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Robert Graves - Claudio el dios y su esposa Mesalina

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Robert Graves Claudio el dios y su esposa Mesalina
  • Libro:
    Claudio el dios y su esposa Mesalina
  • Autor:
  • Editor:
    Alianza
  • Genre:
  • Año:
    1978
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Claudio el dios y su esposa Mesalina: resumen, descripción y anotación

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Pronto llegué a una conclusión en cuanto a los combates a espada y las cacerías de fieras salvajes. Primero, en cuanto a estas últimas, me había enterado de un deporte que se practicaba en Tesalia, que poseía la doble ventaja de ser excitante como espectáculo y además barato. De modo que lo presenté en Roma como alternativa de las habituales cacerías de leopardos y leones. Se llevaba a cabo con toros salvajes de mediana edad. Los hombres de Tesalia solían excitar al toro clavándole pequeños dardos en la piel, cuando salía del corral en que estaba prisionero… no lo bastante como para herirlo, sino sólo para irritarlo. El animal se precipitaba para atacarlos y entonces ellos saltaban ágilmente fuera de su alcance. Estaban desarmados. A veces solían engañarlo sosteniendo telas de colores delante de su cuerpo. El toro embestía las telas y ellos las retiraban en el último momento, sin apartarse del lugar. El toro siempre se precipitaba sobre la tela en movimiento. O en el momento de la embestida saltaban hacia adelante y caían al otro lado, o bien se paraban sobre sus ancas un momento, antes de volver a pisar el suelo. El toro comenzaba a cansarse gradualmente, y ellos realizaban hazañas cada vez más audaces. Había un hombre que podía quedarse de espaldas al toro, agachándose, con la cabeza entre las piernas, y luego, cuando el animal atacaba, realizar un salto mortal en el aire y aterrizar sobre el lomo del animal. Era un espectáculo común ver a un hombre cabalgar alrededor de la liza haciendo equilibrio sobre el lomo del animal. Si éste no se cansaba rápidamente, lo hacían galopar en torno al redondel sentándose sobre él como si fuese un caballo, sosteniendo un cuerno con la mano izquierda y retorciéndole la cola con la derecha. Cuando estaba lo bastante fatigado, el ejecutante luchaba con él, tomándolo de ambos cuernos y haciéndolo caer lentamente al suelo. A veces aferraba la oreja del toro entre los dientes para ayudarse en la tarea. Era un deporte muy interesante, y con frecuencia el toro atrapaba y mataba al hombre que se tomaba libertades demasiado grandes con él. La baratura del deporte consistía en los precios razonables exigidos por los hombres de Tesalia, que eran simples campesinos, y en la supervivencia del toro para otro espectáculo. Los toros inteligentes, que aprendían a eludir las trampas que se les tendían y no se dejaban dominar se convirtieron muy pronto en grandes favoritos populares. Había uno llamado Rojizo, que a su manera era tan famoso como el caballo Incitato. Mató a diez de sus torturadores en otros tantos festivales. La muchedumbre llegó a preferir estas corridas de toros a todos los otros espectáculos, salvo la lucha a espada.


