Ramón Lobo - El autoestopista de Grozni y otras historias de fútbol y guerra
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- Libro:El autoestopista de Grozni y otras historias de fútbol y guerra
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2012
- Índice:4 / 5
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El autoestopista de Grozni y otras historias de fútbol y guerra: resumen, descripción y anotación
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¿Qué papel ocupa el deporte en un escenario bélico? Es una pregunta apenas explorada dentro de la literatura deportiva. Este libro ofrece un recorrido por los principales conflictos de finales del siglo XX y principios del XXI, desde Grozni a Sarajevo, y desde Sierra Leona a Irak, todo en primera persona.
Por ejemplo, durante la guerra de la ex Yugoslavia, el propio Ramón Lobo sirvió como correo para mantener en contacto al futbolista Meho Kodro con su familia. En algunas ocasiones, el fútbol fue un mecanismo de integración para niños que tuvieron que rehacer su vida tras el conflicto. En otras ocasiones, el fútbol servía para sobrellevar el absurdo de la guerra, ni más ni menos.
El fútbol inicia conversaciones y las concluye, crea amistades súbitas y las rompe, agiliza trámites y los empantana. El fútbol acerca culturas, borra fronteras y difumina clases sociales; permite penetrar en el alma de las personas sobre las que el reportero va a escribir. Saber de fútbol no es de derechas o de izquierdas, embrutecedor o inteligente, es solo un conocimiento útil, una herramienta de trabajo.
Ramón Lobo
ePub r1.0
Titivillus 27.06.17
Título original: El autoestopista de Grozni y otras historias de fútbol y guerra
Ramón Lobo, 2012
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Grozni era una ciudad fantasmal, la capital del miedo: edificios derruidos por las bombas de la aviación y la artillería pesada, calles alfombradas de cascotes, cristales rotos, basura congelada, hierros retorcidos; personas deambulantes en busca de comida y nieve para fabricarse agua potable y una ducha. Aquel Grozni de enero de 1995 olía a gas quemado —el que escupían los gasoductos reventados—, pólvora y pesadillas. Los civiles chechenos habían escapado hacia las aldeas del sur, refugiándose en casas de familiares y amigos. En la ciudad quedaban guerrilleros y olvidados, los que no tenían a dónde ir: rusos pobres, ingusetios, daguestanos, osetios del norte, kabardino-balarianos, georgianos… Sin la protección del difunto imperio soviético, eran islas a la deriva, restos del naufragio, objetivos militares. Rusos bombardeando a rusos. ¡Qué más da! La propaganda no entra en detalles, solo vende victorias.
Chechenia parecía el Arca de los Sueños Fallidos, de las promesas revolucionarias transformadas en tumbas para Boris Davidovich, rebeliones orwelianas en la granja y gulags sin alambradas. Hacia ese Grozni desmenuzado por las bombas y las mentiras, en el que los perros muertos durante el día desaparecían fileteados en las sombras de la noche, viajaba yo sentado en un ruidoso y destartalado Moskvitch de color rojo con la puerta trasera izquierda bloqueada. Era propiedad del conductor perfecto: viejo, viudo, sin hijos, sin nada que perder. El chófer de todos los días me había recibido esa mañana con el capó subido, expresión descompuesta y un chasquido entre los labios: «Está averiado». Entendí el significado: «No viajo allí ni por todo el oro del mundo». Nos presentó a su sustituto, el hombre del Moskvitch, que tras hacerse de rogar, puso precio de cabina de lujo del Orient Express a nuestro viaje al infierno: 500 dólares por entrar, dormir uno o dos días y regresar. Quería hacer fortuna y comprobar el estado de su casa, abandonada apresuradamente en diciembre, al inicio de la guerra. Pese a declararse confiado en los designios de Dios, tuve que pagar por adelantado.
