Annotation
«¿Cómo curar a un fanático? Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas de Afganistán es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta. [...]»La actual crisis del mundo, en Oriente Próximo, o en Israel/ Palestina, no es consecuencia de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes como cl aman algunos racistas. En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia. [...]»El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera.» Amos Oz
AMOS OZ
Contra el fanatismo
Traducción de Daniel Sarasola
SIRUELA
Sinopsis
«¿Cómo curar a un fanático? Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas de Afganistán es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta. [...]»La actual crisis del mundo, en Oriente Próximo, o en Israel/ Palestina, no es consecuencia de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes como cl aman algunos racistas. En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia. [...]»El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera.» Amos Oz
Título Original: The Tubingen Lectures
Traductor: Daniel Sarasola
©2002, Oz, Amos
©2003, SIRUELA
ISBN: 9788498418804
Generado con: QualityEbook v0.71
Sobre la naturaleza del fanatismo
¿C ÓMO curar a un fanático? Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas de Afganistán es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta. Me temo que no sé exactamente cómo perseguir fanáticos por las montañas pero puede que consagre una o dos reflexiones a la naturaleza del fanatismo y a las formas, si no de curarlo, al menos de controlarlo. La clave del ataque del 11 de septiembre contra Estados Unidos no sólo hay que buscarla en el enfrentamiento existente entre pobres y ricos. Dicho enfrentamiento constituye uno de los más terribles problemas del mundo, pero cerraremos en falso el caso del 11 de septiembre si pensamos que sólo fue un ataque de pobres contra ricos. No se trata sólo de «tener y no tener». Si fuera así de simple, uno esperaría que el ataque viniera de África, donde están los países más pobres, y tal vez que fuera lanzado contra Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, que son los Estados productores de petróleo y los países más ricos. No. Es una batalla entre fanáticos que creen que el fin, cualquier fin, justifica los medios. Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos. La actual crisis del mundo, en Oriente Próximo, o en Israel/Palestina, no es consecuencia de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes como claman algunos racistas. En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia. El 11 de septiembre no es consecuencia de la bondad o la maldad de Estados Unidos, ni tiene que ver con que el capitalismo sea peligroso o flagrante. Ni siquiera con si es oportuno o no frenar la globalización. Tiene que ver con la típica reivindicación fanática: si pienso que algo es malo, lo aniquilo junto a todo lo que lo rodea. El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. La gente que ha volado clínicas donde se practicaba el aborto en Estados Unidos, los que queman sinagogas y mezquitas en Alemania, sólo se diferencian de Bin Laden en la magnitud pero no en la naturaleza de sus crímenes. Desde luego, el 11 de septiembre produjo tristeza, ira, incredulidad, sorpresa, melancolía, desorientación y, sí, algunas respuestas racistas -antiárabes y antimusulmanas- por doquier. ¿Quién habría pensado que al siglo XX le seguiría de inmediato el siglo XI? Mi propia infancia en Jerusalén me ha hecho experto en fanatismo comparado. El Jerusalén de mi niñez, allá por los años cuarenta, estaba lleno de profetas espontáneos, redentores y mesías. Todavía hoy, todo jerosolimitano tiene su fórmula personal para la salvación instantánea. Todos dicen que llegaron a Jerusalén -y cito una frase famosa de una vieja canción- para construirla y ser construidos por ella. De hecho, algunos (judíos, cristianos, musulmanes, socialistas, anarquistas y reformadores del mundo) han acudido a Jerusalén no tanto para construirla ni ser construidos por ella como para ser crucificados o para crucificar a los demás, o para ambas cosas al tiempo. Hay un trastorno mental muy arraigado, una reconocida enfermedad mental llamada «síndrome de Jerusalén»: la gente llega, inhala el nítido y maravilloso aire de la montaña y, de pronto, se inflama y prende fuego a una mezquita, a una iglesia o a una sinagoga. O si no, se quita la ropa, trepa a una roca y comienza a profetizar. Nadie escucha jamás. Incluso hoy, incluso en la Jerusalén actual, en cada cola del autobús es probable que estalle un exaltado seminario callejero entre gente que no se conoce de nada pero que discute de política, moral, estrategia, historia, identidad, religión y de las verdaderas intenciones de Dios. Los participantes en dichos seminarios, mientras discuten de política y teología, del bien y del mal, intentan no obstante abrirse paso a codazos hasta los primeros puestos de la fila. Todo el mundo grita, nadie escucha. Excepto yo. Yo escucho a veces y así me gano la vida.
Confieso que de niño, en Jerusalén, yo también era un pequeño fanático con el cerebro lavado. Con ínfulas de superioridad moral, chovinista, sordo y ciego a todo discurso que fuera diferente al poderoso discurso judío sionista de la época. Yo era un chico que lanzaba piedras, un chico de la Intifada judía. De hecho, las primeras palabras que aprendí a decir en inglés, aparte de yes o no, fueron British, go home!, que era lo que los chicos judíos solíamos gritar a las patrullas británicas de Jerusalén mientras las apedreábamos. Hablando de ironías de la historia, en mi novela de 1995, Una pantera en el sótano, describo cómo un chico apodado Profi pierde su fanatismo, su chovinismo, y cambia casi por completo en el espacio de dos semanas gracias a cierto sentido relativista, a un baño de relativismo. Por casualidad y en secreto, se hace amigo de un enemigo, concretamente de un sargento de policía británico muy dulce e ineficiente. Los dos se reúnen a escondidas e intercambian clases de inglés y hebreo. Y el chico descubre que las mujeres no tienen cuernos ni rabo, una revelación casi tan chocante para él como el descubrimiento de que ni los británicos ni los árabes tienen cuernos ni rabo. De alguna forma, el chico desarrolla un sentido de ambivalencia, una capacidad para abandonar sus creencias en blanco y negro. Pero, desde luego, paga un precio: al final de esta corta novela ya no es un niño sino una pequeña persona mayor, un pequeño adulto. Gran parte de la alegría y la fascinación, el entusiasmo y la simpleza de la vida han desaparecido. Y además, se gana otro apodo: sus antiguos amigos comienzan a llamarle traidor. Voy a citar la primera página y media de