Y en cuanto a los esgrimistas, decidí reclutarlos principalmente entre los esclavos que durante el reinado de Calígula y Tiberio habían declarado contra sus amos en juicios por traición, provocando de tal modo la muerte de éstos. Los dos crímenes que más abomino son el parricidio y la traición. Para el parricidio, en verdad, he vuelto a introducir el antiguo castigo: el criminal es azotado hasta que sangra, y luego se lo mete en un saco junto con un gallo, un perro y una víbora, que representan la codicia, la desvergüenza y la ingratitud, y por último se lo arroja al mar. Considero que la traición de los esclavos hacia sus amos es también una especie de parricidio, de modo que siempre los he hecho luchar hasta que uno de los combatientes queda muerto o herido de gravedad. Y nunca les concedo perdón, sino que los vuelvo a hacer luchar en los Juegos siguientes, y así de seguido, hasta que mueren o quedan completamente incapacitados. En una o dos ocasiones sucedió que uno de ellos fingió estar mortalmente herido, cuando sólo había recibido una herida leve, y se retorció en la arena como si no pudiese continuar. Si yo descubría que fingía, siempre daba orden de que se la cortase la garganta.
Creo que el populacho gozaba aún más con las diversiones que yo ofrecía que con las de Calígula, porque las presenciaba con mucha menos frecuencia. Calígula tenía tal pasión por las carreras de cuadrigas y las cacerías de animales feroces, que casi todos los días encontraba una excusa para una fiesta. Esto era un gran derroche del tiempo público, y el espectador se cansaba muy pronto, antes que él. Eliminé del calendario 150 fiestas introducidas por Calígula. Otra decisión que tomé fue la de establecer una reglamentación en cuanto a las repeticiones. Existía la costumbre de que si se había cometido un error en las ceremonias de un festival, aunque sólo se tratase de uno muy pequeño, en el último día, todo el asunto tenía que volver a empezar. En el reinado de Calígula las repeticiones se habían convertido en una verdadera farsa. Los nobles a quienes obligaba a celebrar juegos en su honor, a su propia costa, sabían que jamás podrían librarse con una sola ejecución. Siempre se las arreglaba para encontrar algún defecto en la ceremonia, cuando todo había terminado, y los obligaba a repetirla, dos, tres, cuatro, cinco y hasta diez veces, de modo que aprendieron a apaciguarlo normalmente cometiendo un error intencional de toda evidencia, el último día, con lo que conquistaban el favor de repetir el espectáculo una sola vez. Mi edicto declaraba que si algún festival tenía que ser repetido, la repetición no ocuparía más de un solo día, y si se cometía luego otro error, allí terminaba todo. De resultas de ello no se cometió ningún otro error. Se veía que yo no los estimulaba. También ordené que no se realizasen celebraciones públicas en mi cumpleaños, ni se ofrecieran espectáculos de combate a espada en mi honor. Era erróneo, dije, que se sacrificase la vida de hombres, aunque fuesen espadachines, en un intento de comprar el favor de los dioses Infernales hacia un hombre viviente.
Sin embargo, para que no se me acusara de regatear los placeres de la ciudad, a veces solía proclamar de pronto, una mañana, que por la tarde se realizarían juegos en el cercado del Campo de Marte. Explicaba que no había motivos particulares para los juegos, salvo que era un buen día para llevarlos a cabo, y que, como no se habían hecho preparativos especiales, saldría lo que saliese. Los denominaba Sportula, o Juegos a lo que Salgan. Duraban una sola tarde.
Acabo de mencionar mi odio hacia los esclavos que traicionaban a sus amos, pero me di cuenta de que si los amos no exhibían una actitud adecuadamente paternal hacia los esclavos, no podía esperarse que éstos tuviesen un sentido del deber filial para con sus amos. Los esclavos, en fin de cuentas, son seres humanos. Los protegí por medio de leyes acerca de las cuales ofreceré un ejemplo. El liberto adinerado a quien Herodes había pedido dinero en una ocasión para pagar a mi madre y a mí mismo, había ampliado grandemente su hospital para esclavos enfermos, que ahora se encontraba situado en la isla de Esculapio, en el Tíber. Anunció que estaba dispuesto a comprar esclavos en cualquier estado, a fin de curarlos, pero prometía la primera opción para la compra a los ex dueños, a un precio no superior al triple del original. Sus métodos de curación eran muy rigurosos, para no decir inhumanos. Trataba a los esclavos enfermos como a otras tantas reses de ganado. Pero su negocio era amplio y provechoso, porque la mayoría de los amos no se molestaban en cuidar a sus esclavos enfermos, por no distraer a los esclavos comunes de sus obligaciones, y porque si los primeros sufrían dolores, habrían mantenido despiertos a todos, de noche, con sus gemidos. Preferían venderlos en cuanto resultaba claro que la enfermedad resultaría larga y tediosa. En esto, por supuesto, seguían los mezquinos preceptos económicos de Catón el Censor. Pero yo puse fin a la práctica. Emití un edicto en el sentido de que todo esclavo enfermo que hubiese sido vendido al dueño de un hospital recibiría, al curarse, su libertad, y no volvería al servicio de su amo, en tanto que éste tendría que devolver el dinero de la compra al dueño del hospital. Por lo tanto, si un esclavo caía enfermo, el amo se veía obligado a curarlo en su casa o a pagarle su curación. En este último caso, quedaba libre al curarse, como los esclavos ya vendidos al dueño del hospital, y como éstos, se esperaba que pagase una ofrenda de agradecimiento al hospital, en proporción de la mitad del dinero ganado durante los tres años siguientes. Si a algún amo se le ocurría matar al esclavo en lugar de curarlo en su casa o enviarlo al hospital, era culpable de asesinato. Luego inspeccioné en persona el hospital de la isla y di órdenes al administrador en cuanto a las evidentes mejoras que debía introducir en materia de comodidades, dieta e higiene. Si bien, como digo, eliminé 150 de los festivales de Calígula del calendario, admito que creé tres nuevos festivales, cada uno con una duración de tres días. Dos eran en honor de mis padres. Hice que éstos cayesen en sus cumpleaños, postergando para fechas vacantes dos festivales menores que coincidían con ellos. Ordené que se cantasen endechas en memoria de mis padres, y ofrecí banquetes funerarios de mi propio peculio. Las victorias de mi padre en Germania ya habían sido honradas con un arco en la Vía Apia, y con el título hereditario de Germánico, que era el sobrenombre del cual yo más me enorgullecía. Pero me pareció que su memoria debía ser recordada también de esa manera. A mi madre se le' habían concedido importantes honores por Calígula, incluso el título de «Augusta», pero cuando riñó con ella y la obligó a suicidarse, se los quitó vilmente. Escribió cartas al Senado acusándola de traición hacia él, de impiedad hacia otros dioses, de una vida de malicia y avaricia, y del agasajo en su casa de adivinas y astrólogos, en desafiante desobediencia a las leyes. Antes de poder devolverle decentemente a mi madre el título de «Augusta», tenía que volver a afirmar ante el Senado que había sido completamente inocente de las acusaciones; que, si bien era de temperamento empecinado, era también muy piadosa, y, aunque ahorrativa, muy generosa, y que jamás tuvo malicia hacia nadie y jamás consultó a un adivino o astrólogo en toda su vida. Presenté a los testigos necesarios. Entre ellos se encontraba Briséis, la encargada del guardarropas de mi madre, que había sido esclava mía hasta que le ofrecí su libertad en la vejez. En cumplimiento de una promesa hecha uno o dos años antes a Briséis, la presenté al Senado de la siguiente manera:

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