Me acompañaba Andréi, un intérprete grandullón, huraño y aficionado al alcohol nocturno que me había encontrado Pilar Bonet, corresponsal de El País en Moscú. Tenía tanto miedo a los tiroteos y a las explosiones que no me dejaba descansar del mío. Una tarde, mientras orinábamos sobre la nieve frente a un incendio lejano, me dije: «¿Qué coño hago en Chechenia?». Sentía nostalgia, inseguridad. Reprimí toda confesión para evitar la fuga, la suya y la mía. Observé a Andréi a mi izquierda; parecía embebido en otro mundo: las manos en la bragueta, chaleco antibalas nuevo y casco de color caqui. Sin admitir la realidad, ese miedo húmedo que suda por dentro, pasé al ataque: «Vestido así, el francotirador te matará primero. Pareces un soldado». Me miró ofendido, casi con desprecio. Nos separaba un abismo cultural, y el sentido del humor, que le parecía una afrenta, un reto a los dioses, al destino.
Por sus preguntas imprudentes y una peligrosa manía de husmear en las armas de los rebeldes, Andréi parecía más un espía enviado por Boris Yeltsin que un traductor contratado por un periódico extranjero. Por la noche, recostado en su cama de Jasaviurt, cerca de la frontera entre Chechenia y Daguestán, donde dormíamos, rastreaba noticias en Radio Free Europe sin importarle que fueran suministradas por Estados Unidos, el enemigo de la Guerra Fría. A esas horas, tras un intenso día de trabajo, Andréi masticaba novedades ayudado de una botella de vodka.
Me tocó ir atrás en el Orient Express. Elegí la parte derecha del Moskvitch, la buena, la que se abría. Bajé tres dedos la ventanilla para sentir el aire gélido, los ruidos, las amenazas. Un avión ruso de ataque, un Sukoi-24, surcaba el cielo. Parecía un halcón hambriento en busca de presa. Me aferré al picaporte como si fuera un paracaídas. No era Sarajevo, donde solo teníamos que preocuparnos de los francotiradores, las granadas de mortero, las balas perdidas y la mala suerte. En Chechenia podían matarte a varios kilómetros de distancia; bastaba un helicóptero, un hombre y un botón. Grozni era una No-Go-Zone, un lugar sin ley atestado de hijos de puta armados.
Una persona sensata daría media vuelta en Gudermés, una ciudad estratégica por su nudo ferroviario situada a 36 kilómetros de Grozni. Más allá, la aventura, la nada. En la carretera que unía Gudermés con lo que quedaba en pie de la capital chechena vimos a un hombre. Parecía un espectro encogido. No había coches ni carromatos ni bicicletas ni animales ni desplazados ni guerrilleros; solo un Moskvitch demasiado rojo, un piloto hambriento y un tipo embutido en un gorro de astracán con la mano izquierda extendida. El conductor orilló el coche, lo detuvo junto al aparecido. Sonaba tanto el ralentí que parecía un desfile. Andréi bajó la ventanilla, su muro de seguridad. Estaba convencido de que ese cristal le protegía de la bala que mata, la única que no suena. Intercambiaron unas palabras en ruso, y el hombre al que llamé K en homenaje a Kafka y Kapuściński, se subió de un salto en la parte trasera, desplazándome hacia la puerta averiada. No me saludó, solo emitió un ronroneo mientras sonreía como el gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas.
Cuando me disponía a protestar, a argumentar, a gritar que el pago del viaje me otorgaba un derecho, la autoridad incuestionable para decidir el reparto de los asientos, K, informado de mi profesión y nacionalidad, formuló una pregunta simple, casi emotiva: «¿Spanski?». Asentí sin dejar de pensar en la puerta. Agitado por el entusiasmo, K pronunció dos palabras más que le debieron parecer amables, necesarias, pero que me zarandearon y pusieron en guardia emocional: «¡Stoitchkov! ¡Barcelona!».
—¡Eres del Barça! —exclamé exagerando mi disgusto.
K repitió como una salmodia: «Stoitchkov. Barcelona. Stoitchkov. Barcelona».
Cruzó por mi cerebro una película de viajes, voces, rivalidades, anécdotas y complicidades que comenzaba en Bosnia-Herzegovina. Apagada prematuramente la Quinta del Buitre, reinaba en España, y en Europa, el
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