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Michael Guillen - Cinco ecuaciones que cambiaron el mundo

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Michael Guillen Cinco ecuaciones que cambiaron el mundo
  • Libro:
    Cinco ecuaciones que cambiaron el mundo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1995
  • Índice:
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Cinco ecuaciones que cambiaron el mundo: resumen, descripción y anotación

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AGRADECIMIENTOS

POR SU ESPECIAL TALENTO y tenacidad, deseo dar las gracias a mis colaboradores de investigación Noe Hinojosa hijo, Laurel Lucas, Miriam Marcus y Monya Baker.

Por su paciencia, amistad y sabiduría extraordinarias, doy las gracias a mi agente literario, Nat Sobel. También, por su entusiasmo, por sus comentarios constructivos y por su apoyo, vaya un reconocimiento especial para mi editor, Bob Miller, y para el revisor, Brian DeFiore.

Por su ayuda, su consejo y su estímulo, todos ellos valiosísimos, estoy en deuda con: Barbara Aragon, Thomas Bahr, Randall Barone, Phil Beuth, Graeme Bird, Paul Cornish (Servicios de Información británicos), Stefania Dragojlovic, Ulla Fringeli (Universidad de Basilea), Owen Gingerich, Ann Godoff, Heather Heiman, Gerald Holton, Carl Huss, Victor Iosilevich, Nancy Kay, Allen Jon Kinnamon (Biblioteca Cabot de Ciencia de la Universidad de Harvard), Gene Krantz, Richard Leibner, Martha Lepore, Barry Lippman, Stacie Marinelli, Martin Mattmüller (Biblioteca de la Universidad de Basilea), Robert Millis, Ron Newburgh, Neil Pelletier (Sociedad de Horticultura norteamericana), Robert Reichblum, Jack Reilly, Diane Reverand, Hans Richner (Instituto Federal de Tecnología de Suiza), William Rosen, Janice Shultz (Laboratorio de Investigaciones Navales), John Stachel (Universidad de Boston), rabino Leonard Troupp, David Vale (Museo Grantham), Spencer Weart (Instituto Americano de Física), Richard Westfall, L. Pearce Williams, Ken Yanni (presa Hoover) y Allen Zelon.

Si, pese a la ayuda y el apoyo de todas estas buenas personas, he cometido muchos errores, son enteramente culpa mía, y doy las gracias de antemano a los lectores vigilantes que seguramente me corregirán.

MANZANAS Y NARANJAS
Isaac Newton y la Ley de la Gravitación Universal

Deseo a veces que Dios volviera a este mundo oscuro e insondable; porque aunque de algunas virtudes careciera también Él tenía su lado agradable.

GAMALIEL BRADFORD

E l joven de trece años Isaac Newton había pasado los últimos meses observando con curiosidad cómo construían los obreros un molino de viento a las afueras del pueblo de Grantham. El proyecto de construcción era sumamente emocionante porque aunque llevaban siglos inventados, los molinos de viento seguían siendo una novedad en esa región rural de Inglaterra.

Todos los días, al terminar la escuela, el joven Newton corría hacia el río y se dedicaba a aprender con todo detalle la forma, la disposición y la función de todas las piezas de aquel molino de viento. Luego se iba corriendo a su habitación, en casa del señor Clarke, para construir réplicas en miniatura de las piezas que acababa de ver montar.

Por ello, conforme iba tomando forma en Grantham el enorme artefacto de múltiples brazos, también había avanzado la maravillosamente precisa imitación de Newton. Para el curioso joven lo único que faltaba era que alguien o algo representara el papel de molinero.

La noche anterior se le había ocurrido una idea que consideró brillante: su ratoncito sería perfecto para ese papel. Pero ¿cómo lo educaría para que lo hiciera, para que conectara y desconectara la rueda del molino en miniatura como le ordenara? Aquello era lo que tenía que resolver esa mañana camino de la escuela.

Conforme iba andando despacio, su cerebro se afanaba en encontrar una solución. Sin embargo, súbitamente sintió un dolor agudo en el vientre: sus pensamientos se detuvieron de golpe. Cuando volvió en sí, el joven Newton salió de su ensoñación y se encontró con su peor pesadilla: Arthur Storer, el fanfarrón sarcástico y socarrón de la escuela acababa de darle una patada en el estómago.

