Pío Baroja - El escritor según él y según los críticos
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- Libro:El escritor según él y según los críticos
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1942
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El escritor según él y según los críticos: resumen, descripción y anotación
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PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida. Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja, «Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica», expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca (1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los 22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada en el conspirador Eugenio de Avirarneta, uno de los antepasados del autor que vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948 aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más de cien libros.
Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Voy a hacer un autorretrato en el papel, físico, intelectual y moral.
Yo soy un hombre ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni muy rubio ni muy moreno. A mí no me gusta nada llamar la atención de la gente que no me interesa. ¿Para qué? ¿Va uno a pretender la admiración de todos los hombres y de todas las mujeres, aunque sean tontos y vulgares? Creo que no vale la pena.
En Vera, un joven alto y de mucha prestancia me decía hace años, convencido:
—Yo me cambiaría por el hombre más pequeño del pueblo.
—¿De veras?
—Sí. Por ese Dámaso —y me señalaba un tipo de enano —. Al menos, ése no llama la atención.
En cambio, Valle-Inclán pensaba que hubiera debido tener una pulgada de más, y no le gustaba andar con un hombre más alto que él.
Yo casi estaría en esa cuestión más cerca del joven de mi pueblo que de Valle-Inclán. A mí, de volver a nacer, me gustaría tener la estatura general. Destacarme por ser muy alto o muy bajo me parecería poco agradable. Yo no he tenido nada de particular como tipo, pero la gente quiere pintar al que le parece raro como un hombre extraño, desagradable o monstruoso.
A la gente le parece que un escritor con algún nombre debe tener siempre algo estrafalario o algo ridículo, y ya que se ocupan de él, él debe corresponder haciendo una bufonada altisonante o cínica, intercalada con alguna locura o con un rasgo de heroísmo. Cuando no pasa eso, el público se siente defraudado. Lo más clásico, lo más típico de eso es el hombre de genio con una lacra grande; el borracho, como Poe, o como Verlaine, el poeta loco, invertido o satánico.
El hombre que no pretende ser genio, ni sádico, ni invertido, ni borracho, ni estafador, defrauda al buen burgués, que supone que el literato que puede vivir ordenadamente y tener más talento que él y saborear mejor la vida es un hombre que abusa de sus condiciones.
Voy a recoger en estos viejos periódicos algunos retratos míos hechos con palabras. En un artículo encuentro una descripción escrita por Cansinos-Asséns. Dice de mí: «Es el más rebelde de todos los rebeldes jóvenes, no obstante su nombre clemente, su aire tímido, sus claros ojos de pescado y su gesto resignado de las manos a la espalda».
No estoy muy de acuerdo con el retrato, y cojo, para negar su exactitud, otros que veo.
Hay un retrato mío hecho por Azorín en su novela La voluntad, escritor que me conoce mucho más que Cansinos-Asséns, con el cual es posible que no haya hablado yo nunca.
«Este Enrique Oláiz», me llama así en el libro, «está ahora paseando por su despacho en cortos pasos, porque el despacho es corto. Oláiz es calvo —siendo joven—, su barba es rubia y puntiaguda. Y como su mirada es inteligente, escrutadora, y su fisonomía toda tiene cierto vislumbre de misteriosa, de hermética, esta calva y esta barba le dan cierto aspecto inquietante de hombre cauteloso y profundo, algo así como uno de esos mercaderes que se ven en los cuadros de Marinus, o como un orfebre de la Edad Media, o como un judío que practica el cerrado arte de la crisopeya, allá metido en el fondo de una casucha toledana.»
Un amigo joven, farmacéutico, que estaba en París en la ciudad universitaria, acompañaba a una estudiante griega que vivía en Suez y que se ocupaba de análisis químico.
El amigo le hablaba de mí, y le preguntó una vez si quería conocerme.
—No —dijo la griega—; no quiero.
—¿Por qué?
—Porque tiene unos ojos que le brillan mucho y debe de ser un hombre que averigua los secretos de los demás.
En ese tiempo yo era viejo.
También en el Colegio de España, en París, vivía un joven francés bastante rico que solía volver a casa a las altas horas de la noche, y al llegar al colegio veía luz en mi ventana, que estaba en un cuarto de una de las torres. El estudiante le dijo a un camarero en broma: «El señor Baroja debe de dedicarse a la magia en las altas horas de la noche. Tiene tipo de ello».
Seguiré acusando esta divergencia de opinión.
Juan Cassou, en su libro que se titula Panorama de la literatura española, dice: «Pío Baroja, su pesado rostro, que acaba en la malicia de una corta perilla; sus ojos hundidos, bajo un cráneo redondo, su aspecto de oso un poco gruñón».
«Lourd», en el sentido de pesado, de tosco, es un adjetivo difícil de comprobar. Ahora, cráneo redondo, que eso se puede comprobar, no es cierto, porque yo tengo el cráneo alargado.
En cambio, de Valle-Inclán dice: «Su nobleza caballeresca, su extraña cara barbuda, sus gestos soberbios».
Este escritor francés, un tanto judaico, va, como todos, al lugar común.
Nobleza caballeresca de Valle-Inclán, no sé por qué, ni gestos soberbios, tampoco.
Yo no creo que se le podía tomar a Valle-Inclán por un Apolo ni por un Bayardo.
Ni a la mayoría de los escritores del tiempo; ni siquiera a Gómez de la Serna, que es o era, al menos, gordo, rechoncho y cabezón. Cuando hay que hablar mal de un tipo me sacan a mí, y cuando hay que repartir los elogios me dejan a mí a un lado. Es, como digo, el lugar común.
En un libro de artículos de Luis Bonafoux, titulado Casi críticas, dice de mí:
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