Ramón Lobo - Todos náufragos
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- Libro:Todos náufragos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2019
- Índice:5 / 5
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Todos náufragos: resumen, descripción y anotación
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Agradecimientos
Debería empezar por el principio y dar las gracias a mi madre, la culpable de que esté aquí; transmisora de dos virtudes esenciales en el periodismo: la rebeldía y el afán de lucha. Le doy las gracias por su libro, que puso en marcha el mecanismo durmiente de este.
A María por sus apasionados consejos y críticas, por ayudarme a salir de cada laberinto, por estar en las tripas de un libro que tanto me ha costado.
A mis primos ingleses Martin Leyder, Sarah Steer y David Steer, que compartieron recuerdos y tiempo; lo mismo que mis primos españoles Julio Lobo, Álvaro Lobo y José Luis Lobo, tres descubrimientos.
A mis hermanas Mónica y Patricia; además de regalarme memorias, me han tenido que soportar toda su vida. A mis sobrinos, que apenas menciono.
A mis primos Ramón, Pilar y Jesús Aymerich Lobo, y a Margarita D’Olabarriague, suministradora de ideas, fotos y papeles. A Carmen Jiménez de los Gavilanes por aquellas ostras de la calle Hermosilla.
A Guadalupe Fernández Gascón por su generosidad al remover un pasado doloroso y compartirlo para equilibrar este libro. A Jan Martínez Ahrens, excompañero de El País en México, que me puso en contacto con Carmen Tagueña, presidenta del Ateneo Republicano en el Distrito Federal, que a su vez me ayudó a localizar a Guadalupe. Gracias Carmen, y a los republicanos españoles en México.
A Alfredo Mesa, que corrigió errores de la época del colegio Chamberí. A Jesús Álvarez y los amigos de la pandilla del barrio. Sobre todo a Juan Rodríguez, El Copón, por aquel combate mítico de boxeo.
A Carmen Andrés, que me ayudó a eliminar erratas y a poner bien las preposiciones, mi punto débil. A Raquel Rico Bernabé por intentarlo. A Manuel Saco, que revisó la última edición, y a Guillermo Altares por sus siempre sabios consejos.
A Anna Soler Pont por guiarme y a Marina Penalva por creer en este libro y obligarme a escribirlo.
Al Archivo General Militar de Ávila por la documentación enviada y a Juan Martínez Ortiz, que me ayudó a interpretar los datos. Al equipo del Archivo de la Villa que me socorrió en la búsqueda de los catastros y soportó con paciencia mi manifiesta inutilidad con las máquinas. Al Colegio de Médicos de Madrid que me permitió revisar los expedientes de mi bisabuelo y mi abuelo. A Marisa Navas por enseñarme la planta 12 del edificio de Telefónica y a Luis Solana por sus comentarios sobre la historia del edificio.
A Emilio Silva y a su prodigiosa memoria histórica. A Esther García Guillén por evitarme errores y regalarme detalles de los que mejoran un libro. A Pablo Segarra y al pintor Augusto Ferrer-Dalmau por su ayuda para entender la División Azul.
A Jorge Martínez Reverte por su ayuda y consejos, y por sus libros y su lucha.
A mi padre, por su esfuerzo titánico para convertirme en otro, y a cada lector que llegó hasta aquí.
En guerra por las ausencias
A los siete años me inventé una vida, otra familia, un accidente de aviación, un hospicio en la ciudad de Maracaibo. La chica de servicio planchaba en una sala de la cocina en la casa de María de Molina 60, en Madrid, que recuerdo enorme, de techos altos que más tenían que ver con mi tamaño que con la realidad. El vapor nos hacía sudar. Parecían los trópicos, una selva de ropa que olía a jabón. Le conté que mis verdaderos padres murieron en Venezuela, que los actuales me habían recogido en una casa grande, donde estaba con otros niños, y traído con ellos a España. La chica se emocionó. No fueron grandes lágrimas, solo un brillo en los ojos. Su desazón me envalentonó, y entré en detalles; los detalles siempre han sido mi perdición. Fue mi primer y único éxito narrativo. Al regresar mi madre, la chica, aún conmovida por el relato del huérfano inesperado, le dijo: «No conocía la historia tan triste de Ramoncito». Ella lo desmintió a mis espaldas, sin comunicarme que aquel primer extraordinario relato de la vida no vivida se había desmoronado sin remedio. A última hora de la tarde, mi padre fue informado de los pormenores del viaje literario en la sala de la plancha. Nunca destacó como lector de ficción, lo suyo eran los libros de la División Azul y del bando nacional que poblaban la estantería del salón. Con la vocación militar intacta lo resolvió como solía resolver estas situaciones: dos bofetadas, y a la cama sin cenar.
