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Carrados Clark - Heroes Del Eespacio 001 - Investigacion 4.000

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Carrados Clark Heroes Del Eespacio 001 - Investigacion 4.000
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Heroes Del Eespacio 001 - Investigacion 4.000: resumen, descripción y anotación

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1. — Investigación 4.000 — Clark Carrados .

2. — Un mundo muerto— Burton Hare .

3. — Galaxia mortal — Curtis Garland .

4. — Los cazadores — Burton Hare .

5. — Sangre terrícola en el planeta 4— Ralph Barby .

CLARK CARRADOS

INVESTIGACION 4.000

Colección

HEROES DEL ESPACIO n.º

Barcelona – 198

CAPITULO PRIMERO

Estaba caída al borde del camino, entre los matojos que lo flanqueaban, encogida sobre sí misma, los puños cerrados y pegados a la cara y los párpados fuertemente apretados, como si tuviera horror al más mínimo resquicio de luz. De cuando en cuando, se agita b a ligeramente, sacudida por espasmos que resultaban completamente independientes de su voluntad.

Así la encontraron el señor y la señora Olson, cuando, en su carreta tirada por dos robustos percherones, regresaban desde la ciudad a su granja. Japhet Olson detuvo la marcha de los caballos inmediatamente y señaló con la mano a la mujer caída.

— ¡Mira, Martha! — exclamó.

— ¡Dios mío! —dijo la señora Olson—. ¿De dónde ha salido esa pobre mujer?

Los dos esposos se apearon en el acto y corrieron hacia donde ella yacía, sin variar de postura. Martha le separó un poco las manos y pudo apreciar su rostro gracioso, pero contraído en aquellos momentos por unos sentimientos que no podía adivinar.

— Es una muchacha, Japhet — dijo.

De pronto, reparó en la indumentaria de la desconocida y se escandalizó.

— ¡Japhet, trae una manta de inmediato! ¡Hay cosas que un hombre no puede ver!

La desconocida vestía una especie de chaquetilla corta, debajo de la cual había una blusa sin mangas, y falda que llegaba a la mitad de los muslos, calzándose con unas botas de media caña, de color rojo vivo, que se ceñían ajustadamente a la pierna. El pelo era muy claro, pajizo, aunque no se le podía ver el color de los ojos, dado que seguía teniéndolos obstinadamente cerrados.

— A esta pobre chica le ha sucedido algo — dijo Martha Olson, cuando su marido llegó con la manta—. No la conocemos, no sabemos quién es ni de dónde viene...

— Pero tampoco, me imagino, podemos dejarla abandonada, en el estado en que se encuentra.

— Oh, no, en absoluto — contestó la señora Olson, que era muy enérgica y decidida—. Cuando lleguemos a casa, trataremos de que se recobre. Si no fuese así, irías a llamar al doctor Penobscue y que él nos aconseje. Mañana, por supuesto, irás al sheriff Fowley y denunciarás el caso. Fowley se encargará de ponerse en contacto con otros sheriffs y ver de conseguir que alguno identifique a esta pobre chica.

Martha meneó la cabeza.

— No se le ven señales de golpes, pero apostaría algo bueno a que huyó de su casa, harta de malos tratos — añadió—. Anda, Japhet, llévala ya a la carreta.

Olson era todavía hombre robusto, capaz de cargarse a la espalda sacos de cien kilos, sin notar apenas el esfuerzo, cuanto más aquella encantadora muchacha que debía de pesar poco más de la mitad. Mientras caminaba hacia la carreta con ella en brazos, su esposa, detrás de él, dijo:

— Pero yo tengo la impresión de que esta pobre chica se recuperará muy pronto. En cuanto pueda comer caliente y tenga una cama bajo techado, se pondrá buena en dos días. Me gustaría que se quedase con nosotros; así como así, ya empiezo a necesitar una ayudante para las faenas caseras; a veces, hago corto y...

La carreta arrancó segundos después. Ninguno de los dos esposos Olson reparó en el extraño artefacto que quedaba a un lado del camino, oculto bajo los frondosos ramajes de un espeso matorral.

* * *

Llegó junto a la roca que terminaba el promontorio, situada a unos diez metros de altura sobre el ancho remanso del río, y se despojó de su indumentaria, quedándose desnudo, a excepción de un breve taparrabos. Sentóse allí, cruzó las piernas, apoyó las manos en las rodillas y cerró los ojos.

