De los delitos y las penas (Dei delitti e delle pene) es un ensayo jurídico escrito por el italiano Cesare Beccaria en 1764. Está considerado como uno de los libros más influyentes en la reforma del derecho penal europea de inspiración ilustrada.
En esta obra se exponen ideas que hoy se asocian con frecuencia a los fundamentos del derecho, pero que en el marco social donde fue escrita resultaban ser una propuesta de reformas casi revolucionarias. El libro se publicó, de hecho, en forma muy discreta, aunque su enorme éxito hizo que se difundiera por toda Europa (la primera edición española data de 1774).
César Beccaria
Tratado de los delitos y de las penas
ePub r1.1
Moro05.07.13
Título original: Dei delitti e delle pene
César Beccaria, 1764
Traducción: Juan Antonio de las Casas
Editor digital: Moro
ePub base r1.0
C ÉSAR B ONESANA , M ARQUÉS DE B ECCARIA . Nació el 15 de marzo de 1738 en Milán, Italia. Recibió una educación jesuítica y obtuvo su diploma en 1758. En 1761 se casó con Teresa di Blasco. En esa época trabó amistad con Pietro y Alessandro Verri, con quienes conformó «la academia de los puños». Este grupo, que tenía por fin «realizar una guerra incansable en contra del desorden económico, la burocracia casi tiránica, la intolerancia religiosa y la pedantería intelectual», editó entre 1764 y 1766 el periódico Il Café, donde Bonesana publicó alguna de sus obras más conocidas. Bonesana fue uno de los principales referentes de la escuela italiana de economía, combinando una teoría utilitaria de la administración pública con la teoría del valor de la oferta y de la demanda, anticipándose así a la Revolución marginalista. El Tratado de los delitos y las penas fue originalmente publicado en forma anónima en 1764, debido al temor de Bonesana de sufrir una represalia política. Sólo luego de que la obra fue aceptada por el gobierno, Bonesana reconoció su autoría. El Tratado fue publicado en varios idiomas y citado por Voltaire, Thomas Jefferson y John Adams, entre otros. Tuvo gran influencia en la creación y en la reforma del sistema penal en todo el mundo. Luego del éxito de su obra, Bonesana fue invitado a París pero abandonó Paris sin completar su viaje. Se distanció de sus amigos de la academia de los puños y se radicó en Austria, donde trabajó calladamente para el gobierno austriaco. Lejos del apoyo de sus amigos, nunca publicó ninguna otra obra. Bonesana murió en 1794. «El gran mérito del libro de Beccaria —lo que explica su éxito y el impacto que sin duda tendrá en numerosos países— radica en el hecho de que por primera vez se expresan los principios de la reforma penal en una forma sistemática y concisa, y que los derechos de la humanidad fueron defendidos en términos claros y con argumentos lógicos.»
Notas
[4](4) El 12 de octubre de 1776 Beccaria escribe desde París: «Mi mujer, mis hijos y mis amigos me asaltan continuamente el pensamiento. La imaginación, este déspota de mi vida, no me deja gustar ni los espectáculos de la Naturaleza, ni los del Arte, que no faltan en este viaje y en esta hermosa ciudad».
Los temores de Beccaria se manifiestan en forma tan definida, sin ocultarlos para nada cuando revela en carta el abate Morellet: «El Conde Firrniani ha protegido mi libro y a él debo mi tranquilidad».
[18](a) Ha sido criticada como una aserción positiva, la opinión de Beccaria, que todo hombre quisiera, si fuese posible, hallarse libre de las obligaciones que ligan a los demás hombres, y hacer de si mismo el centro de todas las combinaciones del universo.
