Sándor Márai - Lo que no quise decir
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- Libro:Lo que no quise decir
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2016
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Lo que no quise decir: resumen, descripción y anotación
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El día que Hitler entró en Viena, la mayor parte de la burguesía húngara simpatizaba con los ideales del nacionalsocialismo. [He de contenerme para seguir siendo imparcial al escribir estas líneas, porque esta acusación es el pretexto del que se sirve hoy en día el poder soviético para tratar de aniquilar todo lo que ha subsistido de los valores del pueblo húngaro y de su modo de vida. Ciertamente, esto tiene consecuencias terribles y a la cruel Rusia (…) no le preocupa en absoluto, sólo hay que pensar en el ejemplo checo; aunque el poder decida inventarse falsos cargos, si la nación o la clase social que (…) es inocente de la acusación de simpatizar con los nazis, no podemos callar]. El campesinado húngaro nunca había simpatizado con el nacionalsocialismo; en realidad, ni siquiera sabía qué era. En aquella época los círculos dirigentes —no me refiero a los funcionarios y oficiales de rango más bajo, con una educación y un estilo de vida pequeñoburgueses—, las personas que ocupaban cargos de responsabilidad en el gobierno del Estado temían demasiado a los nazis como para acercarse a ellos. Los aristócratas, los latifundistas de vetustos apellidos, eran abierta y osadamente antinazis —muchos de ellos acabarían años después en campos de concentración alemanes— y rechazaban el nacionalsocialismo, aunque había quienes, con la esperanza de salvaguardar sus intereses feudales y el sistema latifundista, habían creído advertir en el poder nazi, que había firmado jugosos pactos con los Junkers latifundistas de Prusia y Pomerania, una garantía de respeto a la «propiedad privada». La comunidad judía, que tenía una presencia considerable en la Hungría de Trianón —constituía aproximadamente una décima parte de sus habitantes—, se alejó del peligro mortal que suponía para ella el nacionalsocialismo. Pero la clase media —un sector social confuso y heterogéneo al que pertenecía tanto la anciana esposa de un coronel que al quedarse viuda de un «hombre tan distinguido» se convertía en dueña de un estanco, como el veterinario, el abogado, el electricista con trabajadores a su cargo, el consejero ministerial, el comandante aún en activo, el inspector de correos o el director de una perrera; todos los que en Hungría se llamaban «caballeros de pantalón»—, en su gran mayoría, abiertamente o en secreto —en esa época ya más bien abiertamente—, se declaraban simpatizantes de los nazis.
Prueba de ello son los resultados electorales húngaros a lo largo de los diez años anteriores. Esas contiendas políticas fueron proporcionando una mayoría cada vez más importante a los partidos que participaban en la lucha electoral con ideas «racistas» y de «extrema derecha», incluso en los distritos donde el voto era secreto. Diversas formaciones con ideologías de «derechas» maduraban unidas por un objetivo común. Había derechas más sutiles y otras formadas por verdadera escoria con botas, uniforme y casco. Estos matices confluían bajo el estandarte de la idea «nacional» y de la defensa de la raza. El día que Hitler entró en Viena, la mayoría de los intelectuales húngaros ya se declaraba abierta, inequívoca y firmemente «de derechas». Si algún día surge un historiador húngaro con la voluntad de escribir de forma imparcial la historia de la sociedad húngara de las últimas décadas, se enfrentará a la ardua tarea de esclarecer qué significaba en realidad «ser de derechas». En esos años, ¿qué se entendía en Hungría por «derecha»? ¿Qué significaba en un país donde, más allá del espíritu kuruc tradicional, las ideas de la libertad y del liberalismo tenían una tradición tangible y real?… Cuando un sector importante de la sociedad húngara, encabezado por los descendientes de las generaciones liberales anteriores, es decir, por la burguesía húngara, empezaba a sentirse, a pensar y a declararse «de derechas», ¿en qué creía y qué pretendía exactamente?
