Ricardo de la Cierva - La Regencia y el desastre de 1898
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- Libro:La Regencia y el desastre de 1898
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- Año:1997
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La Regencia y el desastre de 1898: resumen, descripción y anotación
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de una guerra
Antonio Cánovas del Castillo, el primer estadista español del siglo XIX, consiguió el triunfo de la Primera Restauración cuando acababa el año 1874, después de los seis años de caos que habían transcurrido desde la caída de Isabel II hasta el fracaso definitivo de la Primera República. Alfonso XII murió, víctima de sus excesos y de su grave tuberculosis, en 1885. Le sucedió como regente su segunda esposa, María Cristina de Austria, que estaba encinta de un niño que nacería rey, Alfonso XIII. La Regencia discurría en paz y prosperidad mientras la monarquía constitucional evolucionaba hacia formas democráticas más auténticas, cuando se presento en el horizonte la amenaza del imperialismo de los Estados Unidos contra los últimos restos del Imperio español en el Caribe (Cuba y Puerto Rico) y en el Extremo Oriente (las islas Filipinas y las Marianas).
Cuando se acercaba la fecha de las segundas elecciones de la Restauración, Antonio Cánovas del Castillo pensó dejar la jefatura del Gobierno a su rival de 1874, el general Arsenio Martínez Campos, que había conseguido apaciguar la guerra civil de Cuba con la paz del Zanjón. Cánovas pretendía con ello comprometer todavía más a las Fuerzas Armadas con la Restauración; sus dos cesiones de la presidencia —Jovellar y Martínez Campos—, dentro de la solución liberal-conservadora, se habían hecho en favor de dos generales muy significados políticamente y muy prestigiosos en el seno del Ejército. Pero, en esta segunda cesión, Cánovas perseguía, además, un objetivo político muy concreto: que Martínez Campos, artífice de la muy discutida paz cubana, se encargase, desde la jefatura del Gobierno, de defenderla y de administrarla. Esto nos lleva a considerar un poco más de cerca la cuestión de Cuba, que desde 1868 se había convertido en el problema más candente del horizonte español; y desde ahora, hasta finales de siglo, sería el principal problema militar, y pronto el más importante problema de España.
Desde las postrimerías del siglo XVIII, la caña de azúcar, el tabaco y el café se convierten en las principales producciones de Cuba. Pronto se extiende el cultivo y fabricación del azúcar, hasta llegar a ser la gran riqueza de la isla y base de su economía. Las guerras de la independencia hispanoamericana no habían tocado a Cuba, que seguía fidelísima a la metrópoli, pese a los intentos bolivarianos de acabar con el dominio español en las islas del Caribe y la intentona del general Narciso López, aunque ésta fue de origen interior. El incremento de la agricultura impulsó una demanda de mano de obra que se nutrió preferentemente de negros africanos; en el censo de 1827 la población de color superaba ya a los blancos, 394.000 contra 331.000. Algo más del centenar de miles de negros y mulatos eran ciudadanos libres, pero las tres cuartas partes restantes vivían en la esclavitud. Los blancos eran criollos hacendados, más un alto porcentaje de peninsulares (funcionarios, comerciantes y militares).
A pesar del compromiso internacional para la abolición de la trata de negros, firmado en 1817, ésta se mantuvo de manera clandestina en Cuba, y se hicieron fortunas enormes con el vil comercio negrero, del que se beneficiaron tratantes europeos y españoles; es uno de los capítulos más vergonzosos de la historia cubana y de la historia de España. Desde mediados de siglo, los mandos militares españoles en Cuba hicieron, con excepciones, esfuerzos enormes para lograr la efectiva abolición de la esclavitud, pero sin éxito, por la fortísima oposición de los terratenientes cubanos, que siempre tuvieron mucha fuerza ante el Gobierno de Madrid. Los hacendados de la isla, con su ideología de extrema derecha, intervinieron siempre con eficacia en la política española y manipularon hábilmente a la opinión pública por medio de sobornos a la prensa.
La primera intervención militar española para cortar el tráfico de esclavos se debió al conde de Cheste, capitán general de La Habana entre 1853 y 1854. Por estas fechas aumenta mucho, con estímulos en la metrópoli, la emigración de españoles a Cuba y Puerto Rico. Esto hace variar de nuevo la estructura de la población cubana; hacia 1868, los blancos, con 800.000 habitantes, superaban a los de color, con 600.000, de los que 350.000 seguían siendo esclavos.
