Roberto Fandiño - 50 viñetas que cambiaron el mundo
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- Libro:50 viñetas que cambiaron el mundo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2016
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50 viñetas que cambiaron el mundo: resumen, descripción y anotación
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Desde la Revolución Francesa hasta el ataque a las Torres Gemelas, 50 viñetas que agitaron las conciencias, impulsando cambios y revoluciones políticas.
Décadas e incluso siglos antes de la aparición de las redes sociales, el humor gráfico fue un rescoldo de libertad que satirizó el orden político y que agitó las conciencias como muy pocos lograban hacer. La caricatura se convirtió entonces en una fórmula eficaz para movilizar a la población e inclinar la balanza ideológica, de forma que se llevaran a cabo cambios que antes nunca se hubieran planteado. La caricatura fue un importante impulso para que a Luis XVI le cortaran la cabeza, para que Estados Unidos entrara a combatir contra los nazis, para que se acabara con el esclavismo o incluso para que España entrara en la democracia.
Esta obra explica de forma amena algunos de los episodios más notables de la Historia contemporánea a través de la visión que de ellos nos ofrecen las afiladas plumas de los caricaturistas que los vivieron.
Roberto Fandiño
ePub r1.0
Titivillus 04.09.18
Título original: 50 viñetas que cambiaron el mundo
Roberto Fandiño, 2016
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A la memoria de Manuel, por el humor que nos legó,
Para Rosalía, por seguir sonriendo entre nosotros,
A Pilar, por las palabras… y los silencios.
ROBERTO GERMÁN FANDIÑO es doctor en Historia por la Universidad de Zaragoza y profesor de Historia. Ha publicado diversos libros entre los que destacan El baluarte de la buena conciencia (2009) y La Rioja al alcance de todos los españoles (2009). Participa como colaborador en cursos de la Universidad de La Rioja y de la Universidad Popular, y fue asesor histórico de la exposición «La Rioja. Memoria de una autonomía» (2008).
Con el inicio del siglo XX un nuevo temor sacudió con fuerza los cimientos del imperialismo occidental. El eco de la derrota de la gran Rusia en Tsushima a manos de Japón provocó los recelos de las viejas potencias e hizo añicos el mito de invencibilidad del hombre blanco. Mirándose en el espejo japonés, el despertar político e intelectual de Asia se pondría en marcha inexorablemente.
El final de la segunda guerra mundial evidenció hasta qué punto las corazas y armaduras, antaño bruñidas con la épica de las gestas coloniales, habían sido consumidas por el óxido y la herrumbre, sepultadas bajo el peso de la guerra industrial y la sociedad de masas. Los gloriosos imperios de otros días no eran ya sino pesados gigantes con pies de barro, demasiado costosos de mantener para una mayoría social descontenta que en nada se beneficiaba ya de las anquilosadas y elitistas estructuras imperiales.
Por otro lado, los países sometidos durante años al yugo colonial habían sufrido importantes transformaciones. Un acelerado proceso de industrialización seguido de una explosión demográfica y crecimiento urbano sin precedentes desembocaron en la formación de caóticas metrópolis donde la experiencia compartida de la miseria hacía más rápida y fácil la expansión de las ideas anticoloniales y revolucionarias, a menudo difundidas por líderes formados en las universidades occidentales.
Esta habría de ser la fragua donde irían forjándose identidades nacionales, producto de la afirmación de una personalidad histórica encaminada a la construcción de discursos cuyo denominador común fueron las solidaridades antioccidentales como el asiatismo, el panislamismo o la negritud.
El rumbo hacia la independencia, insuflado por el fuerte viento del nacionalismo se vería reafirmado por el contexto internacional de la guerra fría. Mientras que Estados Unidos esgrimía la necesaria independencia de los países como baluarte para frenar la expansión del comunismo, la Rusia soviética la aireaba para presentarse al mundo como el más firme adversario del imperialismo americano.
La experiencia de la segunda guerra mundial dejó una profunda huella en los escenarios coloniales. Quebró por completo el mito de la metrópoli invencible y sirvió como una escuela táctica para la formación de guerrillas y movimientos de resistencia armados. Además, las organizaciones internacionales, con Naciones Unidas a la cabeza, actuaron como tribuna y amplificador de unas reivindicaciones independentistas, que encontraban eco y apoyo en los discursos, escritos, manifiestos y críticas de los intelectuales progresistas occidentales.
En su empeño por sacar a la luz pública la crueldad, miseria e hipocresía de la vieja política colonial seguía teniendo gran peso la memoria de la resistencia frente al imperialismo nazi. No dejaba de constituir un contrasentido que quienes habían dado su sangre por la libertad de los pueblos de Europa, siguieran dispuestos a defender un sistema de relaciones internacional fomentador de la explotación, la miseria y la esclavitud de otros pueblos.
De hecho, este discurso anticolonial acabó por erigir un nexo común de solidaridad entre las poblaciones coloniales y las minorías discriminadas en el mundo occidental. Quizá, el ejemplo más claro de esta creación de sentimientos de fraternidad, basados en la raza o en la cultura, sea el que estrechó los lazos entre la lucha por la independencia de los países del África negra y la llevada a cabo en Estados Unidos para conquistar los derechos civiles de la población negra, mantenida en la marginación, la pobreza y la desigualdad. Una gran oleada de confraternización panafricana recorrió el mundo desde Londres a Ciudad del Cabo, desde la Martinica hasta las grandes ciudades de Estados Unidos, donde las nuevas naciones independientes eran admiradas como avanzadillas de la definitiva liberación del hombre negro.
De hecho, la fuerza del anticolonialismo residió en su capacidad para interconectar causas, ideologías y reivindicaciones en el seno de los nuevos movimientos sociales impulsados en Occidente a partir de la década de los sesenta. Pasadas por el tamiz de una universidad en permanente agitación, se daban la mano causas en apariencia tan dispares como la del proletariado y los pueblos explotados, la discriminación racial y la articulación de un discurso emancipador de la mujer, así como la sobreexplotación del medio natural y de sus recursos, considerada una clara consecuencia de la avaricia imperialista.
Partiendo de este contexto se entiende la vertiginosa expansión de una serie de oleadas descolonizadoras que sacudirían con fuerza el orden internacional establecido a lo largo y ancho del universo colonial desde la India hasta el continente africano pasando por el mundo árabe islámico. La Conferencia de Bandung, que tendría lugar en 1956, actuaría como un eje vertebrador de todas estas experiencias consagrando simbólicamente la independencia asiática e impulsando el concepto de Tercer Mundo para referirse a quienes buscaban una identidad propia al margen de la política de bloques. De este modo, Bandung alumbraba el movimiento de los países no alineados, apostando por una tercera vía diplomática basada en la coexistencia pacífica y el desarme y articulando al mismo tiempo una red de solidaridad entre todos los pueblos afroasiáticos en su lucha por la independencia.
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