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Jesper Juul - Decir no, por amor

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Jesper Juul Decir no, por amor
  • Libro:
    Decir no, por amor
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2006
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Decir no, por amor: resumen, descripción y anotación

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Los padres perfectos no existen De hecho no es la perfección lo que se busca - photo 1

Los padres perfectos no existen. De hecho, no es la perfección lo que se busca en las relaciones afectivas, en particular en las relaciones entre padres e hijos. Todos tenemos en ocasiones comportamientos erróneos o irracionales. Somos seres humanos, cada cual con sus deseos y sus necesidades, que pueden entrar en conflicto con los de las personas a las que queremos. No hay nada malo en ello, y hay que aceptar el hecho de que toda convivencia supone algún que otro conflicto y alguna negociación. Sin embargo, hay límites que no se deben traspasar en la relación con los demás: los hijos deben aprender a reconocerlos, porque es para ellos una ocasión para crecer y madurar, y los padres deben enseñarlos.

Jesper Juul muestra cómo conjugar de un modo equilibrado proximidad y distancia, y ayuda a clarificar el proceso educativo en una sociedad en la que se han derrumbando muchas de las antiguas certezas en el terreno de la pedagogía y muchos padres tienen dificultades para dosificar autoridad e igualdad, respeto y responsabilidad.

Jesper Juul Decir no por amor Padres que hablan claro niños seguros de sí - photo 2

Jesper Juul

Decir no, por amor

Padres que hablan claro: niños seguros de sí mismos

ePub r1.1

Readman 18.12.16

Título original: Kunsten at sige nej med god samvittighed

Jesper Juul, 2006

Traducción: Antoni Martínez-Riu

Diseño de cubierta: Isidro Monés

Editor digital: Readman

ePub base r1.2

JESPER JUUL 18 de abril de 1948 Vordingborg Dinamarca es un terapeuta - photo 3

JESPER JUUL 18 de abril de 1948 Vordingborg Dinamarca es un terapeuta - photo 4

JESPER JUUL (18 de abril de 1948, Vordingborg, Dinamarca) es un terapeuta familiar danés y autor de varios libros para padres y profesionales, traducidos a diferentes idiomas, entre los que destaca el best seller Su hijo, una persona competente, cuya publicación le valió el reconocimiento internacional. Desarrolla sus actividades como conferenciante, terapeuta y educador en más de una quincena de países y, desde 2007, dirige el Family-lab International, organización que ofrece seminarios, talleres y asesoramiento tanto a familias como a empresas públicas y privadas.

Introducción

—¿Puedo quedarme hoy un poquito más?

—Eres demasiado pequeño…, ¡y estás muy cansado!

—¿Por qué no me dejas que me haga un «tatoo»?

—Pero ¿no ves que queda muy feo?

—¡Quiero un helado!

—Comer muchos helados no es bueno. Hacen daño a la barriga.

—¿Por qué no nos vamos pronto a la cama y nos divertimos un poco, mientras los niños duermen?

—¿Crees realmente que eso será divertido?

—¡No quiero ir al colegio!

—¡Qué tontería! ¡Con lo que te gusta ir!

—Creo que por Pascua tendremos que ir a casa de tus padres.

—¡Pero si siempre dices que no tenemos tiempo para nosotros!

—¿Puedes darme 20 euros para la fiesta del sábado?

—¡Si no hace ni dos días que te di la paga!

Oímos a menudo en las familias respuestas como estas. Pero ¿qué significan en realidad? ¿Sí? ¿No? ¿Quizás?

Todas las relaciones amorosas llevan el sello de un que se pronuncia desde el fondo del corazón. Es el símbolo del amor que formulamos en el plano lingüístico en el momento en que decidimos vivir al lado de otra persona. Con ese nos certificamos mutuamente la sinceridad de nuestros sentimientos y asumimos un verdadero compromiso, parte esencial del sueño de una vida en común. Es todo cuanto los hijos nacidos o adoptivos deberían descubrir en los ojos de sus padres como inicio, para unos y otros, de una relación destinada a durar para siempre.