Los funcionarios españoles y los comerciantes tomaban muchas veces su estancia en Cuba como fuente de rapiñas, y tampoco los mandos militares escaparon siempre a tan funesto comportamiento. El profesor Palacio Atard, a quien seguimos en este resumen de antecedentes cubanos, cita una comunicación del capitán general Lersundi a Cánovas, ministro de Ultramar en 1865: «Aquí todo el mundo vive de paso… Éste es el campamento de un ejército de comerciantes y mercaderes… Los hijos de éstos, educados aquí o en los Estados Unidos, se quedan acá a disipar lo que sus padres ganaron; y esto es tan cierto que apenas se encuentran dos docenas de familias donde los nietos conserven algo de los abuelos. No hay tradición en nada y, por consiguiente, en el orden moral no hay raíz y consistencia para nada».
Cánovas había intentado seria, pero inútilmente, mejorar tal estado de cosas. Los progresos técnicos aumentaron la producción y la riqueza de Cuba, y así, en el siglo XIX, se llegó a duplicar la extensión del cultivo azucarero y se incrementó la cantidad y calidad del tabaquero. Al entrar el azúcar de caña en competencia con el de remolacha, producido cada vez más en Europa, el azúcar cubano dependía cada vez más del mercado norteamericano.
La componente estratégica resulta cada vez más determinante en la situación de Cuba. Desde 1823 los políticos norteamericanos pensaban en la anexión de Cuba como complemento de la Unión. En 1843 el secretario de Estado, Buchanan, pretendió comprar la isla a España por cincuenta millones de dólares. A mediados de siglo, Cuba entra plenamente en la órbita estratégica de los Estados Unidos, tanto por apetencia imperialista como por dependencia económica; y algunos españoles clarividentes, como Prim, lo comprenden a fondo.
Tres embajadores americanos en Europa redactan en 1854 el Informe de Ostende, en el que se dice: «Ciertamente, la Unión jamás podrá disfrutar de reposo, ni conquistar una seguridad verdadera, mientras Cuba no esté dentro de sus límites. Su inmediata adquisición por parte de nuestro Gobierno es de capital importancia». El informe exigía la venta de la isla, y si España se negaba, pedía una guerra para liberarla de los españoles por razones racistas: evitar que sucediese en Cuba lo que en Santo Domingo, y que los negros llegasen a dominarla.
El imperialismo británico detuvo durante más de medio siglo a los Estados Unidos en sus aspiraciones anexionistas sobre las posesiones españolas de ultramar, y en la década de los sesenta la guerra norteamericana de Secesión alejó momentáneamente el peligro. Pero cuando termina esa contienda, Cuba se convierte en un objetivo urgente, que de paso serviría para sanar las heridas del derrotado Sur, beneficiario principal de la deseada anexión de Cuba y Puerto Rico. El impulso definitivo sobrevendrá cuando los Estados Unidos, tomando como pretexto la insurrección cubana que comenzó en 1868, intervengan cada vez más en el proceso de la independencia y apliquen contra España —a la que declararon la guerra en 1898— sus nuevas doctrinas estratégicas acerca del poder naval y la expansión imperial, nacidas en el último cuarto del siglo XIX, sobre todo las de Mahan. Pero en el fondo se trataba de que Cuba y Puerto Rico estaban cada vez más dentro de la órbita económica norteamericana, en un momento que Estados Unidos se preparaba en todo el continente americano a sustituir, con su propio imperialismo, a la hegemonía económico-política británica, que desde el proceso de la independencia de los virreinatos había sustituido, a su vez, al Imperio español.
En esa década de los sesenta se forman en Cuba tres partidos. Primero, los reformistas, grupo criollo que acepta la soberanía de España, pero con intensas reformas autonómicas en Cuba. Segundo, los intransigentes españoles, que se identificarán primero con el partido moderado y luego con el liberal-conservador de Cánovas. Y en la provincia de Oriente surge el nacionalismo independentista cubano, alentado por grupos de intelectuales criollos y apoyado desde los Estados Unidos, que al declararse la insurrección actúan como plaza de armas para los independentistas, y llegarán, en los últimos años del siglo, a un intervencionismo cada vez más descarado. Los nacionalistas cubanos eran blancos y de color; los primeros pretendían el fin político de la autonomía radical y la independencia, y los segundos, además, el fin social de la abolición de la esclavitud.
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