Al cabo de un buen rato, Jon Ferr sintió la ardiente caricia del sol en su cabeza y en sus hombros. Pero durante unos minutos, permaneció en el mismo lugar, descansando la mente, mientras se entregaba a realizar rítmicos ejercicios respiratorios, que pronto cubrieron de sudor su musculoso torso.

Finalmente, se puso en pie de un salto.

Extendió los brazos en cruz. Estuvo así durante un segundo y luego se lanzó de cabeza, hendiendo el aire como una flecha. Apenas si saltó agua, después de su entrada fulgurante en ella. El espejo que era el remanso estalló en múltiples gotas irisadas.

Ferr emergió a poco. En aquel lugar, el remanso era grande, casi parecía un diminuto lago, entre árboles de todas clases y bordeado por fresca y jugosa hierba. Ferr nadó un buen rato, antes de darse cuenta de que había otra persona compartiendo el placer de la natación.

Era una mujer, de cabellos dorados, un tanto oscuros, y más joven que él. La desconocida le sonrió.

— ¿Molesto?

— Oh, no, en absoluto.

— Soy Ebbenia —se presentó ella—. ¿Debo indicar, también, mi número de serie?

— Me llamo Jon y no quiero decir nada más — contestó él.

— Creo que es suficiente — sonrió Ebbenia—. Jon, ¿sueles venir mucho por aquí?

El brazo masculino señaló el promontorio rocoso que se adentraba en el laguito.

— Es mi lugar de meditación — contestó—. Vengo siempre, haga el tiempo que haga, para mi meditación semanal, pero, naturalmente, prefiero un tiempo como éste. Sol, cielo limpio, calor, campos verdes...

— Nunca había estad o yo en este lugar — confesó Eb benia—. Hice una exploración, porque ya me cansaba de mi lugar de retiro semanal, y me gustó. Tendré que volver en más ocasiones, si no te molesta, claro.

— Oh, no, en absoluto. No tengo derechos de propiedad sobre este paraje.

Ebbenia empezó a nadar hacia la orilla. Jon la siguió. Cuando ella salió fuera del agua, la vio completamente desnuda, incomparablemente hermosa, con un atractivo que era imposible ignorar.

El sol, casi de repente, pareció perder un poco de su brillo y su disco blancoamarillento se tornó de un color próximo al rojo. Pero fue algo que duró solamente unos minutos.

La temperatura no descendió; el fenómeno había durado poco tiempo para alterar radicalmente las condiciones ambientales. Jon elevó la vista a lo alto durante un segundo y meneó la cabeza.

— No cesa, no cesa — murmuró.

— Los científicos no saben aún cuándo acabarán estos extraños cambios de color en el sol—-dijo Ebbenia.

— Y, sin embargo, podrían saberlo, ¿no crees?

— Sí, es cierto. Pero si lo saben, se lo callan.

Ebbenia agitó la cabeza y sacudió los cabellos. Jon se acercó a ella y le puso las manos en la cintura.

— ¿Quieres...?

Ella había dejado de sonreír repentinamente.

— Sí — contestó—. Pero no servirá de nada, Jon.

— Al menos, debemos intentarlo, Ebbenia.

— Es cierto.

Jon la abrazó. Ella correspondió cálidamente. Jon sintió contra su pecho el cálido contacto de los senos redondos y firmes de la joven. Con la mano derecha, soltó el nudo de la cinta que sostenía su taparrabos.

Ebbenia se dejó caer sobre la hierba. Jon se acostó a su lado y acarició con una mano su terso vientre. Luego buscó su boca y ella devolvió el beso con suave apasionamiento, recibiendo al hombre en sus entrañas con la esperanza de que el encuentro pudiese dar fruto algún día.

Se amaron mucho aquel día. Más tarde, se separaron.

— Volveré aquí la semana próxima — dijo Ebbenia.

— Yo también vendré — aseguró Jon.

Ella se marchó a los pocos momentos. Jon buscó el sendero que conducía a lo alto del promontorio, y una vez arriba, empezó a vestirse. De pronto, oyó un leve silbido, con vagas resonancias musicales.

Jon levantó el brazo izquierdo y presionó un diminuto botón en el ancho reloj de pulsera que tenía sobre la muñeca. Instantáneamente, y en la diminuta pantalla del reloj, dos por tres centímetros, apareció un rostro conocido, cuya vista le causó una inmensa sorpresa.

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