Richard Wagner - Arte y revolución
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- Libro:Arte y revolución
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1849
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Arte y revolución: resumen, descripción y anotación
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Casi todos los artistas se lamentan hoy en día de los perjuicios que les causa la Revolución. No son los violentos combates en las calles ni los quebrantos en el orden social ni los bruscos cambios de gobierno lo que lamentan: estos acontecimientos, por notables y preocupantes que sean, los tienen por pasajeros e in conducentes; lo que temen es que la persistencia de estas turbulencias pueda herir fatalmente los esfuerzos actuales en terreno del arte.
Las bases sobre las que venían descansando la industria, el comercio, la riqueza se ven amenazadas y, aunque la calma aparente haya regresado, aunque la vida social haya recuperado su fisonomía, una acuciante y angustiosa preocupación roe las entrañas de esta vida: la desconfianza paraliza el crédito, la conservación del patrimonio se impone sobre el riesgo de nuevas iniciativas, la industria languidece y el arte no tiene de qué vivir.
Cruel sería negar compasión a los miles de seres humanos presos de esta angustia. Si hasta no hace mucho, por sus obras, el artista apreciado recibía de la parte acomodada y despreocupada de nuestra rica sociedad una recompensa en oro que le permitía aspirar a una vida igualmente acomodada y despreocupada, ahora debe vérselas con manos cerradas y temerosas que no dándole nada le obligan a resolver cotidianamente su necesidad, compartiendo así la suerte del obrero. Sus expertas manos, que en otro tiempo crearon para los adinerados un sinfín de cosas agradables, caídas están, sosteniendo un estómago hambriento. Derecho tiene a quejarse, pues lágrimas dio la naturaleza al que sufre. Pero ¿tiene derecho a confundirse con el Arte, a confundir su desgracia con la desgracia del Arte o a tener a la Revolución por enemiga del Arte tan sólo porque le dificulta proveer a su propia subsistencia? Esta es la cuestión que debemos sopesar. Sabido es, sin embargo, que artistas hay que, con sus palabras y sus hechos, han demostrado amar y cultivar el arte sólo por amor al arte y que, ya antes de la Revolución, pasaron apuros cuando otros artistas disfrutaban de bienestar. Debemos, por tanto, referir la cuestión no tanto a la suerte de los artistas como al mismo Arte. No se trata aquí de formular definiciones abstractas sobre su naturaleza sino de entender el significado del arte como un factor de la vida en común y analizarlo en cuanto producto social. Un somero repaso a los principales períodos de la historia del arte en Europa nos resultará de gran ayuda para aclarar la cuestión, nada baladí, que hemos planteado.
En el estudio de nuestro arte moderno, difícilmente cabe proceder sin reconocer su estrecha relación con el arte de los griegos. De hecho, nuestro arte es un eslabón más en la cadena de la evolución artística de Europa, y esa evolución se inició en Grecia.
El espíritu griego, tal y como se manifestó en su período de máximo esplendor tanto en el Estado como en el Arte —es decir, cuando dejó atrás la tosca religión natural heredada de Asia y puso en el centro de su conciencia religiosa al hombre libre, hermoso y fuerte—, encontró en Apolo, el dios principal de las estirpes helénicas, su expresión más excelsa. Apolo, que matara a Pitón, la serpiente del Caos, que con sus flechas envenenadas acabó con los hijos de la vanidosa Níobe, que por boca de su sacerdotisa de Delfos revelaba la ley primordial e inmutable del espíritu y de la esencia de los griegos. Apolo era el ejecutor de la voluntad de Zeus en la tierra griega, era el pueblo griego. En el apogeo del espíritu griego, debemos pensar en Apolo no como nos lo ha transmitido el arte más tardío y lujurioso de la escultura, como tierno amigo de las Musas, sino como bello y fuerte, de rasgos serenos pero enérgicos, tal como lo describió el gran dramaturgo Esquilo. Y tal como lo conocían los jóvenes de Esparta, que con sus bailes y sus ejercicios modelaban sus cuerpos para darles gracia, agilidad y fuerza, sabiendo que sólo belleza y encanto daban poder y riqueza. Tal como lo veía el ateniense cuando todos los impulsos de su hermoso cuerpo y de su siempre inquieta mente lo incitaban a recrear su espíritu a través de la expresión ideal del Arte, o cuando su voz rica y poderosa se sumaba al coro para cantar las gestas del Dios y marcar a los bailarines el ritmo de la danza que, elegante y audaz, representaba esas gestas; o cuando sobre columnas armoniosamente dispuestas iba levantando, en grandes semicírculos, el anfiteatro y su escenario. Como espléndido dios, así lo veía también el poeta trágico que, inspirado por Dioniso, mostró a todas las artes —artes nacidas por sí mismas, de su propia necesidad— la palabra que las une, la sublime intención poética en la que han de converger para crear la mayor de las obras de Arte: el drama.
