¿Cómo será el mundo pospandémico? ¿Perderemos la privacidad a cambio de una seguridad sanitaria? ¿Murió el liberalismo? ¿Se impondrá el teletrabajo? ¿Vamos hacia unas democracias autoritarias? ¿Volverán los héroes de los hospitales y mercados a la invisibilidad prevírica?
El libro trata de la crisis de soledad de las sociedades líquidas, de cómo la eclosión de los pisos turísticos y la acción depredadora de los mercados financieros destruyeron el tejido comercial y humano de los barrios, multiplicando la lonneyless de las personas. Antes de la crisis éramos personajes urbanos sin apenas contacto, encerrados en burbujas-escaparate, conectados a las redes sociales a través de teléfonos móviles. Una sociedad que desplazó el valor de la ciencia y la sabiduría por el populismo negacionista de Donald Trump.
El confinamiento ha reducido a la mitad la contaminación de las grandes urbes, expulsado a los automovilistas y recuperado olores y sonidos perdidos. La experiencia humana indica en que tiempos de grave crisis se produce una resiliencia colectiva, y que pasado el peligro se regresa a la normalidad. El problema es que esa normalidad es la principal amenaza para el planeta.
Ciudades confinadas
La ciudad confinada comenzó a aplaudir todas las noches a la misma hora. Millones de personas se asomaron a las ventanas y a los balcones de sus casas a las ocho de la tarde para mostrar solidaridad con los imprescindibles, fueran hombres o mujeres, médicos, enfermeros, auxiliares, celadores o personal de limpieza de los hospitales y centros médicos. El aplauso a los héroes de la sanidad pública se extendió a los trabajadores de los mercados y supermercados, a los reponedores, farmacéuticos, barrenderos, kiosqueros de prensa, policías, conductores de autobuses y metro, taxistas y demás profesiones esenciales. Hubo aplausos y vítores en la mayoría de las ciudades del mundo. Se extendió como un contra-virus.
Salir a aplaudir y a conversar a voces se transformó en un nosotros terapéutico, un modo de acompañamiento e insolencia ante la amenaza exterior. A las ocho de la tarde emergíamos de nuestras madrigueras para participar en un rito catártico. Hubo cánticos, pancartas, luces y guirnaldas para celebrar cualquier efeméride; también gestos emocionantes, como el de los vecinos de Charo, que le dejaron una tarta con velas en la puerta de su piso de Lavapiés, sometido a proceso de desahucio por una fundación civil gestionada por la Iglesia católica. Cumplía ochenta años.
Sin derecho a un contacto que antes muchos desdeñaban, los habitantes confinados hallaron en el aplauso la energía necesaria para resistir semanas de aislamiento. Establecí rutinas alrededor de esa hora liberadora, como la de ducharme despacio, peinar y tonificar la barba, y rociarme de colonia. Quería estar presentable para los vecinos.
Pasaron los días y las semanas, creció el aburrimiento tras gastarnos casi todos los trucos de aprendices de ilusionista y completar los asuntos más apremiantes en la limpieza de las casas. La gente empezó a sentir el peso de una soledad real, aislada e imprevista, sin la esperanza de un encuentro rescatador.
Las redes sociales se inundaron de consejos de buena fe y de oportunistas que ofrecían recetas redentoras para soportar un aislamiento en el que el ánimo parecía subido en una montaña rusa. Los psicólogos hablaron de desórdenes del sueño y de ansiedad. Una de las recomendaciones más repetidas consistía en limitar el flujo de información, seleccionar dos momentos del día para instruirse y dedicar el resto de la jornada a leer, ver series y películas por televisión, ordenar o no hacer nada. En la mayoría de los casos terminó por imponerse la última opción, ya que costaba concentrarse.
Al ser periodista y un obsesivo consecutivo por carácter, pasé horas sumergido en las noticias españolas e internacionales, en el análisis de los datos globales, de los positivos confirmados y de los fallecidos, en las tendencias lineales y logarítmicas, y en el aplanamiento de la curva. Me hallaba perdido en el laberinto del tiempo, sin saber qué era presente y qué pasado.
Se pusieron de moda las videollamadas. Había necesidad de verse las caras y las manos, de escucharse la voz, de sentir la proximidad de los familiares y los amigos. En Italia empezaron a cantar a las calles vacías y a los vecinos asomados desde sus casas-celda. Eran letras populares de amor y esperanza, también hubo arias de Verdi y de Puccini, como la inconmensurable y oportunísima Nessun dorma de la ópera Turandot y su explosivo final: «Vincerò! Vincerò!».
Aproveché el encierro para limpiar y ordenar mi casa, una forma de cuidarla. Las viviendas y los animales domésticos necesitan estar solos un tiempo cada día para recuperar el equilibrio y, en algunos casos, la cordura. La presencia continua del habitante humano puede desembocar en averías, roturas de tuberías o cortes de luz, una forma de protesta. Me preocupaba que pudiera suceder un imprevisto que agravara mi reclusión. ¿Eran los fontaneros y los electricistas profesiones esenciales en un estado de alarma?
Limpié los libros y los anaqueles de uno en uno, busqué sitio para los que habían quedado apilados en el suelo o descolocados en otras habitaciones. Apliqué a mi tarea una lentitud de cine mudo en previsión de un encierro de meses. Clasifiqué mis pertenencias en dos categorías, las necesarias y las superfluas, y preparé bolsas con lo redundante para regalar a otros más necesitados cuando terminara la clausura.
Los más atrevidos abrieron el cajón de las fotos antiguas, la mayoría revueltas, con los negativos desparejados, impresas en papel, descoloridas y de escasa calidad. Una minoría insensata proyectó diapositivas de su juventud y primera madurez sobre un tabique o una tela, exponiéndose a la evidencia del deterioro.
Este tipo de reseteos categóricos son más efectivos si se realizan a solas, sumergido en un murmullo envolvente en el que están las voces de nuestra vida, las que permanecen activas y las acalladas. Si se practican en pareja, mejor o peor avenida, o en familia, estallan desacuerdos sobre la funcionalidad de cada objeto y la importancia de los espacios que pueden arruinar todo el proceso de regeneración.