Storer, uno de los hijos adoptivos del señor Clarke, gustaba de meterse con Newton, burlándose de él despiadadamente por su comportamiento inusual y por confraternizar con Katherine, la hermana de Storer. Newton era un jovenzuelo callado y absorto, que generalmente prefería la compañía de sus pensamientos a la de la gente. Pero cuando se relacionaba con alguien, siempre era con chicas; les encantaban los muebles para muñecas y otros juguetes que les hacía utilizando su juego de sierras, buriles y martillos en miniatura.

Aunque lo normal era que Storer llamara a Newton gallina, en esa mañana concreta le estaba insultando por ser tan estúpido. Desgraciadamente, era verdad que Newton era el penúltimo estudiante de toda la Escuela Gratuita Rey Eduardo VI de Gramática, de Grantham, colocado muy por detrás de Storer. Pero la idea de que aquel fanfarrón se creyera intelectualmente superior hizo que los pensamientos del joven pasaran de los molinos de viento a la venganza.

Sentado al fondo de la clase, Newton solía encontrar sencillo pasar por alto lo que el señor Stokes, el maestro, decía. Sin embargo, en esa ocasión escuchó con interés. El universo estaba dividido en dos reinos, cada uno de los cuales obedecía a un conjunto diferente de leyes científicas, les contaba Stokes. La región terrenal, imperfecta, se comportaba de una manera y la región celestial, perfecta, se comportaba de otra; ambos dominios, añadió, los había estudiado hacía muchísimo tiempo y con todo éxito, deduciendo sus respectivas leyes, el filósofo griego Aristóteles.

Para el joven Newton, sufrir a manos de una imperfección terrenal llamada Storer era prueba suficiente de aquello de lo que hablaba Stokes. Newton odiaba a Storer y a sus demás compañeros de clase porque no les gustaba. Por encima de todo, se odiaba a sí mismo por gustar a todos tan poco que hasta su propia madre le había abandonado.

El pío joven pensaba que Dios era el único amigo que tenía y al único que necesitaba. Newton era mucho más menudo que Storer pero desde luego, con la ayuda de Dios, sería capaz de vencer a su ofensivo torturador.

En cuanto el señor Stokes terminó la clase ese día, Newton salió apresuradamente y esperó al fanfarrón en el cercano patio de la iglesia. A los pocos minutos un montón bullicioso de estudiantes se había congregado a su alrededor. El propio hijo de Stokes se erigió en árbitro, dando a Newton una palmadita en la espalda como para animarle, mientras guiñaba un ojo a Storer como para decirle que aquello iba a ser tan entretenido como ver a los leones comerse a Daniel.

Al principio, nadie voceaba a favor del joven Newton. En su lugar, cada vez que Storer le acertaba con un gancho, los pendencieros estudiantes le coreaban, incitando al rufián a golpear más fuerte la siguiente vez. Cuando pareció que Newton había recibido lo suficiente como para mostrarse sumiso, Storer se irguió y se relajó, sonriendo jactanciosamente a sus jóvenes pares.

Sin embargo, cuando se dio la vuelta para marcharse, el joven Newton se puso dificultosamente en pie: no iba a permitir que Storer adquiriera el derecho de dominarle durante el resto de su vida. Alertado por los gritos de advertencia, Storer se giró y recibió una patada en el estómago y un directo en la nariz; Newton había derramado sangre y eso le proporcionó nuevas fuerzas.

Durante los minutos siguientes, los dos intercambiaron golpes y se derribaron mutuamente. Una y otra vez Storer se retiraba creyendo haber vencido a Newton para verle enfrentándosele de nuevo.

Cuando todo terminó, la multitud se había visto forzada al silencio. No obstante, cuando el joven árbitro se acercó para felicitar al ensangrentado y exhausto Newton, los enmudecidos estudiantes se agitaron y comenzaron a vitorearle: Isaak se había convertido en David, decían jubilosos mientras bailaban en torno al caído Goliat.

Newton estaba más que satisfecho con lo que había hecho, pero no así sus compañeros de escuela. Cuando intentó marcharse, el joven Stokes le sujetó por el hombro y le animó a humillar a Storer. Newton dudó, pero queriendo obtener la aprobación de sus compañeros, arrastró al confundido fanfarrón por las orejas y le arrojó de cara sobre el muro de la iglesia. La multitud de jóvenes espectadores canturreaba de placer al congregarse en torno al atontado vencedor, dándole palmadas en la espalda y acompañándole hasta su casa sin contenerse lo más mínimo en sus gritos de celebración.

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