Décadas más tarde, los comunistas respondieron lacónicamente a esta cuestión afirmando que la intelectualidad húngara compartía los ideales nacionalsocialistas por ser «reaccionaria». Era la cantinela que repetían en el Parlamento, en la prensa, en la literatura, en la vida pública, con todo lo que eso conlleva. En un primer momento, esta acusación suena como decir que el agua es húmeda porque está mojada. Pero conviene tomar en serio a los comunistas: analicemos la acusación en su sentido literal, palabra por palabra. A lo largo de aquella década, en los años inmediatamente anteriores y posteriores al Anschluss, la mayoría de los burgueses húngaros —desde el punto de vista comunista— era realmente «reaccionaria». Sin embargo, ¿qué es «reacción» y quién es «reaccionario»? Se supone que la reacción es ante todo re-acción, es decir, un acto y un comportamiento que responde a una pregunta, una réplica factual a una acción. Y esta «acción» fue el conato comunista, la República de los Consejos, que después de la Primera Guerra Mundial trató de implantar en Hungría el ideal y la práctica bolcheviques que incluso en Rusia estaban aún en fase embrionaria. Más adelante, la izquierda se empeñó en calificar esta tentativa de paréntesis ingenuo, como un mero intermedio político insignificante. Pero la realidad fue muy distinta.
Aquel «entreacto» no sólo asustó a banqueros, industriales, señores feudales y funcionarios públicos húngaros con levita de cuello dorado, sino que levantó una oleada de profunda indignación en la conciencia de toda la sociedad húngara. Los comunistas húngaros que después de un cuarto de siglo de cárceles, ilegalidad, persecuciones y exilio, y de pasar luego por las escuelas del Partido en Moscú, regresaron a su país tras la estela del Ejército Rojo, portadores de una sed de venganza y animadversión insaciables hacia todo lo que fuera húngaro, sabían muy bien que aquel «entreacto» había dejado en el alma de la sociedad húngara un recuerdo muy marcado y doloroso. Y tan bien lo sabían que hasta 1949 no estuvo permitido mentar ni en la prensa ni en los seminarios políticos a los héroes tristemente famosos de la sangrienta República de los Consejos de 1919. En Budapest, tras la entrada del Ejército Rojo y una vez que los comunistas tomaron el poder, se rebautizaron las calles, pero hasta 1949 no hubo ni una plaza, ni una calle, ni un callejón que llevara el nombre de los líderes de la República de los Consejos. La ciudad se llenó de monumentos en honor del Ejército Rojo —la última vez que un vencedor había humillado a un pueblo derrotado con semejantes lápidas conmemorativas debió de ser en tiempos de los asirios—, pero no se erigió ninguna estatua a Béla Kun o a Tibor Szamuely.
Los comunistas salían de excelentes escuelas donde les habían enseñado que era mejor no decir nada sobre el preludio del bolchevismo húngaro. No fue hasta cinco años después del armisticio, es decir, con motivo del trigésimo aniversario de los acontecimientos de 1919, en 1949, cuando los comunistas se atrevieron a recordar públicamente la primera República Húngara de los Consejos; en esa época creían que el suelo ardiente ya se había enfriado bajo sus pies. A lo largo de esos tres decenios, la sociedad húngara nunca había dejado de recordar aquel entreacto cruel y sangriento. Eso sentó las bases del poder verdaderamente «reaccionario» del fascismo neobarroco de Miklós Horthy, la llamada «idea de Szeged». Sobre esa misma base edificaron también su poder las sociedades secretas —y no tan secretas— de la intolerante Hungría de Trianón, que se aprovecharon de los grandes ideales cristianos y nacionales con una codicia política que les permitió organizarse y ampliar su campo de acción. A este «entreacto» apelaban todos los que desde el púlpito y la prensa, en el Parlamento y en las administraciones, pretendían consolidar su propia posición social. Y éste es el pretexto que han esgrimido a lo largo del cuarto de siglo que siguió a la República de los Consejos para impedir que Hungría siguiera el modelo de desarrollo democrático occidental. En su lugar promovieron una administración pública y un gobierno social aberrante, semifascista, que en lugar de perseguir las tradiciones liberales del pasado se apropió de ellas y que más adelante simpatizó con la ideología y la práctica de los nazis, sin esconderse y rivalizando con ellos en crueldad, para acabar amarrando a Hungría al destino funesto de la Alemania hitleriana hasta el último momento. Todo lo que en aquel largo cuarto de siglo en Hungría estaba relacionado con la ilegalidad, de forma abierta o encubierta, los privilegios escandalosos, la educación antiprogresista, tenía como coartada aquel conato de comunismo.
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