Han pasado 53 años, y aún fantaseo con ser otro, tener otro padre, otra familia. Siempre con la carga de la infancia, de los yos inventados que alimento y arrastro. Soy un tipo en guerra subterránea permanente conmigo mismo, preso de un relato trágico del que no consigo desprenderme. Soy como España: un derrotado por el franquismo, víctima de una transición mal resuelta que me dejó preñado de fantasmas e impunidades, incapaz de sacar los muertos de las fosas comunes y de las cunetas, de devolverles el nombre, el apellido y la dignidad, de firmar la paz, una paz verdadera, sostenible. Necesito desenterrar al niño desaparecido que podría haber sido y que no fui, y ponerlo en el lugar íntimo de la memoria que le corresponde.
Enrique Vila Matas, con quien compartí en 2012 una charla en la librería +Bernat de Barcelona, dijo que si hubiese nacido en China sería la misma persona. Lo planteó como un juego literario de los suyos, una broma narrativa. Traté de defenderme, argumentar; es un territorio espinoso, lleno de arenas movedizas. Al sentirme acorralado por sus malabares de artista de las palabras, repliqué: «Sería completamente distinto si hubiera crecido a 20 kilómetros de mi padre». En este asunto me falta humor, adolezco de la ironía a la que soy tan aficionado.
Me reconstruí para ser, pensar, sentir y estar en un mundo opuesto al de mi padre. Elegí ser lo contrario, la antimateria. Solo salvé al Real Madrid del derribo concienzudo de la herencia impuesta. Asistir, a los siete años, a un partido de fútbol en el segundo anfiteatro del Santiago Bernabéu me conquistó para siempre. Me ganó el juego, quizás aún con Alfredo Di Stéfano, el rugir animal de la grada, ese sentimiento de pertenencia a una tribu diferente de la familiar, tan irracional como ella, pero ajena, sin efectos secundarios. Me resulta más sencillo expresar sentimientos ante desconocidos, navegantes que se cruzan en mi vida durante un instante y después desaparecen. Me resulta más fácil abrazar y emocionarme en lo circunstancial. Querer en lo efímero me protege de la decepción. Cuando tomé conciencia de que compartía devoción futbolística con él, era tarde para rectificar, para transfugarme al Atlético de Madrid, el equipo que me corresponde por carácter y actitud vital. Había decidido la emoción, no el cerebro. Uno puede cambiar de familia, pareja, sexo, país, nacionalidad, religión, ideas políticas, pero jamás de equipo de fútbol. Hay cosas sagradas.
Soy un superviviente maltrecho de un doble maremoto, el familiar y el colectivo, que asoló España entre el 18 de julio de 1936 y el 20 de noviembre de 1975, y del que aún no nos hemos recuperado. Ambos, familia y país, fuimos aplastados por una forma de intolerancia, impulsada y guiada desde el nacional-catolicismo, un virus troyano que procede de la Inquisición, de la España más oscura. Estoy rodeado de náufragos: decenas de tíos, hermanas, sobrinos y primos que flotan aferrados a una tabla de salvación, a un resto a la deriva, sin saber lo que son ni hacia dónde nadar. Somos una familia desestructurada. Nos atraviesa los huesos una línea verde, como la que dividió Beirut y Mogadiscio, y un muro de Berlín; dos bandos: aquí los buenos, allá los malos. Este tipo de fronteras no se dibujan sobre los mapas o la tierra, se imprimen a golpes y agravios en la mente, se transmiten a la siguiente generación aunque ya no haya guerra. Una parte de la familia, Salud, Pilar y Manuel, fue silenciada, arrancada del relato cotidiano; eran los exiliados en México. Su delito: estar emparentados con los De Rivas Cherif, los cuñados de Manuel Azaña.
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