SIRVIENTAS
ASESINAS
MARISOL DONIS
Colección: Biblioteca del crimen
www.nowtilus.com
Título: Sirvientas asesinas
Autor: © Marisol Donis
© 2011 Ediciones Nowtilus S. L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3° C, 28027 Madrid
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Responsable editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Diseño y realización de cubiertas: Marine de Lafregeyre
Diseño de colección: Ediciones Noufront
Maquetación: Reyes Muñoz de la Sierra
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ISBN: 978-84-9967-191-8
Printed in Spain
El servicio doméstico es servidumbre que sería parecida a la esclavitud si no se aceptara libremente. Es mutua la dependencia forzosa del servidor y el servido; este la comprende y llama al sirviente enemigo no excusado.
Concepción Arenal
La mujer es un ser débil, afirman los partidarios de nuestra inhabilitación social y política. La debilidad de las mujeres no las escuda contra el palo. El corbatín de hierro aprieta su garganta con la misma bárbara fuerza que estruja el gaznate del hombre. Y no se nota que flaquee más la reo que el reo. Si hay tal debilidad en la mujer, ¿puede en conciencia subir al patíbulo?
Emilia Pardo Bazán
PRÓLOGO
El enemigo en casa
Las sirvientas son un regalo del cielo porque hacen más fácil la vida del hogar, porque ayudan a crear calor familiar y confort, pero en algunos casos, singulares, extremos, únicos, hacen que no vuelvas a confiar en nadie jamás. Son ocasiones sorprendentes, desgraciadas. En la historia criminal española hay todo un período en el que se producen los peores crímenes protagonizados por sirvientes asesinos. En el episodio de Berzocana, el pueblo extremeño del hacha, si no hubiera sido por un sirviente traidor, jamás habrían entrado los asesinos en la casa para destrozar todo y matarlos a todos.
Un sirviente desleal informa de las riquezas que se atesoran en el domicilio, el número y las costumbres de los ocupantes y, finalmente, deja la ventana abierta o no echa la llave para que le sea fácil al resto de la banda entrar para cometer el robo. Muchas veces, efectúan delitos peores que acaban con el asesinato de los señores de la finca para no ser reconocidos ni perseguidos. En los tiempos de los que hablamos, esos sirvientes que te vendían en almoneda eran mujeres, incluso agraciadas, que tenían un novio chulazo o jefe de un clan. Mujeres angelicales que hicieron el gozo de los habitantes de la mansión mientras fingieron y que cavaron su desgracia cuando dejaron pasar a los bandidos.
Había sirvientas envenenadoras y sirvientas chivatas que se iban de la muy con la tropa para descubrirles los trapos de precio que se ocultaban en el arcón, o las joyas de familia que se guardaban en la caja fuerte. Sirvientas quintacolumnistas que preparaban el gran golpe, cuando todo estaba a oscuras y en silencio, en mitad de la madrugada, como La Bernaola (hija degradada de la burguesía), que terminó abriéndole la puerta a la parca que acabó con sus señores, mientras el compañero sentimental se enriquecía y hundía su fama, hasta el punto que dicen los semiólogos que el arca de La Bernaola se transformó para siempre en el coño de la Bernarda.
Pilar Prades, la envenenadora de Valencia, entró a servir con el propósito de apoderarse del marido y la hacienda y servía cafés hirviendo con matahormigas Diluvión, que tenía arsénico al por mayor. Con él dejaba a las señoras disminuidas, presas de un síndrome invalidante, preparadas para robarles el dinero y el amor, el nombre y el honor. Encima, hacía la comedia de hacer como que cuidaba a las víctimas, única responsable de su agonía.
O la Higinia, que en Madrid golpeó a su señora, seguramente prendada de algún pollo pelón que la tuviera enamorada, incluso el propio hijo de la víctima, El pollo Varela, que le disputaba a Lola, la Billetera. Esto la hizo fingir un atraco y quemar los restos mortales e incluso narcotizar al bulldog, para desvalijar la casa a placer, en el celebérrimo crimen de la calle Fuencarral. A la Higinia la dieron garrote en los altos de la Modelo, espectáculo al que acudió un joven, pero ya calvo, médico de cabecera llamado Pío Baroja.
También Cecilia Aznar, que le planchó el cráneo a su amo mientras dormía, inventando el cuento de que intentó abusar de ella, que era una mujer fuerte y cuadrada como un armario de tres puertas. Los rastros forenses que dejó en la escena del crimen habrían permitido, aún hoy, diagnosticar sin duda que el amo estaba totalmente dormido cuando le atizó con aquella plancha de hierro macizo, asegurándose de que quedaba sin aliento.
Una vez muerto, Cecilia que era imperiosa, lúdica y jacarandosa, le escribió a su novio y le mandó en el sobre un juramento de amor eterno junto a un mechón de vello púbico con un billete de gran valor para que viera lo fuerte y valiosa que era «su nena».
Las sirvientas son las amas de la cocina, las camareras de la hora del café, las limpiadoras de toda la casa, las asistentas en la enfermedad. Y algunas se aprovechan de todas sus labores y quitan una cosa de aquí, reducen algo de allá, se llevan pan o leche, queso o vino, ropa o plata. Le echan el ojo al oro y el diente al duro, roban, sisan, hurtan y, si procede, matan, para afianzarse un futuro que no sea en casas de prestado, porque dura es la vida de las que tienen que servir.
Las sirvientas asesinas tienen el morbo de la desconfianza eterna, del desconocido que tienes que meter en tu casa. Cuando las casas son grandes y con dos puertas, malas son de guardar. La señora propietaria persigue y vigila a la sirvienta hasta que consigue domesticarla, si es que lo logra, o muere en el intento. A cambio, ellas se ponen su perfume, le roban la lencería, se prueban sus vestidos y, si pueden, se acuestan con los maridos o desvirgan a los hijos. Las sirvientas más malvadas ni siquiera matan por su mano, sino que hacen que otros maten por ellas, limitándose a dar el queo a la banda del mejor momento, el día adecuado y la hora propicia. Ellas son la mano que mueve la cuna, de la pila bautismal a la sepultura.
No son muchas, son un puñado selecto. Están en contacto con las organizaciones criminales, «pobrecito mi patrón», y acuden a los bailes de modistillas, donde lo mismo se consiguen un caballo blanco que un primo que les pague las vacaciones o un charrán que les prometa el oro y el moro. La lectura de sus hazañas nos pone en guardia ante todos los avatares de la vida.
Francisco Pérez Abellán
INTRODUCCIÓN
En este trabajo se estudia la relación entre amos y criadas en la España del siglo XIX, conflictos que desembocaron en un crimen, siendo la víctima el amo, el ama o ambos. Las autoras: las sirvientas. ¿Por qué llegaron a matar?
Las causas de la criminalidad femenina han sido objeto de estudio a lo largo de la historia. En este estudio surgen tres interrogantes:
- ¿Por qué matan las mujeres?
- ¿Qué tipo de delitos son específicos de mujeres?
- ¿Trata la justicia de igual forma a hombres y mujeres?
La respuesta depende de la época en que se comete el delito. Las mujeres pueden matar por rencor, pasión, frustración, aislamiento… Según la época en que les ha tocado vivir, así es el delito. Ha habido épocas de infanticidios, cuando se cometían para ocultar la deshonra por temor a los prejuicios y a la dureza de la propia familia. Ha habido crímenes «de liberación», como los parricidios, en los que la mujer llega a no soportar la presencia del otro, porque la única forma de sentirse liberada es con la muerte del padre o del marido. Y ha habido crímenes «prácticos», que suelen cometerse, en serie, para heredar.
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