Este libro es un relato de experiencias vividas como médica de adolescentes y jóvenes durante veinticinco años.
Si bien el dicho popular “el diablo sabe por diablo pero más sabe por viejo” se pone en tela de juicio en esta época, desafío a compartir mis experiencias.
Fue un aprendizaje arduo en un campo casi virgen de la medicina. Recién en 2012 las sociedades científicas reconocieron esa especialidad.
Este libro no es un manual de autoayuda, aunque comparte cierta intención. No es un libro científico aunque se basa en hechos y fenómenos de las ciencias médicas. No es un libro para profesionales pero puede ser útil para ellos. Es un libro para el público en general, como se dice. Su objetivo es colaborar a entender y mejor acompañar a los adolescentes, cuya lógica y estilos de vida nos desorientan. Y es un libro singular, es decir, desde mi particular mirada y opinión, y por lo tanto discutible.
Quiero agradecer a mis queridos pacientes y a sus familias haberme permitido tener el privilegio de compartir su intimidad y este tramo de la vida, la adolescencia.
Capítulo 1
DÍGANME NO
Uno no es padre como quiere sino como puede
José y Gloria vinieron muy desanimados a consultarme. Se los veía tristes y cansados.
—Nosotros somos gente de trabajo. Y ahora se encierran a fumar porros, salen con chicos del barrio que no hacen nada. Andan en skate y vuelven tarde. No hacen caso.
***
Débora era una mamá joven, independiente, que se había separado hacía un tiempo y ahora, con nueva pareja y bebé, consultaba por Valentina, hija de la primera unión:
—A mí me cuesta decirle que no. Me hace acordar a los 70, el autoritarismo que vivimos, y dudo, me pongo mal. Por otra parte, a mí no me dijeron que no, yo hacía lo que quería. Ahora no sé cómo limitarle la libertad, tiene 14 años y me da miedo.
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Magdalena se había separado hacía poco tiempo, jugaba en un equipo y quería pasarla bien, demasiado había postergado por su matrimonio:
—Sí, doctora, pero ya quedé con mis amigas este finde y tenemos las cabañas reservadas. Yo no tengo la culpa de que al padre se le ocurra hacer no sé qué con la novia. No tengo dónde dejarla.
***
Juana trabajaba mucho, tenía varios hijos y estaba irritable. Tenía muchas cosas en la cabeza, muchos compromisos de qué ocuparse. Corría todo el tiempo.
—Ya sé que los análisis le dieron mal y tiene sobrepeso, pero si no quiere venir, qué quiere que haga, ¿que lo traiga de los pelos?
Ruth siempre le había tenido un poco de lástima a Roberto. Lo veía frágil, tenía dificultades en el colegio y era el más chico cuando su esposo se fue. Me decía:
—Sí, bueno, dejo que tenga unas plantas de marihuana. Tengo miedo de que, si no, se vaya, y vaya a saber dónde y con quién. Al menos así lo tengo en casa.
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Mónica se dedicaba al arte. Su hijo debía tomar psicofármacos por su psicosis.
Ella siempre priorizó la libertad, pero Pedro no se podía cuidar solo.
—Quiere irse a recorrer Centroamérica. Dice que va a tomar la medicación. Por ahí se mejora estando solo, que se las arregle. Yo ya estoy cansada.
Los padres adoptivos de Carolina estaban hartos de sus conductas provocadoras. Esa noche en la consulta, me dijeron:
—No sabemos qué hacer. Cuando la adoptamos teníamos muchas expectativas. ¿No la podremos devolver?
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Después de explicarle a Rosa que lo de su hija era una enfermedad mental, con un tratamiento prolongado e interdisciplinario, me dijo:
—Pero, doctora, ¿usted no va a hacer nada? Ya sé que tiene anorexia nerviosa, pero si le da el suplemento y las vitaminas pienso que va a estar bien.
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Miguel venía de Catamarca a traer su hija en consulta. Tenía varias empresas y campos que atender.
—Yo entiendo que tiene bulimia y que está triste, pero no voy a estar viajando todas las semanas. Tengo otras cosas que hacer y, la verdad, ya la veo mejor.
Si bien uno tiende a sorprenderse con las conductas de los adolescentes, por lo exóticas, desmesuradas, creativas o distintas, no deja de ser curioso que son los padres los que más me sorprenden.
¿Por qué?
Me imagino que todos tenemos un estereotipo de familia ideal, como rezaba la serie de televisión de los 70: La familia Ingalls. Era una familia de granjeros que vivían en un lugar idílico, eran todos lindos, se querían, se respetaban y se llevaban bárbaro.
Una de las conferencias que recuerdo, que más me impactaron, fue cuando un psicólogo renombrado inició su conferencia sobre el tema familia diciendo: “La familia puede ser el horror”. Esta última palabra me pegó como una bofetada. Después vinieron películas como El príncipe de las mareas o La celebración, entre las que recuerdo.
Y entonces, cuando pensamos que toooodos los padres aman a sus hijos, los han deseado, les gusta estar con ellos, los quieren cuidar, procuran entenderlos y son adultos maduros que pueden ejercer la paternidad/maternidad, nos sorprendemos cuando esto no es así. Sobre todo nos sorprendemos cuando esos adultos tienen educación y medios económicos para tener un buen pasar, como se dice.
Siento que estamos teñidos por el prejuicio de que las “familias disfuncionales” son sólo aquellas del padre alcohólico, abusador, con carencias extremas.
Siempre me ha gustado nombrar a los adultos que acompañan adolescentes como cuidadores. Es este rol, el del cuidado, el que muchas veces no aparece o aparece desdibujado. Todos los adolescentes necesitan ser cuidados, todos. No asfixiados, no cuestionados, no exigidos, no juzgados, sólo cuidados.
La adolescencia/juventud es el último eslabón antes de la autonomía, previo a la adultez, donde se invertirán los roles.
En este proceso los padres se sienten solos y se preguntan: ¿Y a mí quién me entiende? ¿Quién me atiende? ¿Quién me ayuda? Parafraseando ese dicho popular: Uno no es padre como quiere sino como puede.
La sociedad cambió, cambiaron las estructuras familiares y cambió el hijo que de niño creció. Los cambios sociales incluyeron cambios tecnológicos profundos que modificaron la cotidianidad. Las nociones sobre saber, futuro, calidad de vida fueron revisadas y aparecieron nuevos paradigmas.
Veo con qué naturalidad los padres dicen sí y la culpa que les genera decir no.
Decir sí, significa que doy, permito, me quieren, voy a recibir, todo es paz y armonía. Si digo no, me remito a la carencia, a la restricción, al no dar, genero bronca, desamor, cierro puertas y además temo la reacción. El no me deja solo, con la valentía de una decisión tomada, con el riesgo de equivocarme, de que no me quieran.
En los tiempos que corren, y en nuestro país, Argentina, se tiende a no decir no. Se ve mal, es antipático, remite a los tiempos de los militares, es “políticamente incorrecto”. Pero así como no hay comunicación sin silencios, no hay crecimiento sin los