Clark Howard - Amantes sangrientos

A la memoria

de una buena amiga

y dama muy especial:

ELEANOR SULLIVAN

Los tentáculos de un asesinato suelen extenderse y alcanzar a muchas personas; a algunas apenas las rozan, pero a otras las envuelven en un abrazo demoledor. Sin embargo, por breve que pueda ser el contacto, nadie lo olvida. Las personas, conversaciones y sucesos con que se describe el triple asesinato que es la base de este libro se han reconstruido a partir de una exhaustiva investigación, la cual se le expone al lector, paralelamente, a medida que va desarrollándose la historia. Gran parte de lo que se narra procede de las actas y expedientes públicos, así como de los archivos de los funcionarios de la policía que resolvieron el caso, mientras que otras informaciones se espigaron entre los recuerdos de diversas personas, cuya situación en el ámbito de los acontecimientos varía desde el mismo centro del trágico crimen hasta la orilla más apartada. Ciertos detalles, como las confidenciales sesiones de terapia mantenidas entre uno de los protagonistas y su psicólogo, no ha podido proporcionarlos, como es obvio, más que la propia paciente, aunque en algunas circunstancias se pudo confirmar la información mediante el testimonio de otras fuentes ajenas. Como ocurre con cualquier obra no novelesca, hay momentos en los que, en interés de la lógica y la articulación narrativa, el autor no ha tenido más remedio que interpretar e incluso extrapolar los hechos conocidos. Asimismo, al objeto de proteger la intimidad y las señas de determinadas personas, he cambiado sus nombres y otras características identificadoras. Pero, en esencia, creo que la historia que sigue es tan veraz y completa como puede relatarse.

Me encontraba en Chicago, dando los últimos toques a las investigaciones para un libro que en su día iba a titularse Six Against the Rock y que trataba de un importante intento de fuga que tuvo efecto en Alcatraz el año 1946. Había recorrido la región de un lado a otro, dedicado a entrevistar a antiguos presidiarios recluidos en la Roca durante el asedio. Había sido un viaje documental tan largo como agotador y me dirigí a Chicago para disfrutar de un par de días de descanso y poner en orden mis notas. Eso fue lo que me dije. Lo cierto, en realidad, es que Chicago me atrae periódicamente a su seno de hormigón. Llevaba cerca de veinte años sin vivir allí de manera estable, pero de vez en cuando tenía que volver y merodear por las calles de su West Side como un espectro vaga por su cementerio. Tal vez porque entre los ocho y los catorce años pasé todo un siglo en aquel barrio, a la búsqueda de un padre ex convicto que ya estaba muerto; o quizás porque fue allí donde una sobredosis de heroína se llevó por delante a mi madre; o acaso porque mis primeros auténticos amigos fueron chavales de la calle como yo, a los que se engulló el sumidero de asesinatos, crimen, cárcel, drogas y alcohol…, destino del que yo pude librarme. Mis únicas «vacaciones» las disfruté en una institución denominada eufemísticamente «escuela estatal de adiestramiento» para muchachos —léase reformatorio— y el único homicidio que he cometido contó con la debida aprobación del Cuerpo de Infantería de Marina. Hace mucho tiempo que llevé a cabo la fuga de mi propia cárcel, y la ejecuté con el éxito más completo. Los otros chicos no escaparon. Puede que sea eso lo que, en realidad, me impulsa a volver allí de vez en cuando y preguntarme: ¿por qué yo?

Estaba hospedado en un pequeño hotel de la calle Rush, al otro lado del río, cerca del Loop, cuando vi por primera vez la foto de Patricia Columbo. Aparecía en el Tribune y mostraba a una joven bonita, pero tensa, de diecinueve años, con selvática cabellera morena veteada de rubio. La muchacha entraba en una funeraria e iba acompañada de un hombre apuesto al que se aludía sólo como escolta sin identificar.

El reportaje del Tribune lo había escrito un periodista llamado Mitchell Locin. Según mi criterio, era un buen trabajo.

La joven reunió fuerzas suficientes para arrodillarse ante los tres féretros: toda su familia.

Patricia Columbo era la única superviviente de los Frank Columbo, de Elk Grove Village, familia a la que se ha descrito con el calificativo de «vecinos ideales».

La muchacha, de diecinueve años, entró en la Galewood Funeral Home, situada en la avenida North Harlem, 1857, y saludó con una débil sonrisa a parientes, amigos y conocidos. Al preguntarle si estaba preparada para pasar a la capilla, la joven respondió sosegadamente: «No lo deseo, pero debo hacerlo».

Se arrodilló delante de los tres ataúdes idénticos, de color gris pizarra, que contenían los restos mortales de su padre, Frank, de cuarenta y tres años; de su madre, Mary, de cuarenta; y de su hermano, Michael, de trece.

A los tres los habían asesinado en su domicilio del número 55 del East Brantwood, durante el martes anterior, pero la policía no descubrió los cadáveres hasta el viernes por la tarde. Las autoridades afirman que los aporrearon, les asestaron entre cuarenta y cincuenta cuchilladas, les dispararon en la cabeza y los degollaron. A la señora Columbo, además, la violaron.

—Patty se parece a Mike —murmuró un pariente mientras observaba la lúgubre procesión que iba de un féretro a otro.

—No sé. No sé —susurraron varios hombres.

El reverendo J. Ward Morrison, párroco de la iglesia católica de Nuestra Señora Reina del Rosario, de Elk Grove Village, manifestó que en sus treinta y dos años de sacerdocio nunca había vivido una circunstancia tan triste como aquella. Los Columbo llevaban once años acudiendo a los oficios religiosos de su templo.

Mientras, la policía continuaba sus pesquisas en busca de los asesinos. Investigadores de Elk Grove se encontraban dentro y fuera de la capilla y comprobaban, con ayuda de los conocidos de la familia, la identidad de los presentes, por si entre ellos figurase algún extraño.

La teoría más reciente consiste en que una banda de desvalijadores profesionales de casas puede haberse enardecido con la droga, excitándose en demasía y pasando del robo a la tortura, para acabar en una orgía homicida.

¿Desvalijadores profesionales? ¿Cuándo ha empezado semejante locura? Los ladrones que conozco entran en las casas a robar, no a matar. Y nunca toman drogas mientras trabajan.

Aquella tarde, capté un telediario que incluía las últimas noticias relativas al caso.

… los cadáveres se descubrieron en la tarde del viernes pasado, en el curso de una operación rutinaria de la policía referente a un automóvil perdido. La causa de la muerte de las tres víctimas, que no se precisó de inmediato, se ha determinado que fue ocasionada por heridas de bala en la cabeza, aunque los tres muertos tenían las gargantas cortadas y sus cuerpos aparecían salvajemente mutilados. Los funcionarios encargados de la investigación manifestaron a los informadores que el interior de la casa parecía el matadero de uno de los corrales de ganado del South Side de Chicago. Entre los miembros de las fuerzas del orden cobra fuerza y difusión la hipótesis de que los asesinatos son el resultado de un allanamiento de morada con ánimo de exterminio de sus ocupantes, como el que llevaron a cabo los fanáticos de la secta Manson en 1969 y al que siguió el de los asesinatos de boinas verdes de la familia del doctor Jeffrey MacDonald un año después. Tales crímenes son cada vez menos infrecuentes en Estados Unidos y, durante los últimos años, se han producido casos análogos en Oklahoma, Georgia, California, Virginia y Texas.