Las acciones de los dioses y de los hombres, sus sufrimientos y alegrías, que tenían en la figura de Apolo una expresión grave y grácil —reflejo del eterno ritmo, de la eterna armonía, del movimiento y de la existencia—, se convertían gracias al drama en realidad y verdad, pues cuanto se movía y vivía en Apolo y en los espectadores encontraba su máxima expresión ahí donde la mirada y el oído, la mente y el corazón, podían percibir y comprenderlo todo precisamente por ser real y verdadero, pudiendo la imaginación dejar de imaginar.
Los días en los que se representaban estas tragedias eran días de fiesta en que se honraba al dios, en que el dios podía expresarse con toda claridad a través de su sumo sacerdote, el poeta, que dirigía los bailes y hacía cantar al coro la voluntad del dios. En esto consistía la obra de arte griega: un Apolo transformado en arte vivo y real a través del cual el pueblo griego expresaba su verdad y su belleza.
Un pueblo, lleno de individualidades, de actividad, de inquietud, acostumbrado a considerar la meta de una empresa tan sólo como el inicio de una nueva, en permanente tensión, que día tras otro busca nuevas alianzas que crean nuevas circunstancias, que un día es victorioso y al otro es derrotado, que un día está amenazado por un terrible enemigo y al otro se dispone a asediarlo hasta eliminado, un pueblo en libre e imparable efervescencia tanto interior como exterior; este pueblo acudía desde la asamblea, desde los mercados, los campos o los barcos y llenaba el anfiteatro para ver la representación de la más profunda de las tragedias, el Prometeo, para reunirse ante la obra de arte más excelsa, para conocerse a sí mismo, para saber de sus empresas, para fundirse en íntima comunión con su propia esencia, con sus semejantes, con su dios, convirtiendo el alma de cada griego en alma colectiva.
Siempre celoso de su independencia personal, siempre dispuesto a perseguir al «tirano» que, por sabio y noble que pudiera ser, siempre podría tratar de limitar su libertad; siempre en guardia, incansable en el rechazo de influencias extranjeras, decidido en no dejar que la tradición, por antigua y respetable que fuere, dominara su vida, su pensamiento y sus acciones, ese ciudadano griego enmudecía al oír las invocaciones del coro, se sometía a la profunda armonía que desprendía la representación, obedecía de buen grado al imperativo y a los preceptos que, por boca del poeta trágico, desde el escenario anunciaban los dioses y los héroes. En la tragedia se encontraba a sí mismo, reconocía la parte más noble de su ser confundida con lo más noble del alma colectiva de toda la nación; convocando su propio ser, su íntima conciencia, recibía el anuncio, a través de la obra de arte trágica, de los oráculos de Pitia. Dios y sacerdote al mismo tiempo, Apolo encarnaba la comunidad y la comunidad se encarnaba en él, como una de esas infinitas fibras que en la vida de una planta se elevan sobre la tierra para erguirse en el aire y producir una bellísima flor que regala su perfume a la eternidad. Esa flor es la obra de arte, su perfume, el espíritu griego, que aún hoy nos atrapa y seduce hasta el punto de convencemos que mejor es ser griego por unas horas presenciando una tragedia griega que un dios no griego en la eternidad.
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