En la vida de la mayor parte de la gente hay momentos en que esta simple sílaba parece el mayor de los dones. Es el símbolo decisivo de apertura al otro y también de confianza y voluntad de crear con el otro un espacio común, en el que la soledad queda relegada por un tiempo a un segundo plano. Puede que se trate del primer beso de la adolescencia, del tan ensayado pero no por ello menos apasionado en el momento del matrimonio, o de lo que sentimos cuando nos «inunda» el alma la mirada confiada de un bebé: en cada una de estas ocasiones tenemos la sensación de gozar de un maravilloso privilegio. A menudo nos proponemos hacer todo lo posible para ganarnos este por parte de otro, pero también a menudo las ocupaciones cotidianas hacen que dejemos a un lado este propósito.

De esta forma, poco a poco, el pierde el carácter de don y se percibe cada vez más como una exigencia u obligación, y no solo en lo interno de la propia conciencia. La pareja exige un incondicionado. Los maestros en la escuela dan por supuesto su derecho a disponer de la confianza de los alumnos. Nuestros padres, aunque no lo digan abiertamente, esperan que vayamos a verlos de vez en cuando. En la misma medida en que se reduce el gozo espontáneo del dar y del recibir, perdemos también la confianza y el amor recíprocos. En la relación de pareja, el famoso séptimo año se anuncia a menudo de esta manera, mientras que entre padres e hijos la crisis emerge, lo más tarde, cuando estos últimos han aprendido ya a expresarse con tal facilidad que hacen vacilar, con su creciente autonomía, las expectativas y los sueños de los padres.

Se produce un cambio cuando los adultos comienzan a eludir la obligación de decirse . Lo hacen cuando muestran su no con su comportamiento, o cuando murmuran «sí…, sí…» (que es lo mismo que un no), o incluso cuando finge uno ante el otro, porque perciben la relación cada vez más como algo que se parece a una cárcel. La obligación del mata el placer y fomenta la desazón.

Entre padres e hijos el amor no se agota tan rápidamente, aunque padres y madres olvidan con frecuencia aceptar como un don a los hijos cuando estos comienzan a decir no. Se trata de un no absolutamente franco, pronunciado, por así decir, con la conciencia tranquila, sin disimulos, sin la carga de un reproche latente, como sucede a menudo con los adultos.

Los padres toman muchas veces el no de los hijos como una cuestión personal, sin darse cuenta de que los hijos lo dirigen ante todo hacia sí mismos y no hacia los adultos. Al hacerlo, trazan sus límites individuales y muestran a sus padres quién es en realidad ese hijo que los ama incondicionalmente. Naturalmente, no se trata de un proceso consciente y ponderado, pero vale la pena que se le considere así.

En los últimos quince años, el debate en el ámbito educativo ha estado tan ampliamente dominado por la cuestión del «poner límites», que se tiende ahora a considerar dicha cuestión como el punto cardinal de la relación entre padres e hijos. La manifiesta necesidad de imponer límites a los hijos ha adquirido ya un sentido casi religioso, y ¡ay de quien no se incline dócilmente ante este dogma! Los reproches más frecuentes son irresponsabilidad e indolencia. Personalmente, tengo la impresión de que se está avanzando a pasos agigantados hacia un nuevo primitivismo pedagógico, precedido por graníticas super-nannys y psicólogos del comportamiento, que quieren darnos a entender que pueden transformar en pocos días incluso la más caótica de las familias en un oasis de paz y armonía.

Es de destacar, aunque resulta también inquietante, que la necesidad que sienten los padres de imponer límites a los hijos aumenta en la misma medida en que disminuye dramáticamente el «margen de juego» físico y psíquico de estos últimos. Muchos observan simplemente que los niños son hoy «más libres» en su trato con los adultos y que, desde el punto de vista económico, representan una franja deseable de nuevos consumidores. Pero no se dan cuenta de que las posibilidades de que disponen los niños de vivir y jugar entre ellos como quieren y sin la intromisión de los adultos son ahora casi nulas. Hace apenas una generación era precisamente en ese espacio en el que los adultos no hacían acto de presencia donde los niños desarrollaban la que actualmente se llama «competencia social», que no pueden enseñar ni los padres ni la escuela o la guardería, por mucho que se quiera. A los niños de hoy se les pide ante todo que «funcionen bien» –para usar una expresión misantrópica–: una forma de uniformizar que va convirtiéndose cada vez más en una camisa de fuerza colectiva.

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