Esta critica es injusta. El autor del libro de Los Delitos no ignora que semejante pretensión sería una quimera; pues el si fuese posible es una condición que lo indica muy claramente; siendo indudable que debe considerarse como quimera querer un imposible. No se trata aquí de un hombre sensato, ni de aquel momento de reflexión en que el hombre duda con precisión de las ventajas y de los inconvenientes que le resultan del estado social contrapuesto al estado de libertad ilimitada de cada individuo antes de su reunión; se trata de aquellos momentos de pasiones y de ignorancia, en que el hombre que ha consentido en perder una parte de su libertad, quisiera no obstante ejercerla sin restricción; se trata de aquellos deseos ocultos y siempre existentes en el corazón, por los que sufrimos; por la parte de libertad que hemos sacrificado, a pesar de las ventajas que este sacrificio nos ha procurado.
«El autor italiano sabe muy bien, y lo dice en varias partes, que si la ley no obliga al individuo, ningún miembro de la sociedad estará obligado para con él, y que el individuo perdería en ello más que ganaría. Pero tampoco es menos cierto, que cada individuo en el instante de su pasión, y aun habitualmente, querría, o a lo menos desearía, con un deseo débil, si se quiere, y siempre reprimido, pero que no sería menos real, desearía, digo, que si fuese posible, las convenciones que ligan a los demás no le ligasen a él». (Nota inédita del abate Morellet.)
[20](b) El Príncipe en los estados monárquicos es la parte que persigue a los acusados, y hace que los castiguen o absuelvan; y si él mismo juzgase, sería juez y parte.
Frecuentemente tiene el Príncipe en estos mismos estados las confiscaciones; y si juzgase los delitos, sería de nuevo juez y parte. (Montesquieu, Espíritu de las Leyes, lib. VI, cap. 6).
—«El soberano asegura en general que, por tal hecho o en tal caso, el contrato social queda violado; pero no por esto acusa de este hecho al hombre que se trata de juzgar; y en el acto mismo en que la parte pública se queja contra él no hace más que pedir el que se informe. El acusador es aquel que afirma que un tal ha cometido tal acción. El autor ha conocido él mismo, que la regla del justo y del injusto es para el juez una simple cuestión de hecho. También ha dicho que los decretos están siempre en oposición con la libertar política, cuando no son una aplicación particular de una máxima general. Tres cosas son pues las que hay que distinguir aquí: la máxima que el soberano establece, el hecho particular que el acusador afirma, y la aplicación que hace el juez de esta máxima a este hecho después de haberlo hecho constar. Luego el soberano no es la parte del acusado, ni tampoco es ésta una razón para que no pueda ser el juez…» (Nota de Diderot.)
[22](d) «La primer cosa que llama mi atención en el examen de las leyes penales inglesas en que entre las diferentes acciones que los hombres están obligados de hacer diariamente, hay ciento sesenta, que un acto del Parlamento ha declarado crímenes capitales e irremisibles, es decir, que deben ser castigados de muerte. Y cuando se busca la naturaleza de los crímenes que componen este formidable catálogo, se encuentra que son solo unas faltas que merecerían apenas unos castigos corporales, mientras que omite las maldades de una naturaleza la más atroz. El robo más simple, cometido sin ninguna especie de violencia, es tratado algunas veces como el crimen más enorme. Descarriar una oveja o un caballo, arrancar alguna cosa de las manos de un individuo, y echar a huir; tomar en la faltriquera de alguno el valor de doce pences (cerca de cinco reales de vellón, o veinticuatro sueldos de Francia), son otros tantos crímenes que merecen la muerte, al paso que no se juzga digno de una pena capital un falso testimonio que amenaza la cabeza de un acusado, ni un atentado sobre la vida, aunque fuese la de un padre. La multa y la cárcel, son la sola expiación que se exige de aquel que habrá dado de puñaladas a un hombre, de la manera más cruel, siempre que después de un largo padecer, le quede a este desgraciado bastante vida para arrastrar aun unos días enfermizos y dolorosos. Tampoco la pena es más severa contra el incendiario siempre que haya pasado escritura de la casa que quema, aun cuando ésta esté situada en el centro de la ciudad, y por consiguiente la vida de algunos centenares de ciudadanos, expuesta a perecer en las llamas» (Mirabeau,