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Amos Oz - No Digas Noche

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Amos Oz No Digas Noche
  • Libro:
    No Digas Noche
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No Digas Noche: resumen, descripción y anotación

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Teo, hombre pragmГЎtico, inteligente e irГіnico, en la madurez de sus casi sesenta aГ±os y entregado a esa sabidurГ­a de quien ya ha vivido, conoce en uno de sus viajes por LatinoamГ©rica a Noa, una mujer vital, apasionada e igualmente inteligente, quince aГ±os mГЎs joven que Г©l. Ambos nos irГЎn contando la misma historia pero desd e dos puntos de vista diferentes. Amos Oz capta en esta novela, con magistral hondura, todo aquello que deja huella en la vida: las ilusiones, los sueГ±os, los anhelos, el amor, la amistad, el hastГ­o y tambiГ©n el silencio.

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Teo, hombre pragmático, inteligente e irónico, en la madurez de sus casi sesenta años y entregado a esa sabiduría de quien ya ha vivido, conoce en uno de sus viajes por Latinoamérica a Noa, una mujer vital, apasionada e igualmente inteligente, quince años más joven que él. Ambos nos irán contando la misma historia pero desd e dos puntos de vista diferentes. Amos Oz capta en esta novela, con magistral hondura, todo aquello que deja huella en la vida: las ilusiones, los sueños, los anhelos, el amor, la amistad, el hastío y también el silencio.

AMOS OZ
No Digas Noche
Traducción de Raquel García Lozano
Debolsillo
Sinopsis
Teo, hombre pragmático, inteligente e irónico, en la madurez de sus casi sesenta años y entregado a esa sabiduría de quien ya ha vivido, conoce en uno de sus viajes por Latinoamérica a Noa, una mujer vital, apasionada e igualmente inteligente, quince años más joven que él. Ambos nos irán contando la misma historia pero desd e dos puntos de vista diferentes. Amos Oz capta en esta novela, con magistral hondura, todo aquello que deja huella en la vida: las ilusiones, los sueños, los anhelos, el amor, la amistad, el hastío y también el silencio.
Título Original: Al taguidi laila
Traductor: García Lozano, Raquel
Autor: Amos Oz
©2006, Debolsillo
Colección: Biblioteca Amos Oz, 387/5
ISBN: 9788483460016
Generado con: QualityEbook v0.72
NO DIGAS NOCHE
AMOS OZ
Traducción del hebreo de
Marta Lapides
Sonia de Pedro
Raquel García Lozano
Título original: Al taguidi laila
Diseño de la portada: Departamento de diseño de Random
House Mondadori/Yolanda Artola
Fotografía de la portada: © Rob Goldman/Corbis
Tercera edición: agosto, 2007
© 1994, Amos Oz
© 1998, 2004, Ediciones Siruela, S. A.
© 2006 de la presente edición para todo el mundo:
Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 1998, Marta Lapides, Sonia de Pedro y Raquel García Lozano,
por la traducción, cedida por Ediciones Siruela, S. A.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.
Printed in Spain - Impreso en España
ISBN: 978-84-8346-001-6 (vol. 387/5)
Depósito legal: B-40.031-2007
Fotocomposición: Comptex & Ass., S. L.
Impreso en Liberdúplex, S. L. U.
Sant Llorenc d’Hortons (Barcelona)
P 8600 17
NO DIGAS NOCHE
A las siete de la tarde se sienta en la terraza de su apartamento del tercer piso; observa la caída de la tarde y espera. ¿Qué promete la última luz y qué podrá cumplir?
Ante él hay un patio vacío con una parcela de césped, adelfas, un banco y una descuidada enramada de buganvillas. El patio acaba en un muro de piedra en el que se puede distinguir el contorno de una entrada cegada con hileras de piedra más nuevas, más claras; le parece que incluso deben de pesar menos que las otras. Detrás de la tapia se alzan dos cipreses, que ahora, a la luz del ocaso, son negros en lugar de verdes. Más allá se extienden montes despoblados: es el desierto. Allí, a veces, se levanta un remolino gris que da vueltas por un instante, después se inclina, cae, se calma. Y aparece en otro lugar.
El cielo se oscurece. Entre las nubes serenas hay una que refleja la tenue luz del ocaso. El sol no se pone exactamente donde está esta terraza. Un pájaro tiembla sobre el muro de piedra que cierra el patio, como si en ese momento hubiera descubierto algo insoportable. ¿Y tú?
Cae la noche. En el pueblo se encienden las farolas y las ventanas de las casas se alternan con la oscuridad. El viento arrecia y con él llega un olor a fogatas y polvo. La luz de la luna extiende una máscara de muerte sobre los montes cercanos, como si ya no fueran montes, sino sonidos graves. Para él, este lugar es el fin del mundo. Él no está mal en el fin del mundo: ya ha hecho lo que ha podido y, a partir de ahora, espera.
Con esta sensación se va de la terraza, entra, se sienta y coloca los pies descalzos sobre la mesa del salón con las pesadas manos a los lados del sillón como atraídas por el frío del suelo. No enciende el televisor ni la luz. Los neumáticos de un automóvil chirrían en la calle. Los perros le ladran al pasar. Alguien toca la flauta, no una melodía completa, sino simples escalas que se van repitiendo sin ningún cambio aparente. Esos sonidos le agradan. En las entrañas del edificio, el ascensor pasa por su planta sin detenerse. En la radio de los vecinos, una locutora habla, por lo visto en otro idioma, aunque ahora tampoco está seguro de eso. Una voz de hombre afirma, desde las escaleras: No, eso es imposible. Otro le responde: Pues no. No te vayas. Ya pasará.
Cuando cesa un momento el ruido del frigorífico, se oyen los grillos del wadi, como punteando el silencio. Entra una brisa suave, mueve ligeramente las cortinas, roza las páginas de un periódico del estante, respira por toda la habitación, agita unas hojas en la maceta, sale por la otra ventana y vuelve al desierto. Se abraza los hombros por un instante. Ese placer le recuerda el sabor de una tarde de verano en una ciudad de verdad, quizás Copenhague, donde una vez se quedó dos días. Allí la noche no se abalanza, sino que va tanteando quedamente. El velo del crepúsculo duraba tres o cuatro horas y parecía como si la tarde quisiera tocar el alba. Tañían varias campanas y una de ellas sonaba ronca, como la tos. Una llovizna suave unía el cielo con el embalse y los canales. Un tranvía iluminado pasó bajo la lluvia, vacío, y le pareció ver a una joven vendedora de billetes hablando con el conductor, tocándole la mano, y pasó de largo, y de nuevo la fina lluvia, como si la luz vespertina no la traspasara, sino que surgiera de ella. Las gotas se encontraban con una fuente en una plaza cercana. Allí el agua tranquila está iluminada desde dentro durante toda la noche. Un borracho andrajoso, ya no tan joven, dormitaba sentado en la barandilla, su cabeza cubierta de mechas canosas se hundía profundamente en su pecho; tenía los pies calzados pero sin calcetines, sumergidos en el agua de la fuente. No se movía.
¿Qué hora es ahora?
Se agacha para ver el reloj en la oscuridad; mira las manecillas fosforescentes, pero olvida la pregunta. Quizás es así como comienza el lento descenso del dolor a la tristeza. Nuevamente ladran los perros, esta vez desaforados, iracundos, ladran en los patios y en los solares vacíos, ladran también desde el wadi y aún más lejos, desde la lejana oscuridad, desde las colinas, perros pastores de beduinos, perros abandonados, tal vez huelen un zorro; ahora un ladrido se torna en gemido y otro le contesta punzante, desesperado, como si estuviera irremediablemente perdido. Es el desierto en una noche de verano. Antiguo. Indolente. Vitreo. Ni vivo ni muerto. Presente.
Observa los montes desde dentro, a través de la puerta de cristal de la terraza y por encima del muro de piedra que hay al fondo del patio. Se siente agradecido y no sabe por qué, pero da las gracias a los montes. Tiene sesenta años, es robusto, y su cara ancha de campesino, un poco tosca y desgastada, muestra una expresión de desconfianza o duda y un aire de astucia oculta. Tiene el pelo canoso cortado casi al cero y un bigote grisáceo, poderoso. Cuando está en una habitación, en la que sea, los demás creen que ocupa un espacio mayor del que realmente llena su cuerpo. Su ojo izquierdo casi siempre está semicerrado, no como si lo estuviese guiñando, sino como si observara atentamente un insecto o un objeto minúsculo. Despierto y laso, se sienta en el sillón como si acabara de despertarse de un profundo sueño. Los lazos apacibles que unen el desierto con la oscuridad le parecen razonables. Otras personas dedican esta noche a divertirse, a los quehaceres, al arrepentimiento. Por su parte, él admite gustoso este momento, que no es vacuo según su opinión. El desierto le parece por ahora aceptable y la luz de la luna, justificada. Por la ventana de enfrente asoman tres o cuatro estrellas nítidas por encima de los montes. Dice en voz baja: Se puede respirar.
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