la épica y la historia la constituye las Genealogías. Aparece ya Hecateo opinando en primera persona y utilizando su vista como testimonio indubitable. Es ya este tipo de hombre que abandona todo para ir en búsqueda de la verdad, a través de la comparación de los argumentos recogidos. Con ello nos encontramos delante de un empeño histórico: definir el pasado, explicarlo y dar una versión de éste que nos parece la verdadera.

Herodoto

Aunque dentro de la epopeya de Homero podríamos encontrar huellas de interés vitalmente humano, que podríamos aceptar como origen de la historiografía, y aun en Los trabajos y los días de Hesíodo encontraríamos ya una división de las épocas de la historia en edad de oro, de plata, de bronce y de hierro, como los factores divinos intervienen y determinan el proceso, no podemos decir que sea aún historia. Es Herodoto el encargado de separar, verdaderamente, la historia de la épica.

Nacido hacia 485 a. C. en Halicarnaso, ciudad de la costa del Asia Menor, se encuentran noticias suyas hasta 420 a. C. Expatriado por causas políticas, viajó por gran parte del mundo conocido, permaneciendo en Atenas en la época de Pericles, donde trabó una gran amistad con Sófocles, quien le dedicó uno de sus dramas. Más tarde participó en la fundación de una colonia en la Magna Grecia, a donde permaneció hasta 443. Fue la suya una vida intensamente vivida y en un momento tan crucial que casi podemos decir que las circunstancias le obligaron a convertirse en «padre de la historia».

Su magna obra, conocida por la división de los sabios alejandrinos como Los nueve libros de la historia, tiene como tema central el de las Guerras Médicas. Dividida, como su nombre lo indica, en nueve libros con el nombre de una musa al frente, podemos en ella distinguir, sin embargo, tres partes diferenciadas por la materia de que se ocupan. La primera trata de los reinados de Ciro y Cambises; en ella, además de los hechos de conquista de estos monarcas, encontramos la descripción de Persia, Egipto, Asiria, Arabia, la India, es decir del Asia (Clío, Euterpe y Talía). La segunda parte se ocupa del reinado de Darío y nos describe Europa; el libro cuarto (Melpómene) contiene una cuidadosa descripción de su concepción del mundo; el quinto y el sexto libros (Terpsícore y Erato) contienen ya los preliminares de la guerra. La tercera parte circunscribe su interés al Hélade y a los acontecimientos de la guerra durante el reinado de Jerjes; el momento culminante del libro séptimo (Polimnia) es el paso de las Termopilas; el del libro octavo (Urania) es la batalla de Salamina, y el último libro (Calíope), centrado en la batalla de Platea, parece haber quedado incompleto o bien rematado curiosamente, ya que termina con el relato de los amores de Jerjes.

Al primer vistazo parecería una obra sin estructura y sólo de acumulación, pero una vez que se penetra en ella podemos percibir una composición a manera de drama. Primero presenta a los actores, desde luego más larga y detenidamente al poderoso y extraño: los medas. En seguida, una vez que hemos seguido el engrandecimiento de los medas leyendo la descripción de cada nueva provincia, nos introduce en la lucha y, por último, nos presenta el desenlace. Es decir, la historia está vista como un espectáculo del cual el historiador está fuera.

El libro nos pinta dos culturas antagónicas e irreductibles. Siente a Grecia y a Persia como polaridades históricas, pero no le anima un patriotismo especial. El bárbaro con su tradición milenaria, sus riquezas y poderío, lo deja sobrecogido. Así lo vemos tímido ante los sabios sacerdotes egipcios y asombrado ante la escena de la revista de Jerjes a sus tropas. Pero ante tal esplendor, el griego, aunque pobre e ignorante, presenta una cualidad que suple sus deficiencias: